– Por Lautaro Rivara
Los
conceptos vertidos en esta sección no reflejan necesariamente la línea
editorial de Nodal. Consideramos importante que se conozcan porque
contribuyen a tener una visión integral de la región.
Por Lautaro Rivara*
Jovenel Moïse, presidente de Haití, no es un rey sin corona. Al
contrario, tiene corona, cetro, trono, y todos los atributos formales
del poder político. Pero prácticamente ninguno de sus atributos reales.
Pero siendo así, ¿cómo es posible que se sostenga en el poder un
presidente que sorteó innumerables movilizaciones de masas en los
últimos dos años, huelgas generales, una insurrección popular que lo dio
vuelta todo en julio del 2018 y un bloqueo que paralizó al país en
febrero de este año durante más de diez días? ¿Cómo es posible que lo
haga concertando el repudio unánime de partidos de todo el espectro
político; de los movimientos sociales rurales y urbanos; de los
organismos de derechos humanos y las ONGs progresistas; de los
parlamentarios que decidieron no convalidar la designación del primer
ministro por él elegido; de parte del poder judicial y sus máximos
tribunales, que insisten en su culpabilidad en el desfalco de fondos
millonarios; de los ex primeros ministros que se han sucedido
espasmódicamente en el cargo e invariablemente lo han abandonado con
invectivas contra su persona; e incluso de los sectores patronales
agrupados en el Foro Económico Privado y de la Iglesia Católica, que
amenaza con pasarse con velas y bagajes al difuso y contradictorio campo
de la oposición?
Jovenel Moïse se sostiene en el poder desde que fuera elegido en 2016
en unas elecciones reconocidamente viciadas que debieron ser repetidas,
reincidiendo en un fraude por el que el candidato designado por el ex
presidente Michel Martelly y la embajada norteamericana fue aupado a un
fantasmagórico primer lugar, desplazando al ganador legítimo, el
ex-senador Jean-Charles Moïse, a un tercer puesto que no le permitió ni
proyectar su sombra en un balotage. El presidente está al frente de un
estado en completa bancarrota, impedido en su constitución desde hace
doscientos años, firmemente sujetado por las correas del FMI y del Banco
Mundial, militarmente ocupado desde el año 2004 por las misiones de
“pacificación” y “justicia” de las Naciones Unidas. Y se demuestra
netamente deficitario, cuando no inexistente, en la provisión de
derechos sanitarios, educativos o habitacionales. Un estado que, por
otra parte, usa instrumentos represivos desproporcionados para reprimir
ciudadanos de a pie, pero que carece de la capacidad o de la voluntad de
poner un límite a las bandas criminales organizadas y financiadas por
el propio poder político, que en un hecho grotesco protagonizan algo así
como el primer paro de delincuentes del que se tenga registro. Son
estos grupos, los “gangs”, los que perpetran masacres y aterrorizan las
comunidades para que los senadores o ex-presidentes que los organizaron y
armaron para realizar trabajos opacos, vuelven a financiarlos y
cobijarlos bajo su ala, como sucedió con el por estas alturas ya casi
mítico Anel, amo y señor de Grand-Ravine. De paso cumplen también
objetivos inestimables: forzar a la ciudadanía a abandonar las calles
que ocupan casi sin solución de continuidad desde hace años contra la
crisis económica, la carestía de la vida, la ocupación internacional y
la corrupción gubernamental. También la violencia sexual es utilizada
como instrumento de control territorial, como quedó demostrado con las
violaciones sistemáticas perpetradas contra jóvenes estudiantes de la
Universidad Quiskeya. Detrás de todo caos hay un orden secreto, y el
descalabro de la seguridad en Haití no es la excepción.
***
¿Cómo puede la llamada comunidad internacional (esencialmente los
Estados Unidos y sus socios atlánticos) hacer la vista gorda frente al
escándalo de un presidente acusado con pruebas solventes y un
extensísimo informe del Tribunal Superior de Cuentas, de haber
participado en la malversación de los fondos de Petrocaribe que llegaron
al país para ser destinados a proyectos de infraestructura social y
energética, como aconteció para provecho del resto de las naciones
caribeñas? Por aquí, en cambio, solo hubo sobreprecios, subejecuciones,
contratos yuxtapuestos, obras fantasmales, liquidación precoz de fondos,
evasión fiscal, nepotismo, etc. E incluso, según el segundo informe de
la segunda auditoría del citado tribunal, Jovenel Moïse habría
participado de forma directa a través de empresas propias tales como
“Agritrans”. También aparecen vinculados a la trama de corrupción
funcionarios de carrera, primeros ministros, ex ministros y directores
de empresas. Se trata en suma de un hecho de corrupción que, a escala
local, quizás resulta aún más significativo que el escándalo
trasnacional en torno a la constructora Odebrecht. Y sin embargo, como
son las cabezas de un gobierno plenamente consustanciado con los
intereses norteamericanos las que penden de un hilo, nadie ha puesto ni
pondrá el grito en el cielo.
