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miércoles, 3 de julio de 2019

"Socialismo con mercados": subordinar el mercado a un proyecto social de reproducción ampliada de la vida

Entrevista a Henry Mora Jiménez
La Tizza

Un proyecto socialista que sea crítico del mercado, pero que no se proponga abolirlo —pues el siglo XX ha mostrado el precio histórico de ese utopismo abolicionista—; una descripción del capitalismo como un sistema de explotación del trabajo y de depredación de la naturaleza y de pauperización de la dignidad de las personas, en especial de las mujeres; la necesidad de una teoría crítica de regulación socialista de los mercados y el papel de las utopías en el pensamiento de izquierda contemporáneo fueron algunos de los temas abordados por el profesor costarricense Henry Mora en conversación con La Tizza. 

¿Socialismo con mercados o socialismo de mercado?

La Tizza (LT): Vamos a partir del título mismo del curso que acaba de impartir, «Socialismo con mercados»: el socialismo es un término polisémico, debido a su propia historia, a lo que se ha identificado como «socialista». Su uso ha abarcado a una amplia diversidad de movimientos, instituciones, partidos políticos, revoluciones y revolucionarios… En ese sentido, nos interesaría que nos explique cómo entiende un «proyecto socialista de sociedad» y la manera en que asume la definición de Franz Hinkelammert del socialismo como un «modo de producción moderno».
Henry Mora (HM): En nuestro libro conjunto, Hacia una Economía para la vida, Franz y yo proponemos que lo que en realidad define el carácter «socialista» de las relaciones de producción es la libertad efectiva de actuar en contra de la lógica de las relaciones mercantiles y de orientar su acción hacia la racionalidad económica reproductiva. La lógica totalizante de las relaciones mercantiles conduce hacia la irracionalidad económica, y solo el carácter «socialista» de las relaciones de producción es capaz de lograr una orientación racional. Más aun, el «socialismo» es la sociedad que, de manera consciente, reconoce y lucha contra los efectos enajenantes de la institucionalización de las relaciones humanas, no solo la producida por el mercado. Para entender esto, hay que partir de la idea de que no puede haber «no-institucionalización»; ya que únicamente bajo un concepto trascendental de orden espontáneo habría no institucionalización, lo que habría sería espontaneidad pura, relaciones humanas subjetivas puras sin ningún tipo de objetivación… pero eso es un mundo trascendental que llamamos orden espontáneo; sin embargo, en la realidad a lo que nos enfrentamos es al desorden espontáneo. Y es de esta dialéctica entre orden espontaneo —concepto trascendental— y desorden espontáneo —abstracción real— de donde se produce, se tiene que producir, la institucionalización de las relaciones humanas. Por eso las instituciones tienen un lado positivo, al permitir —sin estar garantizado— un equilibrio entre el orden y el desorden.
¡Ah! Lo que sucede es que ese ordenamiento —o intento de poner orden en las relaciones inter humanas para evitar el caos— tiene consecuencias, a veces consecuencias irremediables: tiene que ver con la constante enajenación y fetichización de esas instituciones en la subjetividad humana. Esas son las razones que nos llevan a definir una sociedad socialista como una sociedad que; en primer lugar, tiene consciencia de que, en efecto, tal proceso de fetichización y enajenación existe —y es consustancial a la dialéctica de la historia, y que se trata, incluso de una dialéctica trascendental—; y que, además, tiene que luchar, de manera permanente contra esos efectos de enajenación y fetichización. Es una dialéctica obviamente contradictoria porque no podemos vivir sin institucionalización, pero tampoco sin estar, de manera constante, criticando y rebelándonos contra los efectos enajenantes de la institucionalización. De modo particular en el socialismo, hay un tipo específico de institucionalización, que lo definió en su origen: la lucha contra la institucionalización de los efectos del mercado. Desde esa perspectiva, una sociedad socialista es una sociedad que busca, de modo consciente, trascender las limitaciones al desarrollo humano provocado por la fetichizaciónde las relaciones mercantiles, de los efectos del mercado; y, al intentar esta trascendencia (que es una trascendencia en la inmanencia, no “en el más allá”), no puede caer en la tentación o en la ilusión trascendental de que esas relaciones mercantiles —y el mercado, por extensión— pueden ser simplemente abolidas por un mero acto de voluntad.
Es en ese sentido que la crítica del mercado y del capitalismo que aparece en Hacia una economía para la vida, es una crítica radical, porque no nos andamos con cortapisas en relación con los efectos entrópicos del mercado —aunque a veces se confunden con efectos que son más generales, como es el caso en el uso fragmentario de la tecnología, que es propio de todos los sistemas de división social del trabajo con coordinación coactiva y ex post, no solo de las relaciones mercantiles—; a la vez que reconocemos el papel que han desempeñado en la historia las relaciones mercantiles y que ubicamos su inicio —tal como de manera muy temprana lo afirmó Franz Hinkelammert—, en la creciente complejidad de las sociedades y los problemas asociados a la resolución de un problema de falta de información; de ahí que resulte paradójico estudiar los mercados