Entrevista a Henry Mora Jiménez
La Tizza
Un proyecto
socialista que sea crítico del mercado, pero que no se proponga abolirlo
—pues el siglo XX ha mostrado el precio histórico de ese utopismo
abolicionista—; una descripción del capitalismo como un sistema de
explotación del trabajo y de depredación de la naturaleza y de
pauperización de la dignidad de las personas, en especial de las
mujeres; la necesidad de una teoría crítica de regulación socialista de
los mercados y el papel de las utopías en el pensamiento de izquierda
contemporáneo fueron algunos de los temas abordados por el profesor
costarricense Henry Mora en conversación con La Tizza.
¿Socialismo con mercados o socialismo de mercado?
La Tizza (LT): Vamos a partir del título mismo del curso que acaba de impartir, «Socialismo con
mercados»: el socialismo es un término polisémico, debido a su propia
historia, a lo que se ha identificado como «socialista». Su uso ha
abarcado a una amplia diversidad de movimientos, instituciones, partidos
políticos, revoluciones y revolucionarios… En ese sentido, nos
interesaría que nos explique cómo entiende un «proyecto socialista de
sociedad» y la manera en que asume la definición de Franz Hinkelammert
del socialismo como un «modo de producción moderno».
Henry Mora (HM): En nuestro libro conjunto, Hacia una Economía para la vida,
Franz y yo proponemos que lo que en realidad define el carácter
«socialista» de las relaciones de producción es la libertad efectiva de
actuar en contra de la lógica de las relaciones mercantiles y de
orientar su acción hacia la racionalidad económica reproductiva. La
lógica totalizante de las relaciones mercantiles conduce hacia la
irracionalidad económica, y solo el carácter «socialista» de las
relaciones de producción es capaz de lograr una orientación racional.
Más aun, el «socialismo» es la sociedad que, de manera consciente,
reconoce y lucha contra los efectos enajenantes de la
institucionalización de las relaciones humanas, no solo la producida por
el mercado. Para entender esto, hay que partir de la idea de que no
puede haber «no-institucionalización»; ya que únicamente bajo un
concepto trascendental de orden espontáneo habría no
institucionalización, lo que habría sería espontaneidad pura, relaciones
humanas subjetivas puras sin ningún tipo de objetivación… pero eso es
un mundo trascendental que llamamos orden espontáneo; sin embargo, en la
realidad a lo que nos enfrentamos es al desorden espontáneo. Y es de
esta dialéctica entre orden espontaneo —concepto trascendental— y
desorden espontáneo —abstracción real— de donde se produce, se tiene
que producir, la institucionalización de las relaciones humanas. Por eso
las instituciones tienen un lado positivo, al permitir —sin estar
garantizado— un equilibrio entre el orden y el desorden.
¡Ah!
Lo que sucede es que ese ordenamiento —o intento de poner orden en las
relaciones inter humanas para evitar el caos— tiene consecuencias, a
veces consecuencias irremediables: tiene que ver con la constante
enajenación y fetichización de esas instituciones en la subjetividad
humana. Esas son las razones que nos llevan a definir una sociedad
socialista como una sociedad que; en primer lugar, tiene consciencia de
que, en efecto, tal proceso de fetichización y enajenación existe —y es
consustancial a la dialéctica de la historia, y que se trata, incluso
de una dialéctica trascendental—; y que, además, tiene que luchar, de
manera permanente contra esos efectos de enajenación y fetichización. Es
una dialéctica obviamente contradictoria porque no podemos vivir sin
institucionalización, pero tampoco sin estar, de manera constante,
criticando y rebelándonos contra los efectos enajenantes de la
institucionalización. De modo particular en el socialismo, hay un tipo
específico de institucionalización, que lo definió en su origen: la
lucha contra la institucionalización de los efectos del mercado. Desde
esa perspectiva, una sociedad socialista es una sociedad que busca, de
modo consciente, trascender las limitaciones al desarrollo humano
provocado por la fetichizaciónde las relaciones mercantiles, de los
efectos del mercado; y, al intentar esta trascendencia (que es una
trascendencia en la inmanencia, no “en el más allá”), no puede caer en
la tentación o en la ilusión trascendental de que esas relaciones
mercantiles —y el mercado, por extensión— pueden ser simplemente
abolidas por un mero acto de voluntad.
