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Entre 1951 y 1962, diecinueve pruebas nucleares americanas lanzaron cada una de ellas a la atmósfera niveles de radiación de una escala comparable al accidente de la central ucraniana. |
La serie Chernobyl del
americano Craig Mazin y los canales HBO y Sky ha fascinado a mucha
gente. Aquel terrible accidente y la URSS quedan lo suficientemente
lejos como para resultar desconocidos a toda una generación. Los
escenarios están muy bien recreados, las sicologías no tanto. Algunas
escenas y detalles son vulgares concesiones a la denigración del enemigo
histórico. Los personajes centrales, el académico Valeri Legásov o el
vicepresidente Boris Sherbina, han sido caricaturizados para que encajen
en la habitual estructura maniquea de la industria del entretenimiento
gringa, alérgica por definición a las realidades de tonos grises,
precisamente las que dominaban en la URSS y en la humanidad en general.
Pero todo eso son detalles sin importancia, al lado de su peor defecto:
la serie ignora por completo el carácter universal de aquel accidente.
Chernobyl
no es un caso aislado. Tampoco la estupidez del sistema soviético, ni
la mentira, ni el secretismo, ni la irresponsabilidad técnica. Al dar la
vuelta al mundo, las nubes radiactivas de la central ucraniana fueron
una advertencia para toda una civilización. El peor defecto de la serie
es, precisamente, su ignorancia de todo eso.
Desbarajuste
Viví
aquel accidente en la redacción de la agencia alemana de prensa en
Hamburgo, la DPA, seguramente la peor agencia de prensa del mundo
occidental. Cuando acababa mi turno de guardia llegó un teletipo extraño
fechado en Estocolmo en el que se daba cuenta de una anormal radiación
junto a una central nuclear sueca, en la que, extrañamente, no se
encontraba fuga alguna. Cuando volví al trabajo al día siguiente ya se
había declarado el incendio informativo. La agencia Tass no emitió su
primera nota hasta dos días después y el gobierno soviético no divulgó
su primera información oficial hasta pasados cuatro días. En occidente
se interpretó como ocultación de datos y mala fe, lo que en gran parte
era pura desorganización y chapuza. Al secretismo y la irresponsabilidad
se sumaba la incerteza al más alto nivel.
“No sabíamos qué
demonios estaba pasando allí. Aquella misma mañana decidimos en el
Politburó concentrar directamente toda la información disponible,
nuestra máxima preocupación era que reventara el reactor y que su
contenido llegara a los ríos Prypiat y Dnieper poniendo en peligro la
vida de millones de personas, sobre todo en Kiev”, me dijo años después
Mijail Gorbachov recordando aquellos días.
Pero el peligro no
estaba en el sur, donde se encontraba Kiev con sus tres millones y medio
de habitantes, sino que venía determinado por la dirección del viento
que empujó la nube radiactiva, primero hacia el oeste y luego hacia el
norte, en dirección a las ciudades de Gomel y Mogiliov, en Bielorrusia.
Aquel
abril en Alemania el desbarajuste era total. Cada región improvisaba
sus medidas preventivas, cuyo catálogo era más abultado allí donde había
gobiernos de coalición verdes-socialdemócratas, con lo que la
peligrosidad o no de la radiación dependía de quien gobernara la región.
El resultado era que los camiones que venían del este eran rociados con
agua en algunos puntos y en otros no. En Hamburgo, de repente, la
lluvia se convirtió en algo peligroso. Se procuraba no salir de casa, se
lavaban impermeables, y letreros colocados en los parques infantiles
desaconsejaban que los niños jugaran con la arena. En otras ciudades y
“länder” todo eso se ignoraba. En Francia, el país más nuclearizado del
continente, las consecuencias de Chernobyl no eran noticia y las
autoridades no tomaban ninguna medida ante los mismos parámetros de
radiación que en Alemania provocaban pánico.
Al este del edén
En
todo el bloque del este el accidente se vivió, sobre todo, como una
calamidad más provocada por el “hermano mayor”, dominante pero política y
tecnológicamente retrasado. Esa común sensación no impedía una gran
diversidad de percepciones y actitudes. Si en la politizada Polonia
había restricciones de lácteos y manifestaciones antisoviéticas, en
Hungría, Chernobyl no parecía quitar el sueño a la opinión pública.
Aquel
julio de 1986 atravesé en bicicleta la Rumania de Ceaucescu para hacer
un reportaje. En una aldea sajona de Transilvania, la minoría alemana
procuraba alimentar a algunas de sus vacas con forraje del año pasado y
sólo consumía leche de ellas. La producción del ganado alimentado con el
forraje del año corriente, “contaminado” por Chernobyl según la opinión
general, se vendía a lo rumanos, me explicó un pastor protestante de
Brasov, que hablaba en voz baja de política en su propia casa y se
refería a Ceaucescu como “él”. En las oficinas de turismo de Cluj,
grandes carteles informaban que la costa del Mar Negro reunía óptimas
condiciones sanitarias para pasar las vacaciones. Se intentaba desmentir
el pánico soterrado sin ni siquiera mencionar el accidente.