Jovenel Moïse, un empresario anodino, el “rey banana” como es llamado
con sorna por sus detractores en relación a su trayectoria como
exportador de plátanos, pende de un hilo. Esto es algo que se dice y se
repite en el país y los medios de comunicación desde al menos julio del
año pasado. Y es absolutamente cierto. Y sin embargo el tambaleante
Moïse nunca termina de caer porque es un hilo grueso el que lo ataja.
Aquel que lo enlaza a los poderes fácticos del país, esencialmente la
embajada norteamericana, la lumpenburguesía importadora y las potencias
de segunda línea que mantienen intereses en la nación caribeña. El apoyo
de la administración Trump ha sido reiterado y se mantiene
imperturbable, aparentemente indiferente a la coyuntura insurreccional y
a los costos evidentes, aunque limitados por el cerco informativo, que
genera estar pegado a semejante descalabro. La testarudez de la
administración republicana se debe centralmente a tres causas. En primer
lugar a los buenos servicios prestados por Moïse en el saqueo del país,
de los cuáles podríamos enumerar rápidamente: la consolidación de un
paraíso fiscal en la Isla Gonave y de zonas francas comerciales; la
política de puertas abiertas a los proyectos megamineros en el norte
grande del país donde campean también capitales canadienses; el manso
sometimiento al FMI y la garantía de avanzar en la privatización de las
últimas empresas estatales que sobrevivieron a la rapiña neoliberal; el
sostenimiento de salarios paupérrimos que aseguran la rentabilidad de
las maquiladoras que confeccionan textiles para el sur de los Estados
Unidos a precio de ganga; la ruina agrícola inducida y la apertura del
extenso mercado haitiano para los productos alimenticios de baja calidad
tanto norteamericanos como dominicanos; la utilización de Haití y sus
islas como estación de paso para la cocaína producida en el sur para el
consumo del norte; el lucrativo negocio de las empresas como Sogebank y
Wester Union que monopolizan las remesas de la nutrida diáspora haitiana
y un largo etcétera.
Pero también hay una dimensión estrictamente geopolítica, que se ha
reforzado desde que Moïse decidiera poner fin a su inestable equilibro
diplomático y se transformara en un operador caribeño de la cruzada
internacional contra la revolución bolivariana de Venezuela. Por el lado
político del asunto, Haití decidió reconocer en la OEA al
autoproclamado e igualmente anodino Juan Guaidó, e impugnar a destiempo
la legitimidad del chavismo, que tanta ayuda solidaria ha ofrecido al
país desde el primer gobierno de Hugo Chávez, que fue recibido y
aclamado en 2007 como si se tratara de Jean-Jacques Dessalines, el padre
de la patria. Después de esto Haití se fue sin que lo echaran de la
Plataforma Petrocaribe, vital para el abastecimiento de hidrocarburos de
las islas caribeñas, las anti-imperialistas y también las otras. Por
ese accionar suicida el país comenzó a comprar combustible a los Estados
Unidos a un costo mucho más elevado. Pero, paradojas del destino, se
trata de los mismos hidrocarburos que los norteamericanos compran a
Venezuela, que remarcan con especulación y mayores costos logísticos, y
triangulan hacia la isla que antes era abastecida desde una geografía
más próxima, sin usura y con acuerdos preferenciales (una auténtica
ayuda humanitaria). El resultado inmediato ha sido en Haití el
desabastecimiento de nafta, querosén y gasoil, al auge del contrabando y
el incremento desmedido de precios. Dentro de esta misma dimensión
política el Ministro de Asuntos Extranjeros y Culto, Bocchit Edmond, ha
devenido un insistente lobbysta de los llamados de guerra contra
Venezuela, aunque sin éxito, en organismos regionales como la Comunidad
del Caribe. Por si fuera poco, según fuentes de los movimientos
sociales, Moïse habría ofrecido algo que de todos modos debe entenderse
como una mera cortesía formal: la libre navegabilidad de las cosas
haitianas para el paso de buques de guerra ante la hipótesis, hoy algo
desinflada, de una intervención militar directa de los Estados Unidos
sobre Venezuela.
