“La
historia pervive en el núcleo de cada conflicto. Una comprensión fiel
[…] del pasado ofrece una posibilidad de paz. La distorsión o
manipulación de la historia, en cambio, sembrará por sí sola el
desastre. […] Una desinformación histórica, incluso del pasado más
reciente puede causar un daño tremendo”.
Ilian Pappé, Los diez mitos de Israel, Akal, Madrid, 2019, p. 7.
1
En diversos lugares del mundo se ha impuesto un proyecto de tipo
ideológico y cultural que apunta a borrar la memoria de lucha de los
oprimidos y explotados, al tiempo que se enaltece la imagen de los
poderosos como los únicos hacedores de la historia. A este proyecto se
le denomina negacionismo histórico y se ha extendido como una
mancha de aceite por el mundo entero, incluyendo a América Latina y
Colombia, siendo el complemento de la derechización de la política y la
sociedad. Es un negacionismo histórico de clase, impulsado por los
sectores dominantes y poderosos, que fomentan la idea que los ricos y
opulentos han llegado a donde están gracias a su esfuerzo personal y su
poderío no se basa en el saqueo, la expoliación y los crímenes.
El negacionismo histórico niega lo que es evidente y obvio, lo difícil
de ocultar y esconder, lo que no requiere mayor explicación, pues casi
habla por sí mismo, algo así como negar que el agua moja o el fuego
quema. Dos casos nos indican la expansión del espectro negacionista en
el capitalismo actual, que consideramos brevemente para luego hablar del
caso colombiano.
Polonia: El gobierno de
extrema derecha del partido Ley y Justicia ha aprobado una ley en la
cual se estipulan condenas penales para quien afirme que los polacos
participaron en el exterminio judío durante la Segunda Guerra Mundial.
En concreto se prohíbe el uso de expresiones como “campos de exterminio
polacos” o “campos de la muerte polacos” y quienes las empleen deberán
pagar hasta tres años de cárcel. Con esto se pretende negar que unos 200
mil judíos fueron entregados a los nazis por ciudadanos polacos o
asesinados por ellos mismos. Incluso, el gobierno de Polonia ha querido
conferirle a esta ley un carácter de extraterritorialidad, con la
pretensión abusiva de prohibir en cualquier lugar del planeta que se
acuse a un sector de polacos de complicidad con los crímenes del
nazismo. Ya han intentado aplicar ese carácter de extra-territorialidad
con Página 12, a la que han pretendido juzgar por haber publicado
artículos sobre el caso en cuestión. Según el presidente de Polonia
(cristiano, conservador, nacionalista y derechista), Andrzej Duda, esa
ley "preserva los intereses de Polonia, nuestra dignidad y la verdad histórica, para que los juicios sobre nosotros en el mundo sean honestos, que se abstengan de difamarnos ".
Esta ley busca promover el orgullo nacional, y la xenofobia que en
estos momentos caracteriza al gobierno polaco con respecto a los
extranjeros, a los que denomina como “parásitos”.
Brasil:
En 2018 ganó las elecciones el candidato de extrema derecha Jair
Bolsonaro, un personaje xenófobo, racista, misógino, homofóbico y
negacionista, entre otras envidiables virtudes. Uno de los soportes de
su gobierno (en el que en realidad gobiernan ex -militares y
fundamentalistas religiosos) es el negacionismo, climático e histórico.
Sobre el primer asunto, Bolsanaro y sus ministros dicen que el cambio
climático y la destrucción ambiental no existen sino que forman parte de
un “complot marxista” para impedir el crecimiento económico. Ese
atrabiliario personaje ha dicho que va a "combatir la basura marxista"
del sistema educativo brasileño, con la expulsión de profesores y
funcionarios públicos que sean considerados como “rojos”, es decir,
comunistas. En plena campaña electoral, Bolsanaro aseguró que ingresaría
con un lanzallamas al Ministerio de Educación, regido hoy por el
Inquisidor colombiano Ricardo Vélez, para eliminar cualquier rastro de
la obra de Paulo Freire.
El presidente del Brasil es un
admirador de la dictadura del período 1964-1985 en su país, a las que
exalta por el “orden” y mano dura contra sus adversarios. Es admirador
del coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra , uno de los
torturadores de la época, con lo que incurre en apología del crimen,
negacionismo histórico y banaliza una terrible dictadura. Eso ha sido
posible porque en Brasil nunca se castigó a los represores, que fueron
favorecidos con una Ley de Amnistía de 1979.