a partir del concepto de «mercados perfectos», lo que supone conocimiento perfecto, cuando los mercados surgen precisamente para lidiar con problemas de falta de información en las relaciones inter humanas. Por tampoco se trata de una crítica abolicionista: el mercado o las relaciones mercantiles tienen que desempeñar un papel muy diferente en el socialismo en relación con el capitalismo; y eso con las diferenciaciones muy claras que expusimos en el curso: por ejemplo, la diferencia entre propiedad privada y propiedad privativa. No estamos hablando, desde esta concepción del papel de los mercados en el socialismo, de un régimen de propiedad privativa, es decir, un régimen de propiedad con monopolio de los medios de producción y de los medios de vida. Una sociedad, un proyecto socialista que acepte —ya que, en efecto, en la práctica real no ha habido posibilidad de no hacerlo— la existencia de relaciones mercantiles, pero que no acepte que la propiedad que ordene las relaciones sociales o la economía, sea una de propiedad privativa, tal como sí ocurre en el capitalismo. El ordenamiento de los mercados es un asunto esencial; tanto, que la incapacidad para ordenar los mercados fue una de las razones —una, reitero— que llevó al colapso del socialismo en la URSS. ¿Por qué? Porque si bien en la práctica se aceptaba la coexistencia de las relaciones mercantiles con la planificación —no había de otra—, en la teoría había una tendencia a negarlas, a pensar que esa existencia era un «residuo», una «reminiscencia» del pasado, un «mal necesario», que en algún momento —más pronto que tarde— tendría que terminar: esa era la tesis de la «abolición» de las relaciones mercantiles —y, por extensión— del mercado —también, en el mismo supuesto, del Estado—. Esta era una tesis que Carlos Marx compartía con el anarquismo, y que, es justo decirlo, está presente en el marxismo clásico, aunque en el tomo III de El Capital surge la duda de si el «reino de la libertad» implicaría la superación definitiva del «reino de la necesidad».
Y sobre el concepto de «modo de producción moderno»… En sus primeros escritos Franz Hinkelammert usa ese término —«modo de producción moderno»— para referirse tanto al capitalismo como al socialismo; y para indicar que ambos, aunque de manera muy distinta, se basan en la producción de mercancías. Esta idea fue transformada con el paso de las décadas en otra idea que hoy en día está muy generalizada: que tanto el socialismo como el capitalismo son parte de un proyecto de sociedad que llamamos «Modernidad», que inicia hace unos 500 años y que tiene la pretensión de constituir la sociedad a partir de los intereses egoístas de los individuos o lo que Franz llama, el «cálculo propio de utilidad». Quizás, en este sentido, el concepto de «modo de producción moderno» debería reformularse, porque, en esa perspectiva no estaríamos de acuerdo con la idea de que el socialismo también se constituye a partir de los intereses individuales, pero sigue siendo un modo de producción moderno si reconocemos que también se asienta en la producción de mercancías.
La Tizza: Sobre la base de lo que acabas de decir, en particular de la necesidad de las relaciones mercantiles en el socialismo; ¿cómo fundamenta la distinción entre «socialismo de mercado» y «socialismo con mercado»?
Henry Mora: Esa es una distinción muy importante; no es un asunto menor, ni de nomenclatura. El «socialismo de mercado» fue una respuesta, ya vieja, que surgió de la discusión que hubo en los años treinta del siglo xx sobre si era factible o no una sociedad socialista. Los ultraliberales —estilo Hayek y von Misses— decían que una economía socialista no era factible porque no era capaz de resolver el problema del cálculo económico, que, desde su perspectiva, solo tenía solución a través del mecanismo de los precios. Hubo economistas como Oskar Lange —polaco, muy reconocido, quien tuvo una sólida formación en economía neoclásica— que llegaron a la conclusión de que, en definitiva, la formulación matemática de un sistema de mercados y un sistema de planificación socialista son muy similares; ya que hay ciertos indicadores en el sistema socialista que pueden desempeñar el papel que cumplen los precios en el capitalismo, y esos indicadores serían los «costos de oportunidad», un concepto que incluso la teoría económica neoclásica luego adopta. Hay indicadores productivos que se llaman «costos de oportunidad», que salen de los análisis matemáticos de programación lineal —precios sombra—, y que da a entender que son equivalentes a los precios de equilibrio de mercado, en un caso se pueden obtener vía planificación, y en el otro caso se obtienen vía competencia de mercados. Desde esta perspectiva, «precios de equilibrio» y «costos de oportunidad» son, en realidad, similares. Eso fundamenta en Lange la idea de una economía socialista de mercado. El problema que tiene esa propuesta es que, en última instancia, el libre juego de los mercados sigue prevaleciendo, aunque esas empresas tengan ahora otra «naturaleza» —estatal, pública, socialista— lo cual no es una distinción fundamental. El problema es que el libre juego de las fuerzas del mercado sigue prevaleciendo con independencia del nombre que tengan las empresas, «públicas» o «socialistas». Las tendencias deshumanizantes que el mercado genera se van a desplegar ahí también; en lugar de hacer un esfuerzo de ordenar los mercados bajo una lógica de acumulación socialista con mercados y no socialismo de mercados. Esa diferencia es importante, ¿por qué?, porque cuando prevalecen condiciones muy precarias de reproducción de la vida hay una tentación muy grande para «liberar» las fuerzas del mercado y con esa «liberación» alcanzar algún «desarrollo» o rápido crecimiento que le permita a la población rebasar los umbrales de la mera sobrevivencia. En fin, «socialismo con mercados» es, si se quiere, una verdad de Perogrullo, pero obliga a tener una teoría y una praxis de la intervención sistemática del mercado de la que carecieron los socialismos del siglo xx, y me temo que seguimos sin desarrollarla.