Es en ese sentido que la crítica del mercado y del capitalismo que aparece en Hacia una economía para la vida,
es una crítica radical, porque no nos andamos con cortapisas en
relación con los efectos entrópicos del mercado —aunque a veces se
confunden con efectos que son más generales, como es el caso en el uso
fragmentario de la tecnología, que es propio de todos los sistemas de
división social del trabajo con coordinación coactiva y ex post,
no solo de las relaciones mercantiles—; a la vez que reconocemos el
papel que han desempeñado en la historia las relaciones mercantiles y
que ubicamos su inicio —tal como de manera muy temprana lo afirmó Franz
Hinkelammert—, en la creciente complejidad de las sociedades y los
problemas asociados a la resolución de un problema de falta de
información; de ahí que resulte paradójico estudiar los mercados a
partir del concepto de «mercados perfectos», lo que supone conocimiento
perfecto, cuando los mercados surgen precisamente para lidiar con
problemas de falta de información en las relaciones inter humanas. Por
tampoco se trata de una crítica abolicionista: el mercado o las
relaciones mercantiles tienen que desempeñar un papel muy diferente en
el socialismo en relación con el capitalismo; y eso con las
diferenciaciones muy claras que expusimos en el curso: por ejemplo, la
diferencia entre propiedad privada y propiedad privativa. No estamos
hablando, desde esta concepción del papel de los mercados en el
socialismo, de un régimen de propiedad privativa, es decir, un régimen
de propiedad con monopolio de los medios de producción y de los medios
de vida. Una sociedad, un proyecto socialista que acepte —ya que, en
efecto, en la práctica real no ha habido posibilidad de no hacerlo— la
existencia de relaciones mercantiles, pero que no acepte que la
propiedad que ordene las relaciones sociales o la economía, sea una de
propiedad privativa, tal como sí ocurre en el capitalismo. El
ordenamiento de los mercados es un asunto esencial; tanto, que la
incapacidad para ordenar los mercados fue una de las razones —una,
reitero— que llevó al colapso del socialismo en la URSS. ¿Por qué?
Porque si bien en la práctica se aceptaba la coexistencia de las
relaciones mercantiles con la planificación —no había de otra—, en la
teoría había una tendencia a negarlas, a pensar que esa existencia era
un «residuo», una «reminiscencia» del pasado, un «mal necesario», que en
algún momento —más pronto que tarde— tendría que terminar: esa era la
tesis de la «abolición» de las relaciones mercantiles —y, por
extensión— del mercado —también, en el mismo supuesto, del Estado—.
Esta era una tesis que Carlos Marx compartía con el anarquismo, y que,
es justo decirlo, está presente en el marxismo clásico, aunque en el
tomo III de El Capital surge la duda de si el «reino de la libertad» implicaría la superación definitiva del «reino de la necesidad».
Y
sobre el concepto de «modo de producción moderno»… En sus primeros
escritos Franz Hinkelammert usa ese término —«modo de producción
moderno»— para referirse tanto al capitalismo como al socialismo; y
para indicar que ambos, aunque de manera muy distinta, se basan en la
producción de mercancías. Esta idea fue transformada con el paso de las
décadas en otra idea que hoy en día está muy generalizada: que tanto el
socialismo como el capitalismo son parte de un proyecto de sociedad que
llamamos «Modernidad», que inicia hace unos 500 años y que tiene la
pretensión de constituir la sociedad a partir de los intereses egoístas
de los individuos o lo que Franz llama, el «cálculo propio de utilidad».
Quizás, en este sentido, el concepto de «modo de producción moderno»
debería reformularse, porque, en esa perspectiva no estaríamos de
acuerdo con la idea de que el socialismo también se constituye a partir
de los intereses individuales, pero sigue siendo un modo de producción
moderno si reconocemos que también se asienta en la producción de
mercancías.
La Tizza: Sobre
la base de lo que acabas de decir, en particular de la necesidad de las
relaciones mercantiles en el socialismo; ¿cómo fundamenta la distinción
entre «socialismo de mercado» y «socialismo con mercado»?
Henry Mora: Esa es una distinción muy importante; no es un asunto menor, ni de nomenclatura. El «socialismo de mercado»
fue una respuesta, ya vieja, que surgió de la discusión que hubo en los
años treinta del siglo xx sobre si era factible o no una sociedad
socialista. Los ultraliberales —estilo Hayek y von Misses— decían que
una economía socialista no era factible porque no era capaz de resolver
el problema del cálculo económico, que, desde su perspectiva, solo tenía
solución a través del mecanismo de los precios. Hubo economistas como
Oskar Lange —polaco, muy reconocido, quien tuvo una sólida formación en
economía neoclásica— que llegaron a la conclusión de que, en
definitiva, la formulación matemática de un sistema de mercados y un
sistema de planificación socialista son muy similares; ya que hay
ciertos indicadores en el sistema socialista que pueden desempeñar el
papel que cumplen los precios en el capitalismo, y esos indicadores
serían los «costos de oportunidad», un concepto que incluso la teoría
económica neoclásica luego adopta. Hay indicadores productivos que se
llaman «costos de oportunidad», que salen de los análisis matemáticos de
programación lineal —precios sombra—, y que da a entender que son
equivalentes a los precios de equilibrio de mercado, en un caso se
pueden obtener vía planificación, y en el otro caso se obtienen vía
competencia de mercados. Desde esta perspectiva, «precios de equilibrio»
y «costos de oportunidad» son, en realidad, similares. Eso fundamenta
en Lange la idea de una economía socialista de mercado. El problema que
tiene esa propuesta es que, en última instancia, el libre juego de los
mercados sigue prevaleciendo, aunque esas empresas tengan ahora otra
«naturaleza» —estatal, pública, socialista— lo cual no es una
distinción fundamental. El problema es que el libre juego de las fuerzas
del mercado sigue prevaleciendo con independencia del nombre que tengan
las empresas, «públicas» o «socialistas». Las tendencias
deshumanizantes que el mercado genera se van a desplegar ahí también; en
lugar de hacer un esfuerzo de ordenar los mercados bajo una lógica de
acumulación socialista con mercados y no socialismo de mercados. Esa
diferencia es importante, ¿por qué?, porque cuando prevalecen
condiciones muy precarias de reproducción de la vida hay una tentación
muy grande para «liberar» las fuerzas del mercado y con esa «liberación»
alcanzar algún «desarrollo» o rápido crecimiento que le permita a la
población rebasar los umbrales de la mera sobrevivencia. En fin,
«socialismo con mercados» es, si se quiere, una verdad de Perogrullo,
pero obliga a tener una teoría y una praxis de la intervención
sistemática del mercado de la que carecieron los socialismos del siglo
xx, y me temo que seguimos sin desarrollarla.