Bolsonaro retoma
el peor discurso anticomunista de la Guerra Fría, que destila odio y
racismo con los que son considerados como comunistas, y dicho discurso
se sintoniza con los proyectos de la coalición de evangelistas,
agroindustriales y varias facciones ultraconservadoras, entre ellas ex
militares, que es el sostén político y social de Bolsonaro. Esta
coalición pretende que Brasil explote y entregue sin cortapisas las
riquezas hídricas y biológicas de la Amazonia, de ahí el odio y
desprecio por los indígenas y campesinos de la foresta tropical. El
culto a la mano dura, al autoritarismo de la dictadura, simplemente
evoca lo que se hace en la actualidad, so pretexto de erradicar el
pensamiento crítico y para ello nada mejor que negar la historia de la
dictadura. También emerge el patrioterismo barato, con el rechazo a los
extranjeros y migrantes, lo que lo asemeja al caso de Polonia.
2
Colombia:
El negacionismo histórico en Colombia es de vieja data, compatible
siempre con la desigualdad estructural y la injusticia que permea a
nuestra sociedad, y en el cual han sido participes directos las
jerarquías católicas, miembros del partido conservador y militares. Así
lo demuestra lo acontecido durante la Masacre de las Bananeras (1928),
perpetrada por el Ejército colombiano, cuando el comandante de ese
operativo criminal, el General Carlos Cortes Vargas, la negó aduciendo
que solamente habían muerto nueve personas, uno por cada punto del
pliego de peticiones que habían presentado los trabajadores.
Los voceros de diversos sectores de las clases dominantes (agrupados
políticamente en torno al Centro Democrático) han sentado las bases de
un nuevo revisionismo histórico sobre importantes luchas de las clases
subalternas o acciones que las afectan. Al respecto, la Senadora María
Fernanda Cabal, ligada al gremio de los ganaderos (financiadores y
organizadores de grupos paramilitares), ha dicho que la masacre de las
bananeras fue un invento de Gabriel García Márquez, que nunca aconteció.
Esa misma senadora ha agregado que los asesinatos de Estado durante el
gobierno de Álvaro Uribe Vélez (conocidos con el eufemismo de “falsos
positivos”) estaban justificados porque los ejecutados eran unos
delincuentes, que en el Palacio de Justicia no hubo desapariciones
forzosas porque “ya están apareciendo” y, por supuesto, que en Colombia
no ha habido conflicto armado, sino una amenaza terrorista…
Ahora el negacionismo histórico tiene nuevos bríos, más evidentes si se
tiene en cuenta que desde hace algunos años se venía hablando de manera
recurrente de la paz, haciendo alusión a la desmovilización de la
guerrilla de las Farc. En el contexto de aparente fin del conflicto
armado con una de las partes, se generó la ingenua suposición de que
ahora si iba a brillar la luz de la historia y se esclarecería la
responsabilidad criminal del bloque de poder contrainsurgente (formado
por el Estado y las clases dominantes) en la guerra que nos asola desde
hace más de medio siglo.
Esa vana ilusión pronto se ha
esfumado, tanto en lo referente a la interpretación histórica, como al
incumplimiento descarado de los mal llamados “acuerdos de paz”, por
parte del Estado colombiano y las clases dominantes, que han hecho
trizas los acuerdos de La Habana y del Teatro Colón.
Este
negacionismo histórico criollo enfatiza como idea cardinal que en
Colombia no ha existido conflicto armado. En esa dirección, los
intelectuales y periodistas orgánicos de la extrema derecha nos aseguran
que el democrático Estado colombiano ha estado asediado por terroristas
y, en legítima defensa, ese Estado y las clases dominantes se vieron
obligadas a organizar grupos de matones para defenderse y proteger la
sagrada propiedad privada. Con este presupuesto se bendice al
paramilitarismo, al que se presenta de manera benigna como una respuesta
adecuada a la existencia de la guerrilla, sin que se relacione con
decisiones políticas del Estado y las clases dominantes. En el mejor de
los casos, si existieran responsables por parte del Estado son simples
casos aislados (unas cuantas manzanas podridas), pero no responden a
ninguna estrategia estructural de fomentar el terrorismo de Estado.
Con este negacionismo se pretende que la sociedad colombiana nunca
pueda conocer la responsabilidad directa del Estado, de las fuerzas
armadas y de los “hombres de bien” del país, en los crímenes perpetrados
en los últimos 70 años y no se sepan los nombres de los organizadores
de genocidios políticos, como los de la Unión Patriótica, y de las
numerosas masacres de paramilitares a lo largo y ancho del país.
De la misma forma, se difunde la mentira que Colombia es una sociedad
justa e igualitaria, que ha soportado el bandidaje de enemigos del orden
y la propiedad, sin que existan razones que expliquen la existencia de
la insurgencia armada y de la protesta social. Entre los enemigos de ese
“orden democrático” se incluye a los que son denominados como
terroristas o sus cómplices, entre los cuales se señala a dirigentes
políticos de izquierda, profesores, estudiantes, sindicalistas,
campesinos, mujeres pobres y a todo aquel que sea visto como un
potencial peligro para el capitalismo colombiano. Lo peor es que no solo
se les señala con el dedo acusador, sino que se les está matando a
cuentagotas de sangre.
