El viejo topo
Como casi toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán “La ociosidad es la madre de todos los vicios”. Niño profundamente virtuoso, creí todo cuanto me dijeron, y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar intensamente hasta el momento actual. Pero, aunque mi conciencia haya controlado mis actos, mis opiniones han experimentado una revolución. Creo que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que predicar en los países industriales modernos es algo completamente distinto de lo que siempre se ha predicado.
Todo el mundo conoce la historia del viajero que vio en Nápoles doce
mendigos tumbados al sol (era antes de la época de Mussolini) y ofreció
una lira al más perezoso de todos. Once de ellos se levantaron de un
salto para reclamarla, así que se la dio al duodécimo. Aquel viajero
hacía lo correcto. Pero en los países que no disfrutan del sol
mediterráneo, la ociosidad es más difícil y para promoverla se
requeriría una gran propaganda. Espero que, después de leer las páginas
que siguen, los dirigentes de la Asociación Cristiana de jóvenes
emprendan una campaña para inducir a los jóvenes a no hacer nada. Si es
así, no habré vivido en vano. Antes de presentar mis propios argumentos
en favor de la pereza, tengo que refutar uno que no puedo aceptar. Cada
vez que alguien que ya dispone de lo suficiente para vivir se propone
ocuparse en alguna clase de trabajo diario, como la enseñanza o la
mecanografía, se le dice, a él o a ella, que tal conducta lleva a quitar
el pan de la boca a otras personas, y que, por tanto, es inicua. Si
este argumento fuese válido, bastaría con que todos nos mantuviésemos
inactivos para tener la boca llena de pan. Lo que olvida la gente que
dice tales cosas es que un hombre suele gastar lo que gana, y al gastar
genera empleo. Al gastar sus ingresos, un hombre pone tanto pan en las
bocas de los demás como les quita al ganar. El verdadero malvado, desde
este punto de vista, es el hombre que ahorra. Si se limita a meter sus
ahorros en un calcetín, como el proverbial campesino francés, es obvio
que no genera empleo. Si invierte sus ahorros, la cuestión es menos
obvia, y se plantean diferentes casos.
Una de las cosas que con más frecuencia se hacen con los ahorros es
prestarlos a algún gobierno. En vista del hecho de que el grueso del
gasto público de la mayor parte de los gobiernos civilizados consiste en
el pago de deudas de guerras pasadas o en la preparación de guerras
futuras, el hombre que presta su dinero a un gobierno se halla en la
misma situación que el malvado de Shakespeare que alquila asesinos. El
resultado estricto de los hábitos de ahorro del hombre es el incremento
de las fuerzas armadas del estado al que presta sus economías. Resulta
evidente que sería mejor que gastara el dinero, aun cuando lo gastara en
bebida o en juego.
Pero
-se me dirá- el caso es absolutamente distinto cuando los ahorros se
invierten en empresas industriales. Cuando tales empresas tienen éxito y
producen algo útil, se puede admitir. En nuestros días, sin embargo,
nadie negará que la mayoría de las empresas fracasan. Esto significa que
una gran cantidad de trabajo humano, que hubiera podido dedicarse a
producir algo susceptible de ser disfrutado, se consumió en la
fabricación de máquinas que, una vez construidas, permanecen paradas y
no benefician a nadie. Por ende, el hombre que invierte sus ahorros en
un negocio que quiebra, perjudica a los demás tanto como a sí mismo. Si
gasta su dinero -digamos- en dar fiestas a sus amigos, éstos se
divertirán -cabe esperarlo-, al tiempo en que se beneficien todos
aquellos con quienes gastó su dinero, como el carnicero, el panadero y
el contrabandista de alcohol. Pero si lo gasta -digamos- en tender
rieles para tranvías en un lugar donde los tranvías resultan
innecesarios, habrá desviado un considerable volumen de trabajo por
caminos en los que no dará placer a nadie. Sin embargo, cuando se
empobrezca por el fracaso de su inversión, se le considerará víctima de
una desgracia inmerecida, en tanto que al alegre derrochador, que gastó
su dinero filantrópicamente, se le despreciará como persona alocada y
frívola.
Nada de esto pasa de lo preliminar. Quiero decir, con toda seriedad,
que la fe en las virtudes del trabajo está haciendo mucho daño en el
mundo moderno y que el camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa
por una reducción organizada de aquél.
Ante todo, ¿qué es el trabajo? Hay dos clases de trabajo; la primera:
modificar la disposición de la materia en, o cerca de, la superficie de
la tierra, en relación con otra materia dada; la segunda: mandar a
otros que lo hagan. La primera clase de trabajo es desagradable y está
mal pagada; la segunda es agradable y muy bien pagada. La segunda clase
es susceptible de extenderse indefinidamente: no solamente están los que
dan órdenes, sino también los que dan consejos acerca de qué órdenes
deben darse. Por lo general, dos grupos organizados de hombres dan
simultáneamente dos clases opuestas de consejos; esto se llama política.
Para esta clase de trabajo no se requiere el conocimiento de los temas
acerca de los cuales ha de darse consejo, sino el conocimiento del arte
de hablar y escribir persuasivamente, es decir, del arte de la
propaganda.