Pero quizás el apoyo irrestricto del “gran país del norte” al
gobierno de Moïse tenga aún otra explicación. Y es que la lectura de
fondo, compartida por tirios y troyanos, es que lo que atraviesa Haití
es una crisis orgánica profunda, con el colapso simultáneo de sus
estructuras económicas, el completo desprestigio de su sistema
político-electoral, la incapacidad del estado para ejercer su soberanía
sobre el territorio común, la probada inviabilidad de este modelo de
nación, y la completa ausencia de perspectivas de futuro para las cuatro
quintas partes de la población. Perdida por perdida toda mascarada
liberal-republicana, y obligados a sostener este esquema de dominación
con la pura coerción y la creciente militarización y paramilitarización
de la vida, Estados Unidos y sus socios imperiales apuestan a lo
conocido. Parafraseando la entrañable descripción de Cordel Hull,
Secretario de Estado de Franklin Delano Roosvelt sobre el dictador
Anastasio Somoza, Moïse podrá ser un hijo de puta (y un incompetente)
pero es su incompetente hijo de puta. Siempre desde su óptica, abrir
siquiera un resquicio a un recambio del elenco gubernamental no
descomprimiría demasiado la explosiva situación social como no lo ha
hecho la danza incesante de primeros ministros, y quizás las masas
soliviantadas podrían darse aún más aire ante una victoria táctica de
ese calibre. La malversación de fondos públicos, aún en esta escala, no
deja de ser el catalizador de dramas aún más profundos y estructurales
en el país más pobre (o empobrecido) del hemisferio. Las consecuencias
de tal transición, para propios y extraños, son aún difíciles de prever.
De todos formas, más allá de la irritante continuidad de Moïse en el
poder, la alianza formada entre el estado patrimonialista, la
lumpen-burguesía haitiana y las potencias imperiales, se encuentra en
una encerrona. La cercanía de unas elecciones parlamentarias que
deberían ser convocadas para fines de este año llevan a los factores de
poder a una disyuntiva. Por un lado podrían optar por abrir la caja de
Pandora de un proceso electoral que necesariamente no pueden ganar, dado
que la nula credibilidad de Moïse o de cualquier otra figura del
establishment posibilitaría que un candidato de izquierda o progresista
capitalice la crisis y se alce con el triunfo como sucedió en 2016.
Viene siento interesante, en ese sentido, la demorada tentativa de
unidad de un amplio arco de organizaciones de izquierda, democráticas,
patrióticas y progresistas. De dar cauce a las elecciones el gobierno
volverá a recurrir a un nuevo y ominoso fraude, lo cual haría crecer
exponencialmente la magnitud y radicalidad de las protestas como ha
sucedido en otras oportunidades. La otra posibilidad lógica sería
terminar de clausurar los últimos vestigios de democracia liberal con un
autogolpe o con la postergación ad infinitum del simulacro electoral, o
bien con la remilitarización del país a través de la declaración de un
estado de excepción. El propio presidente ha solicitado en
conversaciones con representantes norteamericanos remover la burocrática
mediación de la MINUJUSTH (así se llama la actual misión de ocupación
de la ONU) por una presencia directa y aún más discrecional de marines
norteamericanos de este lado de la isla.