Ordenar
e intervenir de manera sistemática los mercados —desde el criterio de
la reproducción de la vida, no desde la lógica misma del mercado— es
crucial también para evitar o minimizar los riesgos de un resurgimiento
en el socialismo de estructuras e intereses de clase asociados a la
coordinación coactiva y ex post y a la necesidad de
impedir una nueva propiedad privativa. La posibilidad de atajar esas
tendencias del mercado a la creación de desequilibrios socioeconómicos
es mayor cuando hay una planificación del conjunto de la economía —mas
no una planificación de toda la economía, algo por lo demás imposible en
términos prácticos—. Por eso también es importante deshacernos de la
idea de que es posible planificar toda la economía, pretensión que
necesitaría de seres omniscientes, porque la cantidad de información que
se necesita es tan descomunal que solo un dios la puede conocer. Es por
ello que la «planificación perfecta» no puede existir, tiene ese
«pequeño» problema: no es factible. Los problemas de información, de
conocimiento y de adaptación de las decisiones se pueden resolver, de
manera parcial —se pueden mitigar, no resolver del todo— si tenemos
una verdadera planificación del conjunto de la economía, que no intente
planificarlo todo, pero tampoco puede ser una simple planificación
indicativa —al estilo socialdemócrata o al estilo de la planificación
que hicieron los países capitalistas después la Segunda Guerra Mundial—.
Si es una planificación indicativa volvemos a lo mismo que
criticábamos, es una planificación voluntaria sin capacidad real de
orientar el curso general de la economía. Por eso tiene que ser una
planificación donde, en efecto, haya un plan social nacional, estatal,
pero «desde abajo», que permita la existencia de las relaciones
mercantiles y de los mercados, siempre subordinados a las metas del
proyecto socialista. Esta idea es fundamental: mercados «subordinados» a
los objetivos del proyecto socialista. Esto es lo que decía Polanyi: el
mercado ha tenido la pretensión y la realización inaudita de que la
sociedad entera puede comportarse de acuerdo con los intereses del
cálculo egoísta, a partir de relaciones de oferta-precio-demanda; por
eso él decía que tenemos que lograr que el mercado sea reincrustado
dentro de la sociedad y dentro de la política. ¿Eso qué significa? Que
el mercado debe estar subordinado a la sociedad y a la política
democrática. Ahora bien, esa subordinación no puede ahogar los aspectos
positivos que el mercado tiene, no tiene sentido: ¿para qué vamos a
permitir la existencia de relaciones mercantiles si vamos a impedir que
los aspectos más favorables del mercado como pueden ser la innovación,
la creatividad, la diversificación productiva sean reprimidos? A lo que
hay que poner coto es a los aspectos que, en primer lugar, el mismo
liberalismo señaló como problemas de los mercados cuando estos funcionan
mal: hay que evitar monopolios, corrupción, privilegios, evitar desde
luego fraudes —en especial el fraude fiscal, el control fiscal sobre
estas empresas debe ser muy estricto eso es válido para cualquier
economía, no solo las socialistas—.