La estrategia negacionista en Colombia
adquiere recurre a diferentes instrumentos, con el fin explícito de
instaurar la amnesia colectiva y obligatoria, algo esencial para el
régimen Uribe-Duque en su ambición de permanecer en el poder por mucho
tiempo, y en limpiar su trayectoria criminal. Por eso, han copado, con
sus fichas de extrema derecha y negacionistas abiertos del conflicto
armado al Centro de Memoria Histórica, institución que tampoco ha sido
tan independiente y crítica, como ahora pretenden algunos de sus
defensores, puesto que parte de la premisa de que todos los actores
armados son responsables de la violencia (eso sí, menos el Estado) que
en Colombia nunca ha habido terrorismo de Estado y que no hubo genocidio
de la UP, entre algunas de sus posturas “finamente” negacionistas.
No resulta extraña la ofensiva de tipo educativo de tinte negacionista
con la publicación de textos escolares, uno de ellos de Editorial
Santillana, dirigido a niños de quinto de primaria, en el que se hace
una apología de la “Seguridad Democrática”, sin que se mencionen los
diez mil crímenes de Estado (mal llamados “falsos positivos”) que se
realizaron durante este período nefasto de la historia colombiana.
Los voceros del Centro Democrático han ido más lejos aún en su labor
negacionista al pretender crear leyes que prohíban la enseñanza crítica y
la formación política, con argumentos similares a los de Jair Bolsonaro
en Brasil. Se quiere, simplemente, que las nuevas generaciones de
colombianos no puedan conocer la magnitud del Terrorismo de Estado en
Colombia y terminen defendiendo a los terratenientes y los grupos
económicos (los “cacaos”) que han ensangrentado este país.
3
El negacionismo histórico en Colombia justifica un presente, dominado
por el odio como razón de ser de los colombianos, lo que ha calado en la
fibras sensibles del habitante común y corriente de este país: odio
hacia todos los otros (insurgentes, pobres, líderes sociales,
venezolanos…), a los que se llama a exterminar. Un instrumento
fundamental para difundir ese odio, que acompaña el negacionismo
histórico, son los grandes medios de desinformación (RCN, Caracol, El
Tiempo, El Espectador, Semana…), propiedad de los verdaderos dueños de
Colombia. De esta manera se legitima el crimen, que adquiere
connotaciones transnacionales, ya que el régimen colombiano es un peón
incondicional de los peores criminales de todos los tiempos, que
gobiernan en los Estados Unidos.
El negacionismo histórico
genera una “verdad” mentirosa, excluyente, indolente y legitimadora del
odio y del crimen, por lo que no es raro que hasta personas que no
tienen la más mínima idea de lo que sucede en Colombia o en el exterior
(embrutecidas por falsimedia) señalan como terrorista a aquel que diga
algo, piense o critique, e incluso se legitima que se mate o desaparezca
a quien es calificado de ese manera. De ahí se desprende la
legitimación del discurso terrorista de que los culpables de la
violencia en Colombia son los insurgentes y estos son los que deben ser
condenados y extraditados sin dilación, mientras los verdaderos
responsables del Estado y las clases dominantes (entre ellos varios ex
presidentes) posan como ilustres ciudadanos, aunque tengan sus manos
untadas de sangre. Porque el negacionismo tiene la particularidad de
ocultar esas verdades incomodas mediante la evasión y el ensañamiento
con los otros, con los perseguidos.
Así como se afirma que el
pasado se reconstruye en función del presente y éste se explica por lo
que sucedió en el pasado, puede decirse que el pasado se niega en
función del presente y con la intención de perpetuarlo. Tal es la misión
del negacionismo histórico: perpetuar en el futuro el presente de
miserias e injusticias, y por ello se cierran las ventanas insurgentes
del pasado, que nos muestran una historia pletórica de luchas y
rebeliones, y también de represión y escarnio por parte del bloque de
poder contrainsurgente. No podemos dejar, en consecuencia, que el
enemigo de clase nos derrote también en el terreno de la historia, con
la negación de la lucha y con la imposición de su relato de muerte y
sumisión.
En esa dirección, nuestra tarea consiste en recuperar
y reivindicar nuestras luchas como parte de una historia viva, que
aliente los combates de nuestro presente e ilumine otro futuro, porque
no se olvide que el futuro está en el pasado, en la memoria de las
luchas por la dignidad, la justicia y la libertad. La lucha de clases se
proyecta hacia el pasado, por su apropiación o su negación, y por eso
es un terreno en disputa que no se debe dejar en manos de los poderosos y
sus negacionistas de cabecera.
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