David Brooks
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, saluda a las porristas
que acompañan a la Banda de la Florida Atlantic University, que ayer
participaron en la fiesta que dio el mandatario en el club de golf que
lleva su nombre en West Palm Beach, Florida, con motivo de la final del
SupertazónFoto Ap
Es cada vez más difícil
identificar cuál es la narrativa, el complot o la conspiración y tratar
de hacer un análisis más o menos coherente del espectáculo dentro la
cúpula poítica de Estados Unidos (y los que intentan bailar con ella
aquí y en otros países).
Algunos dicen que Trump está encabezando un complot de la
ultraderecha, otros insisten que el complot es de los neoliberales,
otros más que es un bufón que no tiene idea y sólo quiere ser el centro
de atención a toda hora en todas partes (si es así, ha triunfado); otros
afirman que no hay ninguna estrategia aparte de cumplir con los deseos
inmediatos de banqueros, fanáticos religiosos y supremacistas blancos
(todos los cuales han elogiado al ocupante de la Casa Blanca).
O tal vez no hay que pensarle tanto, y en los hechos quedan claras
sus intenciones: destruir el estado de bienestar social y otras
estructuras que quedan desde los tiempos de Franklin Roosevelt, realizar
una limpieza étnica en el país y cerrar las fronteras, y
declarar que cualquiera dentro o fuera de Estados Unidos que se oponga,
no jure lealtad o por lo menos subordinación al nuevo bufón-emperador
será atacado como
enemigo del pueblo, o algo así.
Pero no se sabe bien a bien qué es todo esto, y lo ocurrido esta
semana no ofrece mayor claridad. Trump ofreció su discurso sobre el
estado de la Unión, y proclamó que esto que se está viviendo es el amanecer de una nueva era estadunidense gloriosa, llamó a la unidad nacional, declaró más guerra contra inmigrantes y amenazó al resto del planeta con más armas nucleares. Poco después, en una entrevista, infirió que tal vez sería necesario otro 11-S para lograr esa unidad.
Acto seguido, lanzó un ataque sin precedente en tiempos modernos
contra las instituciones de seguridad pública, como parte de un intento
de descalificar y tal vez despedir a los que lo están investigando.
Acusó, en esencia, que el Departamento de Justicia y la FBI, entre
otros, son parte de un complot político en su contra (a pesar de que él
nombró a sus respectivos jefes). Por su lado, se reporta que el personal
de la FBI está furioso y sorprendido de que sus históricos aliados
políticos –los republicanos– los están atacando. Aún más raro es ver
cómo algunos grupos liberales ahora están defendiendo a una agencia que
ha sido criticada en tantas ocasiones por su largo historial de
persecución e intimidación contra voces progresistas (incluyendo figuras
ahora sagradas como Martin Luther King). Más aún, activistas liberales
están organizando una fuerza de reacción inmediata (dicen que son
cientos de miles) que saldrán a las calles en protesta, en caso de que
Trump se atreva a despedir al fiscal especial Robert Mueller, algo que
algunos políticos dicen detonaría una
crisis constitucional.
En el ámbito de política exterior, la semana concluyó con Trump
minando, una vez más, a su encargado de política exterior, quien acababa
de concluir una visita
exitosaa México como parte de una gira por Latinoamérica.
Mientras el pasado viernes México declaraba que la relación con
Estados Unidos nunca había estado mejor (noticia que seguramente
sorprendió a muchos, incluidos millones de mexicanos de este lado
perseguidos por la migra y la política de odio racial de este
gobierno), el mandatario corrigió esa impresión ese mismo día. En un
discurso en Virginia, Trump abordó el flujo de drogas y de
ilegalesque inundan a Estados Unidos, y preguntó:
¿Y qué están haciendo México y Colombia?; ¿qué están haciendo al respecto? Nada. Estos países no son nuestros amigos, saben, pensamos que son nuestros amigos y les enviamos asistencia masiva y ellos están enviando drogas a nuestro país y se están carcajeando de nosotros. Quiero frenar la asistencia si ellos no pueden frenar las drogas que llegan aquí.
Por su parte, Tillerson –quien en esta gira está encargado de
asegurar a los latinoamericanos que Trump a veces habla feo pero que sus
intenciones son muy bonitas– inauguró su viaje elogiando la Doctrina
Monroe, declarando poco antes de llegar a México, que esa política que
está por cumplir su bicentenario “claramente ha sido un éxito… lo que
nos vincula en este hemisferio son valores democráticos compartidos...
Creo que fue un compromiso importante en su momento y veo que a lo largo
de los años ha continuado enmarcando la relación. Pienso que es tan
relevante hoy como lo fue el día en que fue escrita”.
En ese mismo discurso invitó a un golpe militar en Venezuela y promovió el
cambio de régimenen Cuba, todo mientras proclamaba a su gobierno como campeón de la democracia en el mundo. Mucha nostalgia.
No es nada nuevo que Washington –tanto con gobiernos republicanos o
demócratas– se proclame juez y jurado sobre la democracia hemisférica.
Unos 150 años de intervenciones, asesinatos, capacitación en tortura
(perdón, se llamaba asistencia policiaca) y operaciones clandestinas
siempre fueron justificadas como necesarias para la defensa de la
democracia.
Uno de los más reconocidos estrategas de esa política, por cierto, el
premio Nobel de la Paz Henry Kissinger (quien se dice que afirmó en
1970, cuando era asesor de Seguridad Nacional de Richard Nixon:
no veo por qué necesitamos quedarnos quietos y observar mientras un país se vuelve comunista por la irresponsabilidad de su propio pueblo, ante la eleccion de Salvador Allende como presidente de Chile), fue citado por el Daily Mail declarando ante senadores la semana pasada que un ataque preventivo (se supone que sería nuclear) contra Corea del Norte es
tentadory el argumento en favor de esa opción es
racional.
¿Racional? Todo esto, pues, tal vez sea muy racional, o tal vez,
ojalá fuera así, es una pésima serie de televisión. Una ya no sabe si
pretender ser un analista razonable o un experto sobre racionalidad y
tratar de ofrecer una explicación coherente de todo esto, o si sólo
divertirse con los otros que lo intentan junto con políticos de aquí y
otros países que dicen que sí le entienden y proclaman que las cosas
están bien, mejor que nunca.
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