Ordenar e intervenir de manera sistemática los mercados —desde el criterio de la reproducción de la vida, no desde la lógica misma del mercado— es crucial también para evitar o minimizar los riesgos de un resurgimiento en el socialismo de estructuras e intereses de clase asociados a la coordinación coactiva y ex post y a la necesidad de impedir una nueva propiedad privativa. La posibilidad de atajar esas tendencias del mercado a la creación de desequilibrios socioeconómicos es mayor cuando hay una planificación del conjunto de la economía —mas no una planificación de toda la economía, algo por lo demás imposible en términos prácticos—. Por eso también es importante deshacernos de la idea de que es posible planificar toda la economía, pretensión que necesitaría de seres omniscientes, porque la cantidad de información que se necesita es tan descomunal que solo un dios la puede conocer. Es por ello que la «planificación perfecta» no puede existir, tiene ese «pequeño» problema: no es factible. Los problemas de información, de conocimiento y de adaptación de las decisiones se pueden resolver, de manera parcial —se pueden mitigar, no resolver del todo— si tenemos una verdadera planificación del conjunto de la economía, que no intente planificarlo todo, pero tampoco puede ser una simple planificación indicativa —al estilo socialdemócrata o al estilo de la planificación que hicieron los países capitalistas después la Segunda Guerra Mundial—. Si es una planificación indicativa volvemos a lo mismo que criticábamos, es una planificación voluntaria sin capacidad real de orientar el curso general de la economía. Por eso tiene que ser una planificación donde, en efecto, haya un plan social nacional, estatal, pero «desde abajo», que permita la existencia de las relaciones mercantiles y de los mercados, siempre subordinados a las metas del proyecto socialista. Esta idea es fundamental: mercados «subordinados» a los objetivos del proyecto socialista. Esto es lo que decía Polanyi: el mercado ha tenido la pretensión y la realización inaudita de que la sociedad entera puede comportarse de acuerdo con los intereses del cálculo egoísta, a partir de relaciones de oferta-precio-demanda; por eso él decía que tenemos que lograr que el mercado sea reincrustado dentro de la sociedad y dentro de la política. ¿Eso qué significa? Que el mercado debe estar subordinado a la sociedad y a la política democrática. Ahora bien, esa subordinación no puede ahogar los aspectos positivos que el mercado tiene, no tiene sentido: ¿para qué vamos a permitir la existencia de relaciones mercantiles si vamos a impedir que los aspectos más favorables del mercado como pueden ser la innovación, la creatividad, la diversificación productiva sean reprimidos? A lo que hay que poner coto es a los aspectos que, en primer lugar, el mismo liberalismo señaló como problemas de los mercados cuando estos funcionan mal: hay que evitar monopolios, corrupción, privilegios, evitar desde luego fraudes —en especial el fraude fiscal, el control fiscal sobre estas empresas debe ser muy estricto eso es válido para cualquier economía, no solo las socialistas—.
Hay que poner coto, —y esto es fundamental— al surgimiento, al crecimiento, a la expansión inevitable, pero controlable, de estratos socioeconómicos diferenciados y a las desigualdades que necesariamente el mercado crea. El surgimiento de esas desigualdades socioeconómicas creo que es inevitable; lo que sí es evitable es que esas desigualdades se transformen en una estructura de clases sociales, en nuevas formas de propiedad privativa, con sus respectivos intereses de clases que solo ocasionalmente coinciden con el bien común. Hay que poner a raya, poner límites al crecimiento de esas desigualdades, y eso lo intentaron los países socialistas. Allí se dieron cuenta que esas tendencias hacia las desigualdades son inherentes en cualquier sociedad donde haya un espacio importante, aunque subordinado a las relaciones mercantiles. Por ejemplo, en China hay políticas muy claras contra la corrupción —al grado de la pena de muerte—; y también hay políticas muy explícitas —por lo menos escritas, otra cosa es lo que suceda en la práctica— contra el crecimiento excesivo de las desigualdades: así era en los primeros treinta años antes de 1980, con políticas muy claras para que la desigualdad no pasara de ciertos umbrales. ¿Cómo se lograba? Poniendo coto a los ingresos provenientes de la acumulación, vía impuestos; a la propiedad, vía limitación a la extensión de la tierra; poniendo restricciones a la salida de capital al extranjero, vía impuestos o con controles más suaves… Hay muchas formas de evitar que esa creación de estratos socioeconómicos explote; pero ello está en relación no ya con la voluntad, sino con la capacidad política del gobierno y del pueblo de hacer frente a esa realidad.