Hay
que poner coto, —y esto es fundamental— al surgimiento, al
crecimiento, a la expansión inevitable, pero controlable, de estratos
socioeconómicos diferenciados y a las desigualdades que necesariamente
el mercado crea. El surgimiento de esas desigualdades socioeconómicas
creo que es inevitable; lo que sí es evitable es que esas desigualdades
se transformen en una estructura de clases sociales, en nuevas formas de
propiedad privativa, con sus respectivos intereses de clases que solo
ocasionalmente coinciden con el bien común. Hay que poner a raya, poner
límites al crecimiento de esas desigualdades, y eso lo intentaron los
países socialistas. Allí se dieron cuenta que esas tendencias hacia las
desigualdades son inherentes en cualquier sociedad donde haya un espacio
importante, aunque subordinado a las relaciones mercantiles. Por
ejemplo, en China hay políticas muy claras contra la corrupción —al
grado de la pena de muerte—; y también hay políticas muy explícitas —por
lo menos escritas, otra cosa es lo que suceda en la práctica—
contra el crecimiento excesivo de las desigualdades: así era en los
primeros treinta años antes de 1980, con políticas muy claras para que
la desigualdad no pasara de ciertos umbrales. ¿Cómo se lograba? Poniendo
coto a los ingresos provenientes de la acumulación, vía impuestos; a la
propiedad, vía limitación a la extensión de la tierra; poniendo
restricciones a la salida de capital al extranjero, vía impuestos o con
controles más suaves… Hay muchas formas de evitar que esa creación de
estratos socioeconómicos explote; pero ello está en relación no ya con
la voluntad, sino con la capacidad política del gobierno y del pueblo de
hacer frente a esa realidad.
El control sobre la burocracia, en el socialismo, debe provenir de la soberanía popular.
La Tizza: Sin
embargo, en el caso de estos socialismos históricos, esa capacidad
política descansaba en un estrato social que era el funcionariado,
encargado de regir la economía, que se erigía en un grupo social
privilegiado: la burocracia. Muchas veces se ha impugnado que la
burocracia posea un estatus de clase social porque no aparece como
propietaria de los medios de producción, sino que solo los gestiona,
entre otras razones. ¿Cómo argumenta la naturaleza clasista de la
burocracia?
Henry Mora:
Se supone que la burocracia controla el aparato del Estado y la
operación de las relaciones mercantiles; pero ¿quién controla a la
burocracia? Nadie la controlaba, se «autocontrolaba», es decir, nadie.
La corrupción era generalizada. Recuerdo un hecho que me sucedió
mientras estudiaba hace muchos años en Holanda: un compañero chileno
hacía intentos para que su esposa, que había obtenido un título en una
universidad polaca finalmente se lo dieran, y no había forma; ¿qué
hizo?, ¡muy fácil!, se fue para Polonia, se llevó en la maleta cigarros,
azúcar, café, bebidas, un montón de cosas, algo de dinero; fue por toda
la cadena de quienes tenían que dar autorizaciones y todo el mundo le
pedía algo y así, de manera increíble, logró que le entregaran el
título. Esto te pone de manifiesto lo que he dicho: ¿qué control había
sobre la burocracia? ¡Ninguno, esta se autocontrolaba! Y eso genera los
problemas seriecísimos del burocratismo, la ineficiencia desbordada y la
corrupción, incluso obscena que existían en esos socialismos. Por eso
insisto en que el control debe provenir de la soberanía popular, porque,
de lo contrario ¿quién va a controlar a la burocracia? Si la burocracia
controla los medios de producción, si controla la coordinación de las
relaciones económicas; entonces es una clase social, aunque no tenga la
propiedad de los medios, es una clase porque al controlar los medios de
producción y de vida ostenta poderes de apropiación y poderes de
coordinación, los mismos que en cualquier sociedad dan origen a las
clases sociales con intereses particulares. En sentido amplio, es una
clase, aunque le llamemos «burocracia», «burguesía roja» o como se
quiera. Esas ideas no hay que hurgar mucho en Marx para encontrarlas —
aunque ni él ni Engels hayan podido referirse mucho al tema dado que,
como materialistas históricos ellos hicieron la crítica a la sociedad de
su tiempo, el capitalismo, al tiempo que avizoraban la necesidad
histórica de su superación. Este problema del autocontrol de la
burocracia del partido y del funcionariado, solo tiene solución, me
parece, desde el control que puede ejercer la soberanía popular y la
democracia socialista —que tiene, por demás, otras condiciones, otras
particularidades que son otros problemas—.
La Tizza: Entonces
su propuesta de un socialismo con mercados, que subordine las
relaciones mercantiles a un proyecto de sociedad, a la necesidad de un
plan, de un proyecto estratégico que no descansaría en una capa
dirigente… supone pensar la planificación de manera distinta.
Henry Mora:
Sí, así es… algunos le llaman «planificación desde abajo», como también
existe la «democracia desde abajo». Para Mao Zedong —y durante la
época de Mao en China había claridad en esto— se reconocía la
existencia de una contradicción entre pueblo y burocracia, y se decía
además, que esta contradicción puede devenir en contradicción
antagónica. Por eso había que hacer un esfuerzo constante para luchar
contra esa contradicción, para evitar que se volviera una contradicción
antagónica; y aunque Mao no hablaba de «clases sociales» en el
socialismo esa es una visión que se aproxima a lo que hemos planteado
Franz Hinkelammert y yo. Pues sí, en efecto, la planificación en todos
los países que hicieron revoluciones socialistas o se adhirieron al
sistema luego de la fundación de la URSS, fue copiada de la Unión
Soviética, con más o menos algunas adaptaciones. Y esa planificación
tenía un problema fundamental: era una planificación «desde arriba»,
estaba inserta en un esquema de planificación centralizada «desde
arriba», y eso fue parte del problema. Cuba adoptó esa estructura de
planificación, a pesar de la discusión de mediados de los años sesentas
sobre el humanismo del «hombre nuevo», aunque esa discusión nunca se
terminó. Hay que repensar la planificación y ya no puede ser esa
planificación centralizada y burocratizada que heredamos de la Unión
Soviética. Y no fue eso lo único que heredamos: también la concepción
sobre las empresas públicas y la supuesta sujeción a «las leyes
objetivas del socialismo». Con esa concepción queda anulada la
iniciativa personal e individual; aquella que Marx y Engels dejaron
claramente plasmada en el Manifiesto Comunista: «En
sustitución de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus
antagonismos de clase, surgirá una asociación en que el libre
desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre
desenvolvimiento de todos».
