Brecha
Los debates de la izquierda han gozado históricamente de una gran riqueza intelectual y teórica.
En el mundo del socialismo real, pese a la deriva totalitaria de sus
estados, hubo potentes debates tales como si era posible el “socialismo
en un solo país” entre los partidarios de León Trotsky y Iósif Stalin;
la hoja de ruta para superar la oposición entre el trabajo intelectual y
manual entre dirigentes y dirigidos surgidos en China durante la
revolución cultural; o la controversia sobre la ley de valor de Marx en
las sociedades de transición que protagonizaran el Che Guevara, Ernest
Mandel y Charles Bettelheim, con la participación de Paul Sweezy entre
otros pensadores marxistas.
De igual manera, los debates de la
izquierda en los países capitalistas tampoco fueron baladíes,
revitalizándose las elaboraciones respecto a la caracterización de la
naturaleza de clase del Estado y el papel de la democracia al interior
del pensamiento marxista y la teoría crítica. Estos debates abarcaron
desde las formulaciones de Louis Althusser en relación con la naturaleza
y papel de los llamados aparatos ideológicos y represivos del Estado
hasta los análisis de Michel Foucault sobre los diagramas y dispositivos
de poder-saber y la matriz disciplinaria del panóptico moderno. Por su
parte, la ratificación de la naturaleza de clase del Estado y las formas
particulares que adopta la dominación política supondrían también la
aparición de nuevos estudios tanto desde la perspectiva subjetivista
como desde las visiones estructuralistas, generando grandes duelos
teóricos como la polémica entre Ralph Miliband y Nikos Poulantzas.
Incluso tras la caída del Muro de Berlín, las posiciones de Toni Negri y
Michael Hart frente a John Holloway, con sus diferentes posiciones
sobre la dialéctica y las diferentes perspectivas entre el autonomismo y
el marxismo abierto son de gran riqueza intelectual en el ámbito del
debate teórico de fin del pasado siglo.
Quizás por ello causa
tanta congoja y vergüenza ajena el nivel teórico esbozado por algunos de
los académicos latinoamericanos que se han caracterizado en los últimos
años por ser los legitimadores intelectuales de los regímenes
progresistas. En el campo de la izquierda nunca se había visto tan
extensa combinación entre simplificación del pensamiento y actitud
conformista en el campo del saber.
Diría Pierre Bourdieu que el
intelectual está obligado a desarrollar una práctica de autocrítica.
Que deben llevar a cabo una crítica permanente de los abusos de poder o
de autoridad que se realizan en nombre de la autoridad intelectual; o si
se prefiere, deben someterse a sí mismos a la crítica del uso de la
autoridad intelectual como arma política dentro del campo intelectual
mismo. Para este destacado representante de la sociología contemporánea,
todo académico debería también someter a crítica los prejuicios
escolásticos cuya forma más persuasiva es la propensión a tomar como
meta una serie de revoluciones de papel. Ironizaría Bourdieu indicando
que esto llevó a los intelectuales de su generación a someterse a un
radicalismo de papel confundiendo las cosas de lógica por la lógica de
las cosas.
Sin embargo, a lo que hoy asistimos por parte del
establishment académico de propagandistas de los regímenes progresistas
no es otra cosa que lo que el zapatista subcomandante Galeano llamara
“histeria ilustrada de la izquierda institucional”, esa que ingenuamente
llegada al poder se convierte en un clon de lo que dice combatir,
corrupción incluida.
Es evidente que a la producción de
pensamiento reaccionario debemos oponer la producción de redes críticas
desde la intelectualidad específica. Hago referencia a la noción teórica
elaborada por Foucault por la cual se define una actividad inscrita en
un campo acotado en el que el intelectual practica su labor singular.
Algo más parecido a la figura del experto que a la del opinador
generalista que habla indistintamente sobre cualquier cosa en cualquier
contexto. Pero esto debe hacerse desde la honestidad, al igual que
cualquier tipo de intervención política, y ahí, volviendo al sup
Galeano, “hay que reconocer que esa izquierda ilustrada es de
deshonestidad valiente”, pues no le importa hacer el ridículo.
En el fondo, el rol de esta intelectualidad progresista se asemeja
bastante al de los propagandistas del viejo régimen estalinista,
aquellos a los que el mismo Stalin –el menos intelectual de todos los
bolcheviques que protagonizaron la Revolución Rusa– bautizaría como “los
ingenieros del alma”. Así Vladimir Putin es comparado con Lenin; Rafael
Correa con el Che Guevara; las elecciones en Ecuador con la batalla de
Stalingrado o el juicio a Lula por sus implicaciones en la trama
Odebrecht con el hipotético vía crucis de Jesuscristo en su camino al
Calvario.