El control sobre la burocracia, en el socialismo, debe provenir de la soberanía popular.

La Tizza: Sin embargo, en el caso de estos socialismos históricos, esa capacidad política descansaba en un estrato social que era el funcionariado, encargado de regir la economía, que se erigía en un grupo social privilegiado: la burocracia. Muchas veces se ha impugnado que la burocracia posea un estatus de clase social porque no aparece como propietaria de los medios de producción, sino que solo los gestiona, entre otras razones. ¿Cómo argumenta la naturaleza clasista de la burocracia?
Henry Mora: Se supone que la burocracia controla el aparato del Estado y la operación de las relaciones mercantiles; pero ¿quién controla a la burocracia? Nadie la controlaba, se «autocontrolaba», es decir, nadie. La corrupción era generalizada. Recuerdo un hecho que me sucedió mientras estudiaba hace muchos años en Holanda: un compañero chileno hacía intentos para que su esposa, que había obtenido un título en una universidad polaca finalmente se lo dieran, y no había forma; ¿qué hizo?, ¡muy fácil!, se fue para Polonia, se llevó en la maleta cigarros, azúcar, café, bebidas, un montón de cosas, algo de dinero; fue por toda la cadena de quienes tenían que dar autorizaciones y todo el mundo le pedía algo y así, de manera increíble, logró que le entregaran el título. Esto te pone de manifiesto lo que he dicho: ¿qué control había sobre la burocracia? ¡Ninguno, esta se autocontrolaba! Y eso genera los problemas seriecísimos del burocratismo, la ineficiencia desbordada y la corrupción, incluso obscena que existían en esos socialismos. Por eso insisto en que el control debe provenir de la soberanía popular, porque, de lo contrario ¿quién va a controlar a la burocracia? Si la burocracia controla los medios de producción, si controla la coordinación de las relaciones económicas; entonces es una clase social, aunque no tenga la propiedad de los medios, es una clase porque al controlar los medios de producción y de vida ostenta poderes de apropiación y poderes de coordinación, los mismos que en cualquier sociedad dan origen a las clases sociales con intereses particulares. En sentido amplio, es una clase, aunque le llamemos «burocracia», «burguesía roja» o como se quiera. Esas ideas no hay que hurgar mucho en Marx para encontrarlas — aunque ni él ni Engels hayan podido referirse mucho al tema dado que, como materialistas históricos ellos hicieron la crítica a la sociedad de su tiempo, el capitalismo, al tiempo que avizoraban la necesidad histórica de su superación. Este problema del autocontrol de la burocracia del partido y del funcionariado, solo tiene solución, me parece, desde el control que puede ejercer la soberanía popular y la democracia socialista —que tiene, por demás, otras condiciones, otras particularidades que son otros problemas—.
La Tizza: Entonces su propuesta de un socialismo con mercados, que subordine las relaciones mercantiles a un proyecto de sociedad, a la necesidad de un plan, de un proyecto estratégico que no descansaría en una capa dirigente… supone pensar la planificación de manera distinta.
Henry Mora: Sí, así es… algunos le llaman «planificación desde abajo», como también existe la «democracia desde abajo». Para Mao Zedong —y durante la época de Mao en China había claridad en esto— se reconocía la existencia de una contradicción entre pueblo y burocracia, y se decía además, que esta contradicción puede devenir en contradicción antagónica. Por eso había que hacer un esfuerzo constante para luchar contra esa contradicción, para evitar que se volviera una contradicción antagónica; y aunque Mao no hablaba de «clases sociales» en el socialismo esa es una visión que se aproxima a lo que hemos planteado Franz Hinkelammert y yo. Pues sí, en efecto, la planificación en todos los países que hicieron revoluciones socialistas o se adhirieron al sistema luego de la fundación de la URSS, fue copiada de la Unión Soviética, con más o menos algunas adaptaciones. Y esa planificación tenía un problema fundamental: era una planificación «desde arriba», estaba inserta en un esquema de planificación centralizada «desde arriba», y eso fue parte del problema. Cuba adoptó esa estructura de planificación, a pesar de la discusión de mediados de los años sesentas sobre el humanismo del «hombre nuevo», aunque esa discusión nunca se terminó. Hay que repensar la planificación y ya no puede ser esa planificación centralizada y burocratizada que heredamos de la Unión Soviética. Y no fue eso lo único que heredamos: también la concepción sobre las empresas públicas y la supuesta sujeción a «las leyes objetivas del socialismo». Con esa concepción queda anulada la iniciativa personal e individual; aquella que Marx y Engels dejaron claramente plasmada en el Manifiesto Comunista: «En sustitución de la antigua sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, surgirá una asociación en que el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos».
Quizás podamos inventar nuevas formas de liberar esas innovaciones y esa creatividad sin recurrir al mercado, tal como lo sugerí en el curso cuando me referí a la coordinación voluntaria y ex ante del trabajo social, pero repito, sin pretender abolir por simple decreto las relaciones mercantiles.
Por eso yo no recomiendo ninguna apertura hacia el mercado que no parta de tener absoluta claridad de que los mercados, en efecto, por su naturaleza intrínseca, por su inercia, generan constantes desequilibrios intensos sobre las relaciones humanas y sobre las relaciones sociales. En tal sentido, la crítica al mercado es un prerrequisito para poder hacer una liberación de las relaciones mercantiles y que logre minimizar el peligro del surgimiento de nuevas estructuras socioeconómicas y clases sociales. La teoría económica no tiene mucho para ello. La teoría económica neoclásica parte de la idea que existen mercados perfectos y mercados imperfectos, pero eso no ayuda mucho. Tiene algunas ideas básicas: por ejemplo, para que los mercados funcionen tiene que haber la mayor cantidad posible de información, que esta sea lo más simétrica posible, que fluya, que no haya monopolios, entre otras ideas. Pero más allá de eso, es poco lo que aporta la teoría económica. Hay que hacer una crítica al mercado desde una posición emancipadora, si no corremos el riesgo altísimo de que los mercados liberados terminen reconstruyendo el capitalismo.