Quizás
podamos inventar nuevas formas de liberar esas innovaciones y esa
creatividad sin recurrir al mercado, tal como lo sugerí en el curso
cuando me referí a la coordinación voluntaria y ex ante del trabajo social, pero repito, sin pretender abolir por simple decreto las relaciones mercantiles.
Por
eso yo no recomiendo ninguna apertura hacia el mercado que no parta de
tener absoluta claridad de que los mercados, en efecto, por su
naturaleza intrínseca, por su inercia, generan constantes desequilibrios
intensos sobre las relaciones humanas y sobre las relaciones sociales.
En tal sentido, la crítica al mercado es un prerrequisito para poder
hacer una liberación de las relaciones mercantiles y que logre minimizar
el peligro del surgimiento de nuevas estructuras socioeconómicas y
clases sociales. La teoría económica no tiene mucho para ello. La teoría
económica neoclásica parte de la idea que existen mercados perfectos y
mercados imperfectos, pero eso no ayuda mucho. Tiene algunas ideas
básicas: por ejemplo, para que los mercados funcionen tiene que haber la
mayor cantidad posible de información, que esta sea lo más simétrica
posible, que fluya, que no haya monopolios, entre otras ideas. Pero más
allá de eso, es poco lo que aporta la teoría económica. Hay que hacer
una crítica al mercado desde una posición emancipadora, si no corremos
el riesgo altísimo de que los mercados liberados terminen reconstruyendo
el capitalismo.
Una teoría crítica de regulación de los mercados para el socialismo.
La Tizza: Sin
embargo, usted dijo que no tenemos, desde la teoría crítica, una teoría
de la regulación de los mercados. Eso pudo haber estado en la base de
lo que pasó en la URSS. Ahora bien, reconociendo esa realidad, le
pregunto qué elementos pudiera apuntar para esa teoría de la regulación
de los mercados.
Henry Mora:
La teoría económica ortodoxa por lo general reniega de la necesidad de
regular los mercados, porque sigue confiando en el mito de la mano
invisible. Existen puntos de vista heterodoxos sobre la regulación de
los mercados —keynesianos, postkeynesianos, neoinstitucionalistas,
etc.—, pero la intervención de los mercados que proponen es una
intervención desde la lógica misma de los mercados.
Una
teoría crítica de la intervención de los mercados debe situarse a
partir de otro punto de vista: el de la reproducción de la vida humana
y, por ende, de la naturaleza también.
En
primer lugar, hay que decir, de manera tajante, que hay áreas de la
economía y la sociedad que no son, bajo ningún concepto,
mercantilizables. El principio básico a tener en cuenta es, repito, la
reproducción de la vida humana. Siempre que las relaciones mercantiles
pongan en riesgo la vida humana y la reproducción de las condiciones de
la vida —lo que incluye la sustentabilidad de la naturaleza, de la
biosfera— es una señal clarísima de que se ha llevado la
mercantilización más allá de lo «racional». Por esa razón, hay áreas que
deben ser excluidas de las relaciones mercantiles. Yo he mencionado, al
parafrasear a Polanyi, el caso de los mal llamados mercados de trabajo
—que no es por casualidad que sea de los «mercados» más regulados en los
países capitalistas, no solo por el salario mínimo, sino también por
las condiciones y los derechos laborales—. Otra área es la propia
naturaleza: la mercantilización de la naturaleza —¡capital natural!—
conduce a su progresiva destrucción, ¿por qué?, porque la lógica
económica del mercantilismo y del mercado en general es depredatoria de
la naturaleza; no tiende a tomar en cuenta los costos de reproducción,
sino los costos de extracción y eso implica depredación y destrucción de
la naturaleza —hay otros argumentos relacionados con los distintos
tiempos de reproducción de los recursos y los ecosistemas vs la rotación
del capital—.