Justo
un año después, en 1987, estuve en Bielorrusia estudiando ruso. Minsk,
la capital, se parecía a la actual Pyongyang. Los domingos se cortaba el
tráfico en la principal avenida de la ciudad, la Avenida Lenin, y la
gente paseaba por ella en silencio mientras por megafonía retransmitía
la radio local. Mi petición de entrevistarme con un académico para
hablar de ecología provocó un pequeño seísmo en la universidad. Todas
las relaciones de los estudiantes extranjeros, incluidas las sexuales,
estaban organizadas por el KGB a través de las juventudes comunistas.
Unos jóvenes me contaron que el 26 de abril del año anterior habían
estado todo el día en el parque tomando el sol y que luego tuvieron
problemas de impotencia con sus parejas a causa de la radiación
recibida. Si en Rumanía casi todas las fuentes disidentes de mi
reportaje resultaron ser confidentes de la Securitate (de eso me
enteré luego, cuando mi nombre apareció en los archivos policiales
abiertos por el poscomunismo rumano), el de la impotencia de los jóvenes
de Minsk fue el máximo secreto que logré desvelar aquel verano bielorruso.
Los accidentes soviéticos
La
URSS disponía de una dramática experiencia en materia de accidentes y
desastres nucleares. Antes de Chernobyl cerca de un millón de soviéticos
habían sido afectados por radiación en diversos accidentes, pruebas y
trabajos, vinculados al estatus de superpotencia nuclear. Sólo en la
flota submarina nuclear se habían producido quinientos casos de
“enfermedades por radiación aguda”, 433 de ellos mortales, pero los tres
grandes accidentes anteriores a Chernobyl habían tenido por
protagonista a la gran fábrica secreta de reprocesamiento “Mayak” en la
región de los Urales. El primero de ellos consistió en el vertido
continuado de sustancias radiactivas, entre 1949 y 1952, a los ríos
Techa e Iset, contaminando a un colectivo de 124.000 personas. El
segundo, el llamado “accidente de Kyshtum” en 1957, fue la explosión
termal de uno de los contenedores en la misma factoría. Su resultado fue
la contaminación de una superficie de 23 kilómetros cuadrados poblada
por 270.000 personas. El tercero se registró en 1967 cuando el viento
dispersó el polvo radiactivo deficientemente almacenado, a 75 kilómetros
de distancia, en el lago Karachai, un área poblada por 40.000 personas.
Esta
experiencia dio lugar a estudios y conclusiones médico-biológicos, pero
era desconocida por la mayoría de los científicos que trabajaron en el
accidente de Chernobyl, en parte a causa del secretismo que rodeaba a
todo lo nuclear, y en parte también por la estupidez administrativa
característica del régimen soviético, algo enraizado en los mismos
fundamentos del sistema desde antaño. En las situaciones de emergencia
como la de Chernobyl, la improvisación, el voluntarismo y el sacrificio
personal compensaban aquella realidad.
Aunque la propaganda de la
guerra fría se encargó de ventilarla con particular ahínco la serie
nuclear soviética tenía claros paralelismos con la pruebas nucleares
americanas en Nevada o las islas Marshall, o en las francesas en África
porque el problema no es el régimen político sino la tecnología nuclear.
70 años de radiación sin fronteras
En 1998 un estudio encargado por el Congreso de Estados Unidos (accesible aquí),
reveló el precio humano que los propios americanos han tenido que pagar
por las pruebas nucleares. Se trata de 33.000 casos de cáncer, 11.000
de ellos mortales, que, según el Center for Disease Control and
Prevencion (CDC), se produjeron en Estados Unidos como consecuencia de
once años de pruebas nucleares, entre 1951 y 1962. Según Robert Álvarez,
un funcionario del departamento de energía de la administración
Clinton, 19 pruebas nucleares americanas lanzaron cada una de ellas a la
atmósfera niveles de radiación de una escala comparable al accidente
registrado en abril de 1986 en Chernobyl. El estudio del CDC no es
completo -las pruebas continuaron hasta mucho mas allá de 1962- pero
demuestra que los efectos de la lluvia nuclear y los casos de cáncer se
registraron por toda la geografía de Estados Unidos.