Una teoría crítica de regulación de los mercados para el socialismo.

La Tizza: Sin embargo, usted dijo que no tenemos, desde la teoría crítica, una teoría de la regulación de los mercados. Eso pudo haber estado en la base de lo que pasó en la URSS. Ahora bien, reconociendo esa realidad, le pregunto qué elementos pudiera apuntar para esa teoría de la regulación de los mercados.
Henry Mora: La teoría económica ortodoxa por lo general reniega de la necesidad de regular los mercados, porque sigue confiando en el mito de la mano invisible. Existen puntos de vista heterodoxos sobre la regulación de los mercados —keynesianos, postkeynesianos, neoinstitucionalistas, etc.—, pero la intervención de los mercados que proponen es una intervención desde la lógica misma de los mercados.
Una teoría crítica de la intervención de los mercados debe situarse a partir de otro punto de vista: el de la reproducción de la vida humana y, por ende, de la naturaleza también.
En primer lugar, hay que decir, de manera tajante, que hay áreas de la economía y la sociedad que no son, bajo ningún concepto, mercantilizables. El principio básico a tener en cuenta es, repito, la reproducción de la vida humana. Siempre que las relaciones mercantiles pongan en riesgo la vida humana y la reproducción de las condiciones de la vida —lo que incluye la sustentabilidad de la naturaleza, de la biosfera— es una señal clarísima de que se ha llevado la mercantilización más allá de lo «racional». Por esa razón, hay áreas que deben ser excluidas de las relaciones mercantiles. Yo he mencionado, al parafrasear a Polanyi, el caso de los mal llamados mercados de trabajo —que no es por casualidad que sea de los «mercados» más regulados en los países capitalistas, no solo por el salario mínimo, sino también por las condiciones y los derechos laborales—. Otra área es la propia naturaleza: la mercantilización de la naturaleza —¡capital natural!— conduce a su progresiva destrucción, ¿por qué?, porque la lógica económica del mercantilismo y del mercado en general es depredatoria de la naturaleza; no tiende a tomar en cuenta los costos de reproducción, sino los costos de extracción y eso implica depredación y destrucción de la naturaleza —hay otros argumentos relacionados con los distintos tiempos de reproducción de los recursos y los ecosistemas vs la rotación del capital—.
Hasta hace unos años, era una idea aceptada, keynesiana por cierto, que los Estados debían tener el monopolio de la creación del dinero, así fue hasta hace unos treinta o cuarenta años. Sin embargo, luego vino el ascenso del neoliberalismo y la eclosión financiera, se desregularon los mercados, en especial los financieros y hoy son los bancos privados los que regulan la creación del dinero; los bancos centrales no tienen mayor papel en este proceso más que tratar de incidir vía la tasa de interés. Polanyi insistía en que la desregulación —o la pretendida «autorregulación»— del dinero y de las finanzas es un proceso que también genera destrucción, en este caso, del aparato productivo, lo que se asemeja a la tesis marxista de los vínculos entre el capital productivo y el capital financiero. Y lo hemos visto, de manera reciente, en las crisis en Estados Unidos y en Europa.
Desde luego, además de las anteriores —el trabajo, la biosfera, la creación y regulación del dinero— es fácil darse cuenta de otras áreas donde la reproducción de la vida está en peligro si se permite su mercantilización y su privatización. Es el caso del agua, es el caso de la electricidad y la energía, el caso de la ingeniería genética que pone en juego la manipulación del propio genoma humano orientado por la sed de ganancias. ¿Y quién sabe qué puede salir de eso? Entonces hay áreas en que hay que prohibir la mercantilización y la privatización. No obstante, en algunos casos de los que he mencionado ya existe mercantilización, o ha habido proyectos que han tenido que retroceder: por ejemplo la privatización del agua —como se intentó en Bolivia, o se quiere hacer, de manera velada, en El Salvador—. Hay áreas en las que, de manera definitiva, el mercado tiene que ser prohibido, y la producción y el suministro e tales bienes tiene que ser por la vía pública o comunal.
Hay, por otra parte, otros sectores de actividad económica en que la regulación debe ser por escalas de gradación, y ese es el caso para la mayoría de los bienes. Por ejemplo, usted entra en un supermercado de un país capitalista y ve en los estantes veinte mil, veinticinco mil bienes. La gran mayoría de esos bienes lo que requieren para su producción y suministro son regulaciones menores de carácter laboral y de carácter ambiental: las mínimas que se requieran para no expoliar la naturaleza y para no mutilar la dignidad de la persona. Pero hay otros casos, sobre todo las que tienen que ver con el uso de la tierra, en las que se requiere o se necesita una intervención más activa del Estado, del sector público, de la sociedad o de la comunidad —porque no todas las regulaciones tienen que ser estatales, de hecho, un número importante de prácticas sociales que se generan en las comunidades son intervenciones al mercado, que no se generan desde el Estado—; en este caso estoy hablando de la extensión de los latifundios, de la extensión de la siembra de ciertos productos muy nocivos para la reproducción de la fertilidad de la tierra —como se conocen algunos ya en América Latina y el Caribe, como la piña en Costa Rica, una vivencia muy propia— porque la gran cantidad de herbicidas, pesticidas que se necesitan terminan convirtiendo la tierra en un desierto, tras la cosecha y terminan contaminando los acuíferos. ¡Eso no se puede permitir! Si se permite es porque el poder de las grandes corporaciones capitalistas se impone sobre las necesarias regulaciones del Estado y, de manera lastimosa, también muchas veces sobre la capacidad de movilización y resistencia de las comunidades. De manera que hay distintos grados de regulación de los mercados, que van desde regulaciones generales de carácter laboral y ecológica hasta la suspensión misma. Pero carecemos de una teoría que nos permita tener un ordenamiento de los mercados coherente con la reproducción de la vida humana y con el rol de abastecimiento de los bienes y servicios que el mercado puede ofrecer.

El capitalismo no explota trabajadores, explota trabajo y lo hace bajo cualquier forma que le sea posible.