Hasta
hace unos años, era una idea aceptada, keynesiana por cierto, que los
Estados debían tener el monopolio de la creación del dinero, así fue
hasta hace unos treinta o cuarenta años. Sin embargo, luego vino el
ascenso del neoliberalismo y la eclosión financiera, se desregularon los
mercados, en especial los financieros y hoy son los bancos privados los
que regulan la creación del dinero; los bancos centrales no tienen
mayor papel en este proceso más que tratar de incidir vía la tasa de
interés. Polanyi insistía en que la desregulación —o la pretendida
«autorregulación»— del dinero y de las finanzas es un proceso que
también genera destrucción, en este caso, del aparato productivo, lo que
se asemeja a la tesis marxista de los vínculos entre el capital
productivo y el capital financiero. Y lo hemos visto, de manera
reciente, en las crisis en Estados Unidos y en Europa.
Desde
luego, además de las anteriores —el trabajo, la biosfera, la creación y
regulación del dinero— es fácil darse cuenta de otras áreas donde la
reproducción de la vida está en peligro si se permite su
mercantilización y su privatización. Es el caso del agua, es el caso de
la electricidad y la energía, el caso de la ingeniería genética que pone
en juego la manipulación del propio genoma humano orientado por la sed
de ganancias. ¿Y quién sabe qué puede salir de eso? Entonces hay áreas
en que hay que prohibir la mercantilización y la privatización. No
obstante, en algunos casos de los que he mencionado ya existe
mercantilización, o ha habido proyectos que han tenido que retroceder:
por ejemplo la privatización del agua —como se intentó en Bolivia, o se
quiere hacer, de manera velada, en El Salvador—. Hay áreas en las
que, de manera definitiva, el mercado tiene que ser prohibido, y la
producción y el suministro e tales bienes tiene que ser por la vía
pública o comunal.
Hay,
por otra parte, otros sectores de actividad económica en que la
regulación debe ser por escalas de gradación, y ese es el caso para la
mayoría de los bienes. Por ejemplo, usted entra en un supermercado de un
país capitalista y ve en los estantes veinte mil, veinticinco mil
bienes. La gran mayoría de esos bienes lo que requieren para su
producción y suministro son regulaciones menores de carácter laboral y
de carácter ambiental: las mínimas que se requieran para no expoliar la
naturaleza y para no mutilar la dignidad de la persona. Pero hay otros
casos, sobre todo las que tienen que ver con el uso de la tierra, en las
que se requiere o se necesita una intervención más activa del Estado,
del sector público, de la sociedad o de la comunidad —porque no todas
las regulaciones tienen que ser estatales, de hecho, un número
importante de prácticas sociales que se generan en las comunidades son
intervenciones al mercado, que no se generan desde el Estado—; en este
caso estoy hablando de la extensión de los latifundios, de la extensión
de la siembra de ciertos productos muy nocivos para la reproducción de
la fertilidad de la tierra —como se conocen algunos ya en América
Latina y el Caribe, como la piña en Costa Rica, una vivencia muy propia—
porque la gran cantidad de herbicidas, pesticidas que se necesitan
terminan convirtiendo la tierra en un desierto, tras la cosecha y
terminan contaminando los acuíferos. ¡Eso no se puede permitir! Si se
permite es porque el poder de las grandes corporaciones capitalistas se
impone sobre las necesarias regulaciones del Estado y, de manera
lastimosa, también muchas veces sobre la capacidad de movilización y
resistencia de las comunidades. De manera que hay distintos grados de
regulación de los mercados, que van desde regulaciones generales de
carácter laboral y ecológica hasta la suspensión misma. Pero carecemos
de una teoría que nos permita tener un ordenamiento de los mercados
coherente con la reproducción de la vida humana y con el rol de
abastecimiento de los bienes y servicios que el mercado puede ofrecer.
El capitalismo no explota trabajadores, explota trabajo y lo hace bajo cualquier forma que le sea posible.
La Tizza: Además
de esos niveles de regulación de que hablabas, en el curso mencionó
otras medidas para revertir los desequilibrios que crean los mercados:
se refirió a «socializar los mercados», «feminizar los mercados»,
«ecologizar los mercados». ¿Qué significa eso?
Henry Mora:
Marx estudió una forma de «discriminación» muy clara que el capitalismo
crea sobre las relaciones humanas: la discriminación social debida a la
relación entre el capital y el trabajo asalariado. Esa discriminación
—o desigualdad—, como Marx la estudia, surge de un proceso en el que,
en apariencia, se intercambia fuerza de trabajo por un salario en
condiciones de igualdad, pero que oculta en un proceso de explotación,
de extracción y apropiación de trabajo impago. Hay que generalizar esa
tesis de Marx, porque no solo existe esa discriminación entre el capital
y el trabajo asalariado, también hay otras formas de discriminación,
como las que la mercantilización y la fragmentación tecnológica provoca
sobre la naturaleza. El uso fragmentario de la tecnología es
consustancial a cualquier sistema de división social del trabajo, pero
bajo el capitalismo es un proceso compulsivo, ¿por qué es compulsivo?,
porque ocurre bajo la presión de la competencia entre empresas —«si no
lo hago yo, lo hace el otro y me va a sacar del mercado, porque va a ser
más competitivo que yo, va a vender a mejores precios que yo»—. La
presión que provoca el uso fragmentario de la tecnología sobre la
naturaleza es compulsiva bajo el capitalismo, al grado que en Hacia una economía para la vida,
Franz Hinkelammert y yo decimos que el cálculo económico capitalista es
un «cálculo de pirata». Se necesita un cambio significativo en el orden
mundial para poder cambiar ese sistema. Ha habido avances, pero muy
parciales, pequeños en el empeño de imponer límites a ese tipo de
actuación sobre la naturaleza. Por tanto, no solo hay que «socializar
los mercados», sino que hay que «ecologizar los mercados». Y cuando digo
«ecologizar» los mercados me refiero, en efecto, a los necesarios
controles determinantes sobre la forma en que el capital interviene en
la naturaleza, la tierra, los distintos ecosistemas, entre otros;
además, desde luego, sobre las relaciones humanas.
