Guillermo Almeyra /II y último
En Cuba, la situación
económica mejoró. El producto interno bruto creció 1.6 por ciento, hubo
un aumento de 49 por ciento en las muy bajas inversiones y otro de 26
en la sustitución de importaciones. Pero las exportaciones disminuyeron
16.3 por ciento y hubo que importar petróleo por 100 millones de dólares
para compensar, en parte, la reducción de 40 por ciento de la ayuda
petrolera venezolana (que por cuarto año consecutivo se atrasó).
El gobierno tuvo que firmar acuerdos con otros países petroleros,
como Argelia, para tener una provisión adecuada del carburante y el
aumento del precio del barril es malo para la isla y otros importadores,
aunque bueno para Venezuela. Cuba también avanzó en la creación de
instrumentos para la planificación, al interconectar tres importantes
centros de datos, y realizó progresos significativos en el manejo de los
suelos y huertos comunales.
Pero los problemas fundamentales siguen ahí: la fuerte dependencia
del turismo –que es volátil y socialmente muy costoso–, la carencia de
autonomía alimentaria y de viviendas e infraestructuras adecuadas ante
la mayor fuerza de los huracanes, la necesidad de encontrar una fuente
de divisas no tradicional y, sobre todo, la necesidad de resolver los
graves problemas que crea un sistema monetario con dos divisas paralelas
–el CUC y el peso– y otras derivadas.
En 2013 se resolvió unificar las dos monedas porque es imposible
calcular el costo real de lo que se produce y por la gran desigualdad
que introducen en la sociedad, con los consiguientes efectos políticos,
además del caos en el pago de impuestos, el sistema bancario y el
régimen de salarios. Pero las medidas que estudia una parte del
establishment implicarían una devaluación, o sea, una caída brusca del
ingreso de los más pobres.
También pesa mucho sobre la economía y la sociedad la falta de
motivación y esperanzas de buena parte de la juventud que es fuertemente
impactada por el consumismo que difunden tanto los turistas como
Internet. Pero lo peor es la dependencia de un aliado –Venezuela– que
pasa por una terrible crisis económica y contra el cual Washington
prepara un golpe militar unido a sus siervos sudamericanos,
especialmente el gobierno de Colombia, por cuya frontera podría invadir a
los venezolanos.
En Venezuela, los tiempos políticos no coinciden con los tiempos
económico-sociales. El presidente Nicolás Maduro logró dividir a la
oposición de la Mesa de la Unidad Democrática con elecciones regionales
(que una parte de ella desertó) y mediante el diálogo en la República
Dominicana en el que el ala negociadora de la oposición participó para
negarse después –con total incongruencia hasta para los mediadores– a
firmar el acta de lo acordado. Maduro va así a las elecciones
presidenciales del 22 de abril con mayores posibilidades de triunfo
frente a tres (por ahora) candidatos opositores.
Precisamente, por eso Washington escaló varios puntos su agresión
atacando la exportación petrolera venezolana, recurriendo al embargo y
pasando de la fase de los golpes
blancos, con fachada democrática o parlamentaria (como el que dio contra el presidente Manuel Zelaya de Honduras o el obispo Lugo en Paraguay o como el que defenestró a Dilma Rousseff en Brasil), a la preparación abierta de una guerra civil y una dictadura militar.
Porque eso es lo que se desprende de la gira de Rex Tillerson,
secretario de Estado, por Argentina, Brasil y Colombia, así como de las
declaraciones del embajador estadunidense en Bogotá sobre la necesidad
de una solución
democrática y rápidaal caso venezolano y del llamado del mismo Tillerson a una
solución militaren Venezuela.
Estados Unidos sabe bien que, incluso, si encontrase apoyo para un
golpe de Estado en una parte de las Fuerzas Armadas Bolivarianas –que
viven la dramática situación económica del país y cuyos oficiales
pertenecen en gran cantidad a las clases medias o a la burguesía y
sufren su influencia– va a tener que vencer la larga resistencia de un
sector de los oficiales y soldados en una guerra civil prolongada por
una guerra de guerrillas en Venezuela y en Colombia que podría
contagiarse a Brasil.
Ahora bien, la fase de la preparación de la guerra contra China y
Rusia exige a Estados Unidos –para asegurar su patio trasero– el retorno
a las dictaduras directas o a las dictablandas a la Macri, con
represión y leyes fascistoides de seguridad interior. Con una inflación
venezolana de 1000 por ciento anual que destroza los salarios y las
pensiones y otros ingresos fijos, así como la carencia grave de
alimentos y medicinas, el gobierno de Maduro pende hoy de un hilo que
Washington quiere cortar brutalmente porque sabe que Venezuela no tendrá
apoyo, salvo de algunos gobiernos sudamericanos débiles y que China y
Rusia se limitarán a protestar.
Más que nunca, en Cuba y Venezuela, la carta de salvación es la
participación plena de los trabajadores, su información directa sobre
todos los problemas que se enfrentan, su capacidad de organizarse,
razonar, decidir, y su preparación para lo que podría venir, porque si
cayese Venezuela bajo una dictadura proimperialista, Cuba sería el
blanco inmediato de un intento de invasión sostenido por Washington.
En Cuba no son los directores de las empresas los que deben tener
mayor poder: son los trabajadores, reunidos en asambleas, eligiendo y
formando consejos obreros y distritales para defender la independencia
nacional.
No se puede pensar en la devaluación para salvar la macroeconomía a
costa del nivel de vida, de por sí ya bajo: hay que acabar con los
privilegios, despilfarros, desvíos de fondos y la frondosidad de la
burocracia.
En Venezuela, la boliburguesía prepara el camino a los agentes del
imperialismo: es necesario el famoso golpe de timón, organizándolo desde
abajo, sin esperarlo de Nicolás Maduro ni de Diosdado Cabello.
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