***
Por recurrente, la imagen no resulta menos sobrecogedora. Decenas de
miles de personas remontan la larga pendiente de la Avenida de Delmas y
se dirigen en una peregrinación que se hace a buen ritmo hacia Champ de
Mars, el centro político de Puerto Príncipe, no sin antes hacer una
escala en Pétionville, el distrito más rico del país, tradicional zona
de la burguesía mulata y epicentro de grandes hoteles, supermercados y
embajadas. No es de extrañar que las mayorías abrumadoras sean
magnéticamente atraídas a los símbolos de la corrupción de la clase
política haitiana: el Hotel Marriot, el viaducto del cruce del
Aeropuerto Internacional, el Parlamento o el Palacio Nacional. Empuñan
apenas carteles y alguna que otra remera identificatoria, aunque los más
sólo agitan ramas de árboles. Algunos hasta llevan cuerdas consigo
simbolizando la necesidad de atar, de arrestar, a los culpables del
desfalco. Un joven en silla de ruedas carga un neumático sobre sus
piernas rígidas y lo arroja sobre otros que arden. Aquí todo mundo lucha
en la medida de sus posibilidades. Pronto se pliegan otras grandes
ciudades a las protestas: desde Cabo Haitiano, la antigua capital de la
colonia de Saint-Domingue, los manifestantes marchan hacia Vertières, el
campo de batalla de la primera independencia americana, y se postran
frente a la imagen de los héroes de la independencia para implorar
asistencia para arrancarse de encima a los colonizadores de este sigo.
Se suman también importantes centros económicos como Gonaïves y
Saint-Marc, las grandes ciudades-puerto del Artibonite; completan el
grueso de la geografía nacional Belladere en el departamento central y
Les Cayes, Jérémie y Miragoâne, las capitales de un sur que se estira
hacia el oeste.
Si a esa virtual implosión del sistema político electoral de la que
hablamos sumamos una situación económica menos tendiente a la crisis que
al colapso, es fácil entender porque en el país se ha hecho cotidiano
lo extraordinario: cientos de miles de personas, cuando no millones,
saliendo espontáneamente a las calles de todo el país una y otra vez,
batiendo récords históricos cada mes, cada semana. Julio, Octubre,
Noviembre, Febrero, y ahora Junio. La enumeración de esos meses que
quizás nada signifiquen para otros, es de rigor y bien conocida para
quiénes vivimos en Haití. Se trata de la larga saga de movilizaciones de
masas que configuran un estado de insurrección popular permanente que
apenas si encuentran en el medio períodos de la latencia en los que la
vida parece transcurrir con increíble normalidad. Pero la pólvora sigue
acumulándose y cualquier hecho de la coyuntura, trascendente o trivial,
vuelve a detonarlo todo. La crisis es sistémica, y sin precedentes. El
edificio del aparato colonial está corroído hasta los cimientos. El
neoliberalismo se ahoga en su propio pus. Nadie podría achacar el
fracaso a factores ideológicos presuntamente extraños como el comunismo o
el estatismo. Aquí reinan, sin contrapeso alguno, el libre mercado, las
ONGs europeas y norteamericanas y el imperialismo. Por eso la
estrategia de las agencias oficiales de comunicación es bien sencilla:
el silencio más deliberado. Haití, sin tremendismos, como ningún país de
nuestro continente, podría enfrentarse en los próximos días o meses a
grandes transformaciones decisivas.
El último experimento progresista y popular en el año 1991, el último
vestigio de una democracia con olor a pueblo, la del cura salesiano
Jean Bertrand-Aristide, que supo conducir a una verdadera avalancha de
voluntades y votos (“Lavalas”, “avalancha” en la lengua nacional
haitiana, se llamaba precisamente la coalición de Aristide), fue
abortado con repetidos golpes de estado, con la presión externa
financiera y diplomática, con su regreso condicionado al país y
finalmente con una ocupación militar que no cesa. El pueblo haitiano ha
perdido la última chispa de su entusiasmo ciudadano: hoy descree,
malcree o simplemente reniega. Y se moviliza. Y paradójicamente en ese
escepticismo coinciden la burguesía y la casta política, que también
descreen, a nadie convencen ni intentan convencer. Por eso sólo reprimen
y esperan el impacto a ojos cerrados. Estas son, al desnudo, las formas
neoliberales del consenso. Este es el proyecto del imperialismo para el
sur global, sin tapujos.
La movilización continúa en su segundo día al momento de escribir
esta nota, con resultados aún inciertos. Dos muertos han sido
reconocidos ya por la Policía Naciona, y muchos otros están siendo
identificados por los movimientos sociales y los organismos de derechos
humanos, los cuales de seguro serán negados por el estado. Y sin
embargo, en la ciudadela amurallada de su residencia personal en
Pelerin, o en el militarizado Palacio Nacional, aún próximo de la
catástrofe nacional o personal, Jovenel Moïse, el rey ensimismado, el
intumbable, resiste por ahora.
(*) Miembro de la Brigada Jean-Jacques Dessalines.
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