En Ciudad Cuauhtémoc comienza el difícil camino hacia el norte
▲ Elementos de la Guardia Nacional realizan operaciones en busca de migrantes en Ciudad Cuauhtémoc, Chiapas.Foto Alfredo Domínguez
▲ Habitantes de Comalapa, Chiapas, en la frontera con Guatemala, venden
gasolina 5 pesos más barata que en los expendios de Pemex, muy cerca de
un puesto de control militar.
Frontera Comalapa, Chis., De Las Champas, México, a La
Mesilla, Guatemala, corre una sola calle atiborrada de tiendas pequeñas
con toda clase de ropas, baratijas, bisutería, herramientas, comida
frita, mochilas, celulares y aditamentos electrónicos. Es y a la vez no
la misma vía, un lado parece espejo del otro. En su modestia plebeya,
revela mucho de las fronteras: una ilusión, uno de tantos inventos que
nos hacemos. Y sin embargo, existen. Nada interrumpe el trajín de
personas y vehículos en ambas direcciones. Las aduanas en este punto son
voluntarias y en realidad muy pocos se les acercan.
Aun así, entre este gentío mayormente kakchiquel resulta fácil
identificar a los migrantes, no compradores, que cruzan a México con su
cara de susto, su mochila, su rostro cansado, su soledad. Lo mismo da,
aquí no serán interceptados ni retenidos por nadie, sino más adelante,
en Ciudad Cuauhtémoc hacia Comitán o cerca de Comalapa hacia la sierra
de Chiapas. Este largo bazar en su doble dirección, que le hubiera
encantado a Walter Benjamin, muestra lo artificiales que son a veces los
límites entre naciones. Por las empinadas y taladas laderas de la selva
media hacia el noreste suben como soldaditos de plomo las blancas
mojoneras, con su medallón de metal al centro, que materializan la línea
punteada de los mapas.
Una voz de mujer se dirige a los caminantes de largo aliento, que vienen de lejos y van más lejos todavía:
Le suda el pie, le hiede el pie, le arde el pie, le da comezón en el pie, le duele la canilla, le duele la rodilla, aquí vendemos la medicina natural para el hongo, los mezquinos, la psoriasis, la uña encarnada, acérquese. El ojo no logra fijar nada ante la colorida avalancha de objetos, imágenes, prendas, juguetes, cuerpos de persona y de maniquí, rostros, anuncios, triciclos motorizados, camionetas de pasajeros se arraciman como hormigas que llegan y van. En tal desorden los hondureños, salvadoreños, guatemaltecos u otros que vienen tendidos rumbo al norte pasan inadvertidos, si bien saben que a partir de aquí el viaje se les complica exponencialmente.
A escasos 20 kilómetros hacia el sur los espera un rutinario control
migratorio y militar que permite observar otros aspectos del
costumbrismo migratorio entre México y Guatemala, convertido en papa
caliente por el creciente número de viajeros y las presiones políticas
de Estados Unidos.
Figúrese el lector el siguiente escenario que pudo observar La Jornada la
tarde de ayer: a la altura del barrio Pilatos (así se llama, y tiene
sentido, como se verá), en las afueras de Comalapa, muy cerca de los
cerros de Guatemala, languidece vacía una gasolinera de Pemex en la que
se detienen clientes muy de vez en cuando. Los empleados merodean,
aburridos, mientras en la cuneta opuesta de la carretera un puesto
informal de tambos con gasolina y cacahuates en celofán no deja de
recibir compradores a quienes una familia atiende con presteza y vierte
10, 20, 30 litros de gasolina en los tanques de carros y motocicletas.
¿La razón de su éxito?: que el litro de gasolina regular (15 pesos) o súper (17) es 5 pesos más barata que la Magna y Premium.
Un trabajador de la gasolinera los llama huachicoleros,
aunque el combustible no necesariamente fue robado de ductos, sino
quizás adquirido legalmente al otro lado de la frontera. Lo más
llamativo del cuadro es la contigüidad entre el floreciente puesto de
gasolina barata y el control militar y migratorio establecidos allí
mismo. Con flamantes brazaletes de la Guardia Nacional, los mismos
soldados del retén de siempre, en sus chalecos negros las siglas
Sedena, marcan el alto, escoltan al agente del Instituto Nacional de Migración que se asoma a los vehículos en busca de indocumentados y lo apoyan con sus largas armas en caso de que necesiten subir en la julia a extranjeros infractores. De momento no ha caído ninguno.
Una pobladora del barrio Pilatos ve con desaprobación cómo la fuerza
pública se lava las manos ante la venta informal de combustible, que
para el caso es sólo uno de decenas de puestos y tiendas donde se
expenden aceites y gasolinas a bajo precio con la ayuda de pequeñas
mangueras de hule.
“Aquí todo funciona así. Es frecuente que las jovencitas hondureñas
se queden aquí en Comalapa trabajando en los bares y puteros de la
‘zona’ para que no las deporten. Va usted a La Montura o El Ranchero y
rápido el patrón las sienta para que beban con usted o lo que usted
quiera que hagan”. Interrogada sobre si las chicas se emplean
voluntariamente, responde al estilo Pilatos:
Eso no lo sé, dando a entender en seguida que a eso vienen,
a ganar dinero, y con un gesto de desagrado deja claro que las culpa y reprueba. Sintetiza:
Son putas, pues.
Foto Alfredo Domínguez
Hermann Bellinghausen
Enviado
Periódico La Jornada
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