Hace poco más de tres meses, afirmé en este espacio que la situación de violencia en mi ciudad, Río de Janeiro, era asustadora. Escribí que el Estado tenía un gobernador inepto y omiso, que la clase política estaba ahogada en corrupción, que la alianza entre narcotraficantes y policías estaba plenamente establecida, que había diputados estatales que dependían directa o indirectamente de los cárteles que controlaban vastas extensiones territoriales de la ciudad. Y afirmé que todo indicaba que la única salida sería una intervención federal, pero que tal medida era impensable para un gobierno nacional que, además de ser rechazado por 90 por ciento de la opinión pública, también estaba plagado de corruptos.
Bueno: en el Brasil de hoy, nada es impensable, y lo acaba de comprobar Michel Temer, el presidente ilegítimo que integra el más formidable grupo de bandoleros que forman un gobierno en la historia de la República. Hace poco más de una semana, determinó una intervención militar en Río de Janeiro. Eso significa que todo el aparato de seguridad del Estado –policía judicial, policía militar, sistema carcelario y hasta el cuerpo de bomberos– está bajo el comando de un general del Ejército, Walter Braga Netto, quien, a su vez, no se reportará al inútil gobernador Luis Fernando Pezão, sino directamente al ministro de Defensa, Raul Jungmann.
Sin embargo, hay mucho por detrás de la medida decretada por Temer. Teóricamente, se intervino solamente en lo que se refiere a seguridad pública, pero la verdad es más amplia: se trata de una jugada de altísimo riesgo. Basta con recordar que a lo largo de los últimos nueve años y medio, las fuerzas armadas, en especial el Ejército, intervinieron 12 veces en Río, especialmente en la capital. Pero lo hicieron siempre en situaciones puntuales, a pedidos del gobernador de turno y siempre en conjunto con las fuerzas locales de seguridad.
Los resultados han sido ínfimos y las acciones dejaron, principalmente entre los moradores de las favelas, un sentimiento –muy justificado– de violencia y humillación.
Ahora, al nombrar un general como interventor en todo lo que se refiere a la seguridad pública, Temer abre espacio para que Braga Netto pueda nombrar, cesar, alterar o lo que quiera en toda la estructura de personal de seguridad pública. El general ya determinó acciones de represión en los bastiones del narcotráfico, que controla prácticamente todas las favelas donde viven más de un millón de habitantes. Las escenas de humillación pasaron a ser parte del cotidiano: niños tienen sus mochilas escolares revisadas y los moradores son fotografiados al salir para el trabajo.
La segunda más rica y poblada provincia brasileña, y principalmente su capital, especie de vidriera del país a los ojos del mundo, vive, concretamente, bajo intervención militar.
Es una medida inédita, de especial gravedad y que seguramente será de escasísima utilidad. Los soldados del ejército son entrenados para combatir enemigos, no para investigar y efectuar prisiones. Eso, para no mencionar que en su abrumadora mayoría desconocen no sólo la ciudad de Río, sino también los callejones y vericuetos de los cerros controlados por pandillas muy bien armadas y que poco o nada tienen que perder.
Prácticamente en unísono, los más prestigiados y respetados estudiosos del tema de la seguridad pública en Río se manifestaron de manera contundente contra la iniciativa de Temer. Dicen que se trata de otro paso más en la dirección de siempre: se sacraliza el mito de que la solución pasa por el ejército, y que la militarización es la salida.
¿Por qué, entonces, la intervención militar?
Para empezar, por la visibilidad y por la campaña incesante de los grandes medios de comunicación, otra vez con TV Globo a la cabeza. Ahora mismo, durante el carnaval, la emisora mostró la alegría de la fiesta en todas las capitales del país, pero cuando se trató de Río, las imágenes repetidas infinitamente eran de violencia.
Y, además, porque Temer calculó que, al adoptar una medida que agradara a las clases medias y con impacto en los sectores más conservadores del país, podrá provocar algún aumento en su nula popularidad. Y, por fin, una razón concreta: mientras haya alguna intervención federal donde sea en el país, ninguna enmienda constitucional podrá ser aprobada en el Congreso.
En el fondo, de eso se trata: la tenebrosa reforma del sistema de jubilaciones y pensiones defendida a hierro y fuego por Temer y los dueños del capital no podrá ser votada en el Congreso. O, mejor dicho, no podrá ser derrotada como fatalmente ocurriría.
Temer se libra de un tema impopular y busca darle algún brillo a su más que opaca figura. Abre espacio para presentarse a la relección.
Lo que quizá no sepa es que en realidad puso las dos manos en el fuego. Cuando ocurra algún enfrentamiento y las balas perdidas alcancen algún inocente, o cuando mueran militares, ¿qué pasará?
Y más: los que serán agredidos y humillados por su iniciativa no serán los traficantes, sino los moradores ya abandonados de las favelas que, a propósito, también son electores.
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