Ciudad Juárez.
La frontera más fabulosa y bella del mundoque cantara Juan Gabriel ha perdido el encanto. Ningún recién llegado parece tener ganas de quedarse.
Pongamos el caso de Luis Stanley Dulce, un muchacho salvadoreño que
llegó al mediodía a uno de los sitios donde Donald Trump mejora su muro,
agregándole trozos de metal para hacerlo más alto, más grande y
relegible.
Stanley vino hasta aquí, a unos pasos del Puente Negro, cruce del
ferrocarril cuando abren la puerta, porque ya no quiere seguir en Ciudad
Juárez, donde lleva dos meses.
–¿Ya no vas a intentar cruzar al otro lado?
–No, ya me quiero volver a mi país.
–¿Por qué?
–No tengo dinero, no he comido.
Al joven salvadoreño lo acababan de detener varios hombres –y una
mujer– que apenas ayer eran soldados y hoy son guardias nacionales.
No hubo persecución ni gritos ni nada. El muchacho quería que lo
detuvieran. Caminó tranquilamente hacia los soldados. Le quitaron los
calcetines, le tomaron sus datos generales y llamaron al Instituto
Nacional de Migración. Pero sucede que apenas dos días antes, Stanley
había recibido un permiso de permanencia en México por 180 días. Así que
cuando el agente de Migración llegó, miró sus papeles y le dijo adiós.
Los soldados no se veían cómodos en su nueva tarea.
Aquí, si quiero, lo puedo detener, dijo el joven oficial al mando a un reportero que había bajado a ese hueco de matorrales, tierra y un chisguete de agua que es el río Bravo cuando pasa cerca de la presidencia municipal juarense.
Un padre y dos hijos se acercaron a los militares –cerca, juntas pero
no revueltas, había patrullas de las fuerzas estatales y municipales.
La familia trajo burritos y botellas de agua. Uno de los militares no
descansó hasta que Stanley recibió comida y la bebida. Luego, alguien le
explicó que una aerolínea ofrece pasajes de un dólar a Centroamérica y
le dio las instrucciones para llegar al aeropuerto.
Enfrente es Estados Unidos. Una barda cada vez más alta, un trajín
que no para de las camionetas blancas de la Patrulla Fronteriza, que
desde este lado se mira como una gran pantalla de cine.
La película, antes de que detuvieran a Stanley, se llamaba: quita la manta del activista.
Robenz, un artista-activista nacido en Zacatecas y de doble
nacionalidad, fue detenido con otras dos personas que le ayudaron a
colocar una gran manta en el muro.
Su manta era un homenaje a Scott Warren, activista sometido a juicio
por el delito de llevar agua a los migrantes que padecen en el desierto
de Arizona.
Si Scott es un delincuente, yo también, escribió, y lo detuvieron. Del lado mexicano quedó la moderna camioneta en la que llegó Robenz, todavía cargada de enormes trozos de tela, escaleras y cubetas de pintura.
Los fotógrafos que llegaron temprano vieron el momento en que el
activista fue aprehendido y también cómo una familia cubana aprovechó la
confusión para burlar a la flamante Guardia Nacional.
Los cubanos, originarios de Santa Clara, llevaban ya un mes de espera en Juárez. Para ellos, Juárez no fue la
número unosino el lugar donde estuvieron a punto de secuestrar a su pequeño hijo, el sitio donde amenazaron al marido con una pistola en la cabeza. Por eso se la jugaron y prefirieron el cruce por un
puerto no autorizadoa seguir en una ciudad que les aterra.
La mayor parte de los centroamericanos que llegan a esta frontera no
quieren quedarse aquí. Tampoco buscan un cruce riesgoso por el desierto.
No, se tiran al muro, lo pasan por algún hueco y se entregan sin
chistar a la migra. Es justo lo que quieren: que los detengan
para presentar su solicitud de asilo. Otro cantar es si les otorgarán
asilo o se los negarán. Muchos saben que es más fácil encontrar una
verdad en los tuits de Trump que obtener el asilo, pero no pierden la
esperanza.
La Guardia Nacional ha sido desplegada en el tramo de seis kilómetros
que van del Puente Negro a la Casa de Adobe, el lugar donde Francisco
I. Madero y Pascual Orozco planearon la toma de Juárez. Cada 300 y luego
cada 500 metros vigilan los guardias la frontera.
Unos se escapan pero, en otros casos, la vigilancia mexicana consigue su cometido.
Las dos familias de Estelí, Nicaragua, corrieron lo más rápido que
pudieron. Los hombres y los niños tomaron la delantera. Detrás quedaron
dos mujeres y una niña que llegó al río, pero no tuvo valor para seguir y
volvió con su madre. De este lado quedó Hermila, de 33 años. Del otro,
su esposo y sus hijas de seis y nueve. Los soldados las retuvieron. Uno
de cada lado. Una mujer guardia tomó del brazo a la hermana de Hermila y
no la soltó hasta que estuvieron lejos de la posibilidad de que echara a
correr.
¡Déjennos seguir, déjennos seguir!, suplicaban las mujeres.
¡Mi esposo, mis niñas!
La Guardia Nacional mexicana se estrenó no con un golpe simbólico al
crimen organizado, sino con una respuesta al chantaje trumpiano en forma
de patrulla fronteriza. El nuevo color de la frontera es el verde.
Arturo Cano
Enviado
Periódico La Jornada
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