“Desde 1951,
cualquier persona que vivió en Estados Unidos estuvo expuesta a lluvia
radiactiva y todos sus órganos recibieron alguna exposición a la
radiación”, señala el informe oficial. El estudio no contabiliza las
pruebas atmosféricas chinas realizadas en Lob Nohr (provincia de
Xinjiang) desde 1964 hasta 1980, ni las francesas, de 1963 a 1974, ni
las explosiones anteriores a 1951 (americanas en las Islas Marshall, y
soviéticas en Kazajstán), ni las tres explosiones pioneras de 1945 en
Nuevo Méjico, Hiroshima y Nagasaki, ni la contaminación de Hawai por las
pruebas americanas del Pacífico, ni la de Alaska por las soviéticas en
Nóvaya Zemlya. La radiación no conoce fronteras y si un país realiza
pruebas nucleares o registra un accidente en una central nuclear, toda
la humanidad paga por ello.
En 2011 poco después del accidente de Fukushima, entrevisté en Viena a Yuli Andreyev, el ex vicedirector del Spetsatom,
el organismo soviético de lucha contra accidentes nucleares. Andreyev
fue asesor del ministerio de medio ambiente austriaco y de la Agencia
Internacional de la Energía Atómica (AIEA), un organismo del sistema de
la ONU que es la principal agencia de cooperación internacional en
materia de energía nuclear. Me dijo que Chernobyl continuaba rodeado de
mentiras, que el accidente no fue responsabilidad de los operadores de
la central, como se dijo, sino de un claro defecto de diseño de los
reactores RMBK resultado de la economía de costes. Un diseño apropiado
de aquellos reactores soviéticos exigía una gran cantidad de circonio,
un metal raro, así como todo un laberinto de tubos, técnicas especiales
para la soldadura de circonio. Acero inoxidable y enormes cantidades de
hormigón. Era un dineral, así que se decidió economizar, explicaba
Andreyev, que me puso a caldo al académico Legásov, el héroe de la serie
de marras. “Responsabilizó a los operadores de la central, que fueron
encarcelados, mientras él continuó libre y aún pretendía que le
condecoraran”.
Sin control independiente
El
problema de la industria nuclear y de las centrales nucleares no es el
régimen político en el que están insertas sino la propia tecnología. En
el mundo hay unos 570 reactores -sin contar los construidos por los
chinos en los últimos años- de los que cinco (Harrisburg, Chernobyl y
los tres de Fukushima) se fundieron accidentalmente. Eso arroja una
probabilidad de accidente nuclear grave del 1%. Además está el problema
de los residuos y muchos imponderables sanitarios.
Sin KGB y
siendo una superpotencia tecnológica, Japón se comportó de forma
semejante a los soviéticos con Chernobyl o a los americanos con sus
pruebas. Cinco años antes de Chernobyl, entre el 10 de enero y el 8 de
marzo de 1981, hubo un grave accidente en la central nipona de Tsuruga.
Se vertieron 40.000 litros de material radiactivo desde los depósitos de
residuos de la central en las cloacas de la ciudad de Tsuruga, donde
vivían 100.000 personas. La empresa silenció lo ocurrido y el público no
se enteró hasta el 20 de abril.
La mítica “seguridad” se
sacrifica a cuestiones egoístas, decía Andreyev. “En la URSS por razones
de prestigio y por el coste del enriquecimiento del uranio, en Japón
pura y simplemente por dinero. La localización de las centrales de Japón
junto al mar es la más barata. Los generadores de emergencia no los
enterraron en Fukushima y, claro, se inundaron enseguida. Detrás de todo
esto hay corrupción: ¿cómo puede diseñarse una central nuclear en una
zona de alto riesgo sísmico, al lado del Océano, con los generadores de
emergencia en superficie? Llegó la ola y todo quedó fuera de servicio.
Fukushima no fue un error, fue un delito”.
En la URSS el
abaratamiento de costes y el diseño de los reactores RMBK incrementaron
los riesgos. “Todo eso era contrario a las normas de seguridad, pero la
supervisión nuclear en la URSS formaba parte del Ministerio de Energía
Atómica. Algo parecido ocurre hoy con la AIEA, decía Andreyev, pues la
agencia de la ONU depende de la industria nuclear. La ausencia de
instancias de control independientes es un problema añadido a una
tecnología peligrosa e inhumana por su escala.
“La misión de la
AIEA es contribuir a la extensión de la energía nuclear y todo lo que
vaya en contra de ella no lo va a divulgar”, explicó Andreyev. “No es
una conjura, sino la conducta estándar que cabe esperar cuando se pone a
la cabra de hortelano”.
La historia sugiere que la humanidad
solo aprende a fuerza de batacazos. El problema de la energía nuclear, y
de la tecnologías y armas de destrucción masiva, es que su escala
temporal y destructiva es definitiva. Apenas hay margen para un batacazo
didáctico-instructivo. Por eso Einstein ya dijo en los años cincuenta
que lo nuclear lo había cambiado todo, “menos la mentalidad del hombre”.
En ese retraso temporal entre la mentalidad y la tecnología reside el
peligro. Con su fundamental defecto de ignorar la perspectiva universal
del asunto, la serie Chernobyl, tan bien realizada, confirma
modestamente el problema.
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