Las elecciones de octubre son, sin duda, las de pronóstico más dudoso desde 1989, cuando los brasileños volvieron a las urnas para elegir un presidente luego de 28 años.
Algunos mecanismos, es verdad, se repiten. Por ejemplo: en aquella
ocasión, el poderoso grupo de comunicaciones llamado Organizaciones
Globo, con la televisión que lleva el nombre del conglomerado y actúa,
en términos concretos, como un gran monopolio, a la cabeza, hicieron de
todo para impedir que Leonel Brizola fuese a la segunda vuelta. Por una
diferencia de poco más de 450 mil votos, quien logró enfrentarse al
candidato de los medios, del mercado financiero y del empresariado, un
neófito llamado Fernando Collor de Melo, fue el entonces radical líder
sindical Luiz Inácio Lula da Silva.
Dando una clarísima muestra de su ausencia total de escrúpulos, la
Globo manipuló los noticiarios de mayor audiencia en el país con una
edición trucha de un debate que mostró los mejores momentos de Collor de
Melo y los peores de Lula da Silva.
Resultado: ganó Collor, quien fue defenestrado por el Congreso
después de cumplir poco más de dos años y medio de su mandato, hundido
por toneladas de acusaciones bien comprobadas de corrupción endémica.
Ahora, a la Globo y a todos los demás medios masivos de comunicación,
al mismo mercado y al mismo empresariado, se sumó el muy poderoso Poder
Judicial, la Corte Suprema inclusive, con la misma misión: defenestrar
la figura de Lula da Silva.
Es verdad que la campaña sufrida en aquel entonces por el más
consistente y, por tanto, peligroso líder de izquierdas, Leonel Brizola,
se parece a caricia materna si es comparada a lo que se armó contra
Lula.
Eso se debe a razones consistentes, para empezar, por lo que él hizo
en sus dos mandatos presidenciales. Pero lo importante es que, a estas
alturas del juego, las posibilidades de que Lula da Silva, quien
encabeza con amplio margen todos los sondeos electorales, pueda
presentarse en octubre son poco menos que nulas.
Es comprensible: al fin y al cabo, el golpe institucional que
destituyó en 2016 a la presidenta Dilma Rousseff –nunca es demasiado
repetir– tenía como objetivo final liquidar a Lula. Un juicio preñado de
irregularidades, a empezar por la ausencia confesa de pruebas (se le
condenó con base en
conviccionessurgidas de lo que dijo un delator), cuya sentencia fue confirmada por un tribunal de segunda instancia, hizo que su postulación fuese prácticamente fulminada: la legislación electoral brasileña impide que alguien con una condena confirmada sea candidato.
Hay, desde luego, brechas en esa ley. Pero sobran indicios de
que, en su caso particular, ningún espacio será abierto. Antes siquiera
de recibir –y analizar– un pedido de registro de la candidatura de Lula,
el presidente del Tribunal Superior Electoral, el folclórico Luis Fux,
ya anticipó, en un neologismo infame, que el nombre del ex mandatario es
irregistrable.
Además, existe otro riesgo rondando la figura del más popular
presidente de la historia brasileña: el tribunal que le sentenció
determinó también que Lula empiece a cumplir la pena tan pronto se
agoten sus recursos en la corte. No son pocas las posibilidades de que
lo encarcelen a mediados de marzo. Son altísimas las posibilidades de
que instancias superiores le concedan un habeas corpus. Pero el desastre estaría consumado.
El problema es que, sin Lula, ¿qué saldrá de las urnas?
La perspectiva de un absentismo olímpico asusta a analistas y traza un escenario inquietante para quien logre alzarse vencedor.
Para hacer aún más enigmático el panorama, ni el grupo instalado en
el poder, ni el sacrosanto mercado financiero, ni el conglomerado
oligopólico de comunicación y menos todavía el empresariado, tienen un
candidato viable para mantener las cosas tal como están.
Faltando seis meses para el cierre oficial del registro de
candidatos, y ocho para que los electores acudan a las urnas, lo que se
ve en el horizonte es una interrogación de las dimensiones de un
portaviones en la piscina de algún club de suburbio.
Todos los nombres lanzados hasta ahora como globo de aire no lograron
ganar altura. El PSDB, partido del ex presidente Fernando Henrique
Cardoso e idealizador del golpe institucional, se encuentra en un
callejón sin salida: su presidenciable, el actual gobernador de San
Pablo, Geraldo Alckmin, tiene el carisma de una hoja de lechuga.
Cardoso, a propósito, ya dio todas las pistas de que pretende
abandonar al candidato oficial del partido y estimula que un presentador
de televisión, Luciano Huck, funcionario de la TV Globo, se postule.
Bastante popular principalmente en las clases menos favorecidas, a raíz
de un programa populachero que distribuye beneficios a los pobres, Huck
tiene la coherencia política e ideológica de una gallina y la
consistencia de un flan de nubes.
La complicidad de la justicia consolidó el golpe. Pero ahora nadie,
ni los golpistas, sabe qué hacer para impedir un eclipse de
consecuencias absolutamente imprevisibles.
La verdad es que octubre, más que un enigma, se parece cada día más a una amenaza. Terrible amenaza.
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