La Tizza: Además de esos niveles de regulación de que hablabas, en el curso mencionó otras medidas para revertir los desequilibrios que crean los mercados: se refirió a «socializar los mercados», «feminizar los mercados», «ecologizar los mercados». ¿Qué significa eso?
Henry Mora: Marx estudió una forma de «discriminación» muy clara que el capitalismo crea sobre las relaciones humanas: la discriminación social debida a la relación entre el capital y el trabajo asalariado. Esa discriminación —o desigualdad—, como Marx la estudia, surge de un proceso en el que, en apariencia, se intercambia fuerza de trabajo por un salario en condiciones de igualdad, pero que oculta en un proceso de explotación, de extracción y apropiación de trabajo impago. Hay que generalizar esa tesis de Marx, porque no solo existe esa discriminación entre el capital y el trabajo asalariado, también hay otras formas de discriminación, como las que la mercantilización y la fragmentación tecnológica provoca sobre la naturaleza. El uso fragmentario de la tecnología es consustancial a cualquier sistema de división social del trabajo, pero bajo el capitalismo es un proceso compulsivo, ¿por qué es compulsivo?, porque ocurre bajo la presión de la competencia entre empresas —«si no lo hago yo, lo hace el otro y me va a sacar del mercado, porque va a ser más competitivo que yo, va a vender a mejores precios que yo»—. La presión que provoca el uso fragmentario de la tecnología sobre la naturaleza es compulsiva bajo el capitalismo, al grado que en Hacia una economía para la vida, Franz Hinkelammert y yo decimos que el cálculo económico capitalista es un «cálculo de pirata». Se necesita un cambio significativo en el orden mundial para poder cambiar ese sistema. Ha habido avances, pero muy parciales, pequeños en el empeño de imponer límites a ese tipo de actuación sobre la naturaleza. Por tanto, no solo hay que «socializar los mercados», sino que hay que «ecologizar los mercados». Y cuando digo «ecologizar» los mercados me refiero, en efecto, a los necesarios controles determinantes sobre la forma en que el capital interviene en la naturaleza, la tierra, los distintos ecosistemas, entre otros; además, desde luego, sobre las relaciones humanas.
De igual forma decimos «feminizar los mercados» porque otra discriminación que crean las relaciones mercantiles, y en particular el capitalismo, y que Marx no estudió —aunque estudió muy bien la del trabajo asalariado-capital; es la discriminación contra las mujeres—. Hay un proceso de expoliación de las mujeres que las obliga a trabajar doble o triple sin ningún tipo de reconocimiento: en primer lugar, porque en efecto realizan un trabajo imprescindible para la reproducción social; y en segundo lugar, de que ese trabajo debe obtener alguna remuneración. Eso ni es reconocido ni es visibilizado hasta ahora que se está incorporando en las contabilidades nacionales de algunos países y en encuestas sobre el uso del tiempo en los hogares, en las cuales sale lo que todos sabemos que va a salir: que en promedio el 70 % del trabajo en los hogares lo hacen las mujeres. Esa discriminación de género y de sexo, si bien es cierto que está emparentada con el patriarcado no es un asunto exclusivo del patriarcado, es producto de la propia naturaleza del capital. El capitalismo necesita hacer descansar la reproducción del trabajo asalariado en el núcleo del hogar y, por tanto, en otra clase de trabajo no retribuido, y así como hace descansar la explotación del trabajo asalariado en trabajo no retribuido, lo mismo pasa con el trabajo no retribuido de la mujer en el hogar. Es por tanto otra forma de explotación. El capitalismo lo hace porque necesita que el núcleo familiar funcione y se reproduzca y para eso necesita a las mujeres trabajando y sin paga, y sin conocimiento siquiera de esta condición.
Y es que el capitalismo no explota trabajadores, explota trabajo y lo hace bajo cualquier forma: trabajo obrero, trabajo campesino, trabajo infantil, trabajo femenino, trabajo bajo servidumbre. La forma corporal es casi indiferente, aunque en términos históricos ha predominado la forma asalariada. Esa es la savia del capitalismo, sin explotación de trabajo no hay posibilidades de acumulación. Sin plusvalor no hay posibilidad de explotación y eso descansa en el poder creativo y productivo del trabajo humano. No solo en el trabajador de la fábrica, incluye a las mujeres, al campesino, a los niños que trabajan en la calle y se relaciona con aquello que mencionábamos antes: los costos de extracción como base del cálculo económico capitalista. Esas tres formas de intervención sistemática sobre el mercado: vía socialización, vía feminización, vía ecologización son fundamentales si queremos que los mercados tengan o cumplan ciertas funciones provechosas a los efectos de hacer crecer la base productiva de la sociedad y el abastecimiento de bienes, pero limitando al máximo los efectos perniciosos que genera.

La acumulación socialista implica revertir el subdesarrollo y el desequilibrio del espacio.