Sin embargo, hay que hacer memoria de la represión
correísta sobre el paro/movilización que tuvo lugar en Ecuador entre el 2
y el 26 de agosto de 2015, donde hubo 229 “agresiones, detenciones,
intentos de detención y allanamientos en todos los territorios donde se
realizaron movilizaciones y protestas” (informe del Colectivo de
Investigación y Acción Psicosocial Ecuador) o la impunidad en los casos
de asesinatos a destacados opositores al modelo extractivista como José
Tendetza, Freddy Taish o Bosco Wisuma. Hay que recordar también cómo el
gobierno del PT criminalizó y agredió la protesta de jóvenes brasileños
en las calles de todo el país en junio de 2013 y posteriormente durante
el Mundial de Fútbol de 2014, o cómo se ha disparado el número de
asesinatos de jóvenes negros en las zonas de favela en una lógica de
política de “limpieza social” sobre todo a partir de la aprobación –con
el apoyo del gobierno de Dilma Rousseff– de la ley antiterrorista en el
Legislativo. De igual manera, ya no podemos mirar a otro lado ante el
nivel de violencia desplegado por las fuerzas de seguridad del Estado en
Venezuela, las violaciones de derechos humanos y el alarmante nivel de
deterioro de la democracia en ese país.
Ante esta realidad me
viene a la memoria Jean Paul Sartre –exponente del existencialismo y del
marxismo humanista– cuando en el año 1945 escribió en la revista Le
Temps Modernes, “considero a Flaubert y a Goncourt responsables de la
represión que siguió a la Comuna de París porque no escribieron una
palabra para impedirla”. Para Sartre, el corazón de cuya filosofía era
una preciosa noción de libertad y un sentido concomitante de la
responsabilidad personal, la misión de un intelectual es proporcionar a
la sociedad “una conciencia que la arranque de la inmediatez y despierte
la reflexión”.
Aquí, ¿cómo no?, conviene rememorar también al
palestino Edward W Said, quien sentenciaría en uno de sus más famosos
textos: “Básicamente, el intelectual (…) no es ni un pacificador ni un
fabricante de consenso, sino más bien alguien que ha apostado con todo
su ser a favor del sentido crítico, y que por lo tanto se niega a
aceptar fórmulas fáciles, o clichés estereotipados, o las confirmaciones
tranquilizadoras o acomodaticias de lo que tiene que decir el poderoso o
convencional”.
Como podemos apreciar, nada que ver con el –en
palabras del sup Galeano– “pensamiento perezoso” del progresismo criollo
de estos tiempos. Entender el porqué de este deterioro intelectual
tiene que ver con razones que van desde las aspiraciones personales de
algunos académicos respecto a su capacidad de influencia política en el
poder, hasta con una simple falta de conocimientos científicos o
históricos que procura esconderse tras una supuesta superioridad
analítica, todo ello sin olvidar las limitaciones derivadas del
pensamiento binario por el que el mundo se divide simplemente entre
derecha e izquierda.
Pero hablemos claro. No existe el
pensamiento crítico funcional a gobiernos progresistas o partidos de la
izquierda institucional, eso es una falacia. En realidad, la modernidad
no se imagina la política sin un proyecto intelectual, por superficial
que este sea, motivo por el que toma sentido la intelectualidad
progresista actual. Así de tristes son las actuales relaciones entre el
saber y la política convencional latinoamericana.
En todo caso,
no puede haber un pensamiento crítico que no tenga su anclaje en la
propuesta de pensar históricamente y por lo tanto cuestionar la impuesta
aceptación de que siempre ha existido y existirá el capitalismo, lo que
reduce la cancha del juego a proceder solamente a “humanizarlo”. El
pensamiento crítico es en realidad un pensamiento radicalmente
anticapitalista. En eso no hay negociación, pues de ello depende el
futuro de la humanidad.
De igual manera, el pensamiento crítico
implica profundizar sin concesiones el estudio de los mecanismos que
mantienen la dominación –procedan éstos de donde sea–, lo cual no admite
espacios para la seducción por parte del poder. Y requiere superar lo
que podríamos llamar ortodoxia marxista, incorporando lógicas
libertarias, ecologistas, feministas, anticolonialistas e indigenistas
entre otras tantas.
Al mismo tiempo el pensamiento crítico
parte de una acción comprometedora, está embarcado en la acción política
y es por ello despreciado desde el poder. No es premiado con salarios
de analista para medios de comunicación “progresistas”, no hace
consultorías gubernamentales y tampoco forma parte del actual y
extendido business académico.
A partir de aquí, el camino es
largo pero necesario si esa intelectualidad progresista quiere dejar de
vivir del Sur, para pasar a ayudar a transformarlo.
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