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jueves, 4 de octubre de 2018

El trotskismo se ha vuelto un cambalache


Emir Sader

Nadie vive 80 años de derrotas y de frustraciones sin dejar de volverse amargado. Tantas esperanzas y tantos reveses han hecho del trotskismo, al parecer, un espacio de rencor, de no reconocimiento de la realidad concreta.
En sus orígenes, el trotskismo aparecía como una crítica democrática del stalinismo y de los caminos trillados por la URSS para sobrevivir a las ofensivas, para derrumbar la primera revolución proletaria del mundo. El Programa de Transición era una convocación a valerse de la crisis internacional del capitalismo para promover una ofensiva revolucionaria en escala mundial. Infelizmente, nada de eso se ha producido.
El trotskismo se ha vuelto especialista en hacer balances de derrotas de la izquierda, sin que pudiera agregar ninguna victoria suya, para apuntar a perspectivas superadoras de la crisis de la izquierda. Al contrario, fragmentado en múltiples corrientes, sin ninguna experiencia positiva, el trotskismo se ha vuelto intrascendente políticamente, crítico de los otros, sin capacidad siquiera de autocrítica de sus reveses permanentes.
Lo más grave ha sido la pérdida de reconocimiento de las diferencias en la realidad, no saber distinguir entre gobiernos progresistas y reacionarios. El cambalache se ha impuesto: Todo es igual/Nada es mejor. Menem y Kirchner, Cardoso y Lula, Frente Amplio y derecha uruguaya, Evo Morales y sus antecesores, Rafael Correa y Lenín Moreno. No importa si la vida del pueblo ha mejorado sustancialmente, si los trabajadores y sus organizaciones han apoyado a esos gobiernos, no importa si la soberanía nacional se ha fortalecido, no importa si la derecha se ha unido en contra de esos gobiernos. No importa si, donde esos gobiernos han sido tumbados, todo ha empeorado, para el pueblo y para el país.
La teoría, al parecer, no es instrumento para comprender las diferencias en la realidad, sino, al contrario, para amalgamar todo. Si no corresponde a los sueños trotskistas, es traición, capitulación, cuando no stalinismo y contrarrevolución. El trotskismo se ha vuelto una triste expresión de las derrotas, para el cual no hay derecha e izquierda, hay gobiernos revolucionarios, trotskistas, y traidores de los intereses del proletariado, representados por los trotskistas.
Si la práctica sigue siendo el criterio de la verdad, nadie debiera aprender tanto de la realidad y de sus fracasos como el trotskismo. Pero está demasiado ocupado en disparar sobre los otros para ocuparse de sus problemas. Se valen del viejo Trotsky para buscar legitimidad política, pero son un fracaso político reiterado.
No reconocer a la Argentina del siglo XXI frente a la del siglo XX, es expresión de una grave miopía política. No reconocen un Brasil de Lula distinto al de Cardoso. No se valen de la práctica para iluminar la teoría, sino interrogan a la realidad a partir de sus teorías permanentes. Les encanta la teoría, pero como la realidad no corresponde a sus teorías, echan la realidad por la borda y se quedan permanentemente con sus libros.
¿Dónde están las experiencias victoriosas basadas en las tesis trotskistas, para que puedan evidenciar que la práctica les da la razón? ¿Qué gobiernos han seguido sus orientaciones y han trasformado revolucionariamente la realidad? ¿Dónde, cuándo, de qué forma, con quiénes?
Los trotskismos y los trotskistas han desmoralizado a Trotsky, un gran revolucionario y gran historiador. Enarbolan citas para pelearse entre sí sobre quienes son los más fieles al maestro y quienes lo traicionan, pretendiendo siempre ser los más ortodoxos.
Habría siempre un camino revolucionario, similar al de los bolcheviques en la época de Trotsky, que la izquierda contemporánea se empecina en no seguir, en no aplicar sus métodos. Fidel, Chávez, Lula y tantos otros, serían farsantes, chorros, maquiavélicos y estafadores, se harían pasar por de izquierda, pero serían más de lo mismo.
La historia no existe para el trotskismo, todo está congelado y sintetizado en el debate Trotsky/Stalin. Desde entonces, la historia es una triste, burocrática y permanente repetición de lo mismo. Ya no hay más Trotskys, apenas los que se disputan su legítima representación, pero la historia está llena de Stalins. Difícil reconocer una realidad concreta, contemporánea, con tantos fantasmas.

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