La Tizza: ¿Qué distingue al proceso de «acumulación socialista» como parte de un proyecto de socialismo con mercados?
Henry Mora: En las charlas yo definía el proceso de acumulación socialista como un período que se puede identificar en las distintas experiencias de los socialismos en el siglo XX. Acumulación no en el sentido de «acumulación originaria» —aunque la experiencia de la colectivización forzosa impulsada por Stalin tuvo algunos rasgos similares a la «acumulación originaria» ocurrida en Inglaterra, y que Marx estudia en el capítulo XXIV de El Capital—; sino en el sentido de una estrategia de revertir el subdesarrollo —categoría que solo tienen sentido en el marco de la expansión del capitalismo mundial— creado a partir de una relación desequilibrada en el espacio económico entre países de distintas características tecnológicas y económicas en el mercado mundial —desarrollo desigual—.
Revertir el subdesarrollo es, en primera instancia, introducir a los países socialistas en un proceso de “industrialización” que termine con el círculo perverso en el que los países de menor desarrollo, pobres, dependientes, subdesarrollados, se limitan a exportar materias primas con un mínimo de elaboración; mientras que los países ricos nos exportan bienes manufacturados. ¿Cuál es el problema con esto que no capta la teoría de la ventaja comparativa? ¿Por qué es un problema exportar materias primas sin valor agregado o, en general productos de menos intensidad e innovación tecnológica? Porque si usted no elabora la materia prima, no crea el empleo que se crearía al elaborar esa materia prima; y esos empleos se transfieren, ¿a dónde?, a los centros económicos, donde sí se elaboran esas materias primas. Eso explica parte del desempleo estructural que ostentan los países de América Latina y el Caribe, cuyo vínculo con el comercio internacional se ha concentrado en exportar materias primas sin mayor grado de elaboración. Por otra parte, si no hay elaboración de materias primas, tampoco hay necesidad de diseñar, innovar y aplicar las tecnologías para la elaboración de esas materias primas; por lo que los países que solo exportan materias primas (y en general, repito, productos de baja intensidad e innovación tecnológica)no tienen ninguna capacidad de desarrollo tecnológico autóctono, como no sea transformar materia bruta en materia prima; y eso es un problema bastante serio para la dinámica económica en un orden internacional dominado en su casi totalidad por relaciones capitalistas de producción y de clase.
Lo anterior implica reconocer que necesitamos una teoría del desequilibrio en el espacio, pues son estos desequilibrios los que hacen surgir zonas periféricas desequilibradas y, como en América Latina, zonas periféricas subdesarrolladas. De manera que el problema fundamental del subdesarrollo no es la dependencia, sino el desequilibrio en el espacio, el cual fue creado por el capitalismo mundial durante su proceso de industrialización. Son estos desequilibrios los que explican la división del espacio económico mundial en zonas centrales y zonas periféricas subdesarrolladas. Por razones diversas, Inglaterra fue el centro inicial, pero luego surgieron otros centros como negativa a convertirse en periferias de la industrialización inglesa, pero ese no fue el caso de América Latina. Cuando a mediados del siglo 19 América Latina creía estar dando el paso hacia el desarrollo, en realidad estaba dando el primer paso hacia el subdesarrollo.