De
igual forma decimos «feminizar los mercados» porque otra discriminación
que crean las relaciones mercantiles, y en particular el capitalismo, y
que Marx no estudió —aunque estudió muy bien la del trabajo
asalariado-capital; es la discriminación contra las mujeres—. Hay un
proceso de expoliación de las mujeres que las obliga a trabajar doble o
triple sin ningún tipo de reconocimiento: en primer lugar, porque en
efecto realizan un trabajo imprescindible para la reproducción social; y
en segundo lugar, de que ese trabajo debe obtener alguna remuneración.
Eso ni es reconocido ni es visibilizado hasta ahora que se está
incorporando en las contabilidades nacionales de algunos países y en
encuestas sobre el uso del tiempo en los hogares, en las cuales sale lo
que todos sabemos que va a salir: que en promedio el 70 % del trabajo en
los hogares lo hacen las mujeres. Esa discriminación de género y de
sexo, si bien es cierto que está emparentada con el patriarcado no es un
asunto exclusivo del patriarcado, es producto de la propia naturaleza
del capital. El capitalismo necesita hacer descansar la reproducción del
trabajo asalariado en el núcleo del hogar y, por tanto, en otra clase
de trabajo no retribuido, y así como hace descansar la explotación del
trabajo asalariado en trabajo no retribuido, lo mismo pasa con el
trabajo no retribuido de la mujer en el hogar. Es por tanto otra forma
de explotación. El capitalismo lo hace porque necesita que el núcleo
familiar funcione y se reproduzca y para eso necesita a las mujeres
trabajando y sin paga, y sin conocimiento siquiera de esta condición.
Y
es que el capitalismo no explota trabajadores, explota trabajo y lo
hace bajo cualquier forma: trabajo obrero, trabajo campesino, trabajo
infantil, trabajo femenino, trabajo bajo servidumbre. La forma corporal
es casi indiferente, aunque en términos históricos ha predominado la
forma asalariada. Esa es la savia del capitalismo, sin explotación de
trabajo no hay posibilidades de acumulación. Sin plusvalor no hay
posibilidad de explotación y eso descansa en el poder creativo y
productivo del trabajo humano. No solo en el trabajador de la fábrica,
incluye a las mujeres, al campesino, a los niños que trabajan en la
calle y se relaciona con aquello que mencionábamos antes: los costos de
extracción como base del cálculo económico capitalista. Esas tres formas
de intervención sistemática sobre el mercado: vía socialización, vía
feminización, vía ecologización son fundamentales si queremos que los
mercados tengan o cumplan ciertas funciones provechosas a los efectos de
hacer crecer la base productiva de la sociedad y el abastecimiento de
bienes, pero limitando al máximo los efectos perniciosos que genera.
La acumulación socialista implica revertir el subdesarrollo y el desequilibrio del espacio.
La Tizza: ¿Qué distingue al proceso de «acumulación socialista» como parte de un proyecto de socialismo con mercados?
Henry Mora:
En las charlas yo definía el proceso de acumulación socialista como un
período que se puede identificar en las distintas experiencias de los
socialismos en el siglo XX. Acumulación no en el sentido de «acumulación
originaria» —aunque la experiencia de la colectivización forzosa
impulsada por Stalin tuvo algunos rasgos similares a la «acumulación
originaria» ocurrida en Inglaterra, y que Marx estudia en el capítulo
XXIV de El Capital—; sino en el sentido de una
estrategia de revertir el subdesarrollo —categoría que solo tienen
sentido en el marco de la expansión del capitalismo mundial— creado a
partir de una relación desequilibrada en el espacio económico entre
países de distintas características tecnológicas y económicas en el
mercado mundial —desarrollo desigual—.