Por este motivo yo insistía en que, hoy en día, la estrategia para países pequeños como Cuba, la estrategia de acumulación no puede consistir en concentrarse en el sector de medios de producción, sino en el sector de medios de reproducción, es decir, en una estructura de las inversiones que otorgue prioridad al sector donde se genera la investigación, la innovación y la tecnología de punta, con ciertos atenuantes propios para un país pequeño, como garantizar la soberanía alimentaria, hídrica y energética. Solo por ese camino podríamos construir un curso de acción autónomo en nuestro desarrollo.

Las utopías serán siempre necesarias: la utopía de Marx de una convivencia perfecta sigue siendo pertinente.

La Tizza: Hemos leído de usted una crítica aguda a los intentos de implantar en la realidad conceptos de orden espontáneo, trascendentales, que no pertenecen a las coordenadas espacio temporales reales, o de aproximarse de manera asintótica a ellos, a conceptos como pueden ser la «planificación perfecta», la «regulación comunista perfecta». Aunque pueda parecer una crítica a las utopías, y al papel de las utopías en los procesos de transformación revolucionaria de la sociedad, yo creo que no, que no es eso lo quiere decir, pero quisiera indagar entonces, ¿qué papel tienen las utopías en la manera que usted y Hinkelammert conciben la economía para la vida?
Henry Mora: Los conceptos límites, de orden trascendental no son conceptos que la ciencia social crítica deba desechar. Lo que ha sido peligroso, contraproducente e incluso terrible, ha sido la pretensión, en algunos casos históricos, de su instauración directa por cálculos aproximados, pero para nada son conceptos desechables, menos cuando se relacionan con ideas humanistas como el comunismo de Marx o la idea de la convivencia perfecta o el buen vivir. Hay que diferenciar entre los utopismos y las utopías. Los primeros se refieren a esas propuestas que intentan acercarse como decías tú, de manera asintótica, o por aproximación instrumentalmente calculada a la realización de esos fines. Eso casi siempre termina en proyectos totalitarios, por ejemplo, en la Unión Soviética con la transformación del socialismo en un socialismo de Estado autocrático y burocrático; o lo podemos ver con el intento nazi de constituir una raza pura —la aria, supuestamente, aunque «raza» humana solo hay una—. Son utopismos criticables en toda su pretensión desde esta perspectiva.
Al contrario, las utopías son estrictamente necesarias, aunque no se puedan alcanzar, porque son, en efecto, las ideas regulativas —como decía Kant— que permiten marcar un horizonte para hacer camino al andar. Sin utopías nos anclaríamos en el presente, y en este sentido la utopía de Marx de una convivencia perfecta sigue siendo absolutamente pertinente, sin lugar a duda. Es, como dice Hinkelammert, la «ausencia presente» que nos guía hacia lo imposible, aunque ese imposible no se pueda lograr. Una frase parecida le gustaba repetir al Che Guevara: «Seamos realistas, soñemos lo imposible».
 

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