Revertir
el subdesarrollo es, en primera instancia, introducir a los países
socialistas en un proceso de “industrialización” que termine con el
círculo perverso en el que los países de menor desarrollo, pobres,
dependientes, subdesarrollados, se limitan a exportar materias primas
con un mínimo de elaboración; mientras que los países ricos nos exportan
bienes manufacturados. ¿Cuál es el problema con esto que no capta la
teoría de la ventaja comparativa? ¿Por qué es un problema exportar
materias primas sin valor agregado o, en general productos de menos
intensidad e innovación tecnológica? Porque si usted no elabora la
materia prima, no crea el empleo que se crearía al elaborar esa materia
prima; y esos empleos se transfieren, ¿a dónde?, a los centros
económicos, donde sí se elaboran esas materias primas. Eso explica parte
del desempleo estructural que ostentan los países de América Latina y
el Caribe, cuyo vínculo con el comercio internacional se ha concentrado
en exportar materias primas sin mayor grado de elaboración. Por otra
parte, si no hay elaboración de materias primas, tampoco hay necesidad
de diseñar, innovar y aplicar las tecnologías para la elaboración de
esas materias primas; por lo que los países que solo exportan materias
primas (y en general, repito, productos de baja intensidad e innovación
tecnológica)no tienen ninguna capacidad de desarrollo tecnológico
autóctono, como no sea transformar materia bruta en materia prima; y eso
es un problema bastante serio para la dinámica económica en un orden
internacional dominado en su casi totalidad por relaciones capitalistas
de producción y de clase.
Lo
anterior implica reconocer que necesitamos una teoría del desequilibrio
en el espacio, pues son estos desequilibrios los que hacen surgir zonas
periféricas desequilibradas y, como en América Latina, zonas
periféricas subdesarrolladas. De manera que el problema fundamental del
subdesarrollo no es la dependencia, sino el desequilibrio en el espacio,
el cual fue creado por el capitalismo mundial durante su proceso de
industrialización. Son estos desequilibrios los que explican la división
del espacio económico mundial en zonas centrales y zonas periféricas
subdesarrolladas. Por razones diversas, Inglaterra fue el centro
inicial, pero luego surgieron otros centros como negativa a convertirse
en periferias de la industrialización inglesa, pero ese no fue el caso
de América Latina. Cuando a mediados del siglo 19 América Latina creía
estar dando el paso hacia el desarrollo, en realidad estaba dando el
primer paso hacia el subdesarrollo.
Por
este motivo yo insistía en que, hoy en día, la estrategia para países
pequeños como Cuba, la estrategia de acumulación no puede consistir en
concentrarse en el sector de medios de producción, sino en el sector de
medios de reproducción, es decir, en una estructura de las inversiones
que otorgue prioridad al sector donde se genera la investigación, la
innovación y la tecnología de punta, con ciertos atenuantes propios para
un país pequeño, como garantizar la soberanía alimentaria, hídrica y
energética. Solo por ese camino podríamos construir un curso de acción
autónomo en nuestro desarrollo.
Las utopías serán siempre necesarias: la utopía de Marx de una convivencia perfecta sigue siendo pertinente.
La Tizza: Hemos
leído de usted una crítica aguda a los intentos de implantar en la
realidad conceptos de orden espontáneo, trascendentales, que no
pertenecen a las coordenadas espacio temporales reales, o de aproximarse
de manera asintótica a ellos, a conceptos como pueden ser la
«planificación perfecta», la «regulación comunista perfecta». Aunque
pueda parecer una crítica a las utopías, y al papel de las utopías en
los procesos de transformación revolucionaria de la sociedad, yo creo
que no, que no es eso lo quiere decir, pero quisiera indagar entonces,
¿qué papel tienen las utopías en la manera que usted y Hinkelammert
conciben la economía para la vida?
Henry Mora:
Los conceptos límites, de orden trascendental no son conceptos que la
ciencia social crítica deba desechar. Lo que ha sido peligroso,
contraproducente e incluso terrible, ha sido la pretensión, en algunos
casos históricos, de su instauración directa por cálculos aproximados,
pero para nada son conceptos desechables, menos cuando se relacionan con
ideas humanistas como el comunismo de Marx o la idea de la convivencia
perfecta o el buen vivir. Hay que diferenciar entre los utopismos y las
utopías. Los primeros se refieren a esas propuestas que intentan
acercarse como decías tú, de manera asintótica, o por aproximación
instrumentalmente calculada a la realización de esos fines. Eso casi
siempre termina en proyectos totalitarios, por ejemplo, en la Unión
Soviética con la transformación del socialismo en un socialismo de
Estado autocrático y burocrático; o lo podemos ver con el intento nazi
de constituir una raza pura —la aria, supuestamente, aunque «raza»
humana solo hay una—. Son utopismos criticables en toda su pretensión
desde esta perspectiva.
Al
contrario, las utopías son estrictamente necesarias, aunque no se
puedan alcanzar, porque son, en efecto, las ideas regulativas —como
decía Kant— que permiten marcar un horizonte para hacer camino al
andar. Sin utopías nos anclaríamos en el presente, y en este sentido la
utopía de Marx de una convivencia perfecta sigue siendo absolutamente
pertinente, sin lugar a duda. Es, como dice Hinkelammert, la «ausencia
presente» que nos guía hacia lo imposible, aunque ese imposible no se
pueda lograr. Una frase parecida le gustaba repetir al Che Guevara: «Seamos realistas, soñemos lo imposible».
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