En Europa, aunque no en Norteamérica, hay una tercera clase de
hombres, más respetada que cualquiera de las clases de trabajadores. Hay
hombres que, merced a la propiedad de la tierra, están en condiciones
de hacer que otros paguen por el privilegio de que les consienta existir
y trabajar. Estos terratenientes son gentes ociosas, y por ello cabría
esperar que yo los elogiara. Desgraciadamente, su ociosidad solamente
resulta posible gracias a la laboriosidad de otros; en efecto, su deseo
de cómoda ociosidad es la fuente histórica de todo el evangelio del
trabajo. Lo último que podrían desear es que otros siguieran su ejemplo.
Desde el comienzo de la civilización hasta la revolución industrial,
un hombre podía, por lo general, producir, trabajando duramente, poco
más de lo imprescindible para su propia subsistencia y la de su familia,
aun cuando su mujer trabajara al menos tan duramente como él, y sus
hijos agregaran su trabajo tan pronto como tenían la edad necesaria para
ello. El pequeño excedente sobre lo estrictamente necesario no se
dejaba en manos de los que lo producían, sino que se lo apropiaban los
guerreros y los sacerdotes. En tiempos de hambruna no había excedente;
los guerreros y los sacerdotes, sin embargo, seguían reservándose tanto
como en otros tiempos, con el resultado de que muchos de los
trabajadores morían de hambre.
Este sistema perduró en Rusia hasta 1917 y todavía perdura en
Oriente; en Inglaterra, a pesar de la revolución industrial, se mantuvo
en plenitud durante las guerras napoleónicas y hasta hace cien años,
cuando la nueva clase de los industriales ganó poder. En Norteamérica,
el sistema terminó con la revolución, excepto en el Sur, donde
sobrevivió hasta la guerra civil. Un sistema que duró tanto y que
terminó tan recientemente ha dejado, como es natural, una huella
profunda en los pensamientos y las opiniones de los hombres. Buena parte
de lo que damos por sentado acerca de la conveniencia del trabajo
procede de este sistema, y, al ser preindustrial, no está adaptado al
mundo moderno. La técnica moderna ha hecho posible que el ocio, dentro
de ciertos límites, no sea la prerrogativa de clases privilegiadas poco
numerosas, sino un derecho equitativamente repartido en toda la
comunidad. La moral del trabajo es la moral de los ‘esclavos, y el mundo
moderno no tiene necesidad de esclavitud.
Es evidente que, en las comunidades primitivas, los campesinos, de
haber podido decidir, no hubieran entregado el escaso excedente con que
subsistían los guerreros y los sacerdotes, sino que hubiesen producido
menos o consumido más. Al principio, era la fuerza lo que los obligaba a
producir y entregar el excedente. Gradualmente, sin embargo, resultó
posible inducir a muchos de ellos a aceptar una ética según la cual era
su deber trabajar intensamente, aunque parte de su trabajo fuera a
sostener a otros, que permanecían ociosos. Por este medio, la compulsión
requerida se fue reduciendo y los gastos de gobierno disminuyeron. En
nuestros días, el noventa y nueve por ciento de los asalariados
británicos, se sentirían realmente impresionados si se les dijera que el
rey no debe tener ingresos mayores que los de un trabajador. El deber,
en términos históricos, ha sido un medio, ideado por los poseedores del
poder, para inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos más
que para su propio interés. Por supuesto, los poseedores del poder
también han hecho lo propio aún ante si mismos, y sé las arreglan para
creer que sus intereses son idénticos a los más grandes intereses de la
humanidad. A veces esto es cierto; los atenienses propietarios de
esclavos, por ejemplo, empleaban parte de su tiempo libre en hacer una
contribución permanente a la civilización, que hubiera sido imposible
bajo un sistema económico justo. El tiempo libre es esencial para la
civilización, y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los más hacía
posible el tiempo libre de los menos. Pero el trabajo era valioso, no
porque el trabajo en sí fuera bueno, sino porque el ocio es bueno. Y con
la técnica moderna sería posible distribuir justamente el ocio, sin
menoscabo para la civilización.
La
técnica moderna ha hecho posible reducir enormemente la cantidad de
trabajo requerida para asegurar lo imprescindible para la vida de todos.
Esto se hizo evidente durante la guerra. En aquel tiempo, todos los
hombres de las fuerzas armadas, todos los hombres y todas las mujeres
ocupados en la fabricación de municiones, todos los hombres y todas las
mujeres ocupados en espiar, en hacer propaganda bélica o en las oficinas
del gobierno relacionadas con la guerra, fueron apartados de las
ocupaciones productivas. A pesar de ello, el nivel general de bienestar
físico entre los asalariados no especializados de las naciones aliadas
fue más alto que antes y que después. La significación de este hecho fue
encubierta por las finanzas: los préstamos hacían aparecer las cosas
como si el futuro estuviera alimentando al presente. Pero esto, desde
luego, hubiese sido imposible; un hombre no puede comerse una rebanada
de pan que todavía no existe. La guerra demostró de modo concluyente que
la organización científica de la producción permite mantener las
poblaciones modernas en un considerable bienestar con sólo una pequeña
parte de la capacidad de trabajo del mundo entero. Si la organización
científica, que se había concebido para liberar hombres que lucharan y
fabricaran municiones, se hubiera mantenido al finalizar la guerra, y se
hubiesen reducido a cuatro las horas de trabajo, todo hubiera ido bien.
En lugar de ello, fue restaurado el antiguo caos: aquellos cuyo trabajo
se necesitaba se vieron obligados a trabajar largas horas, y al resto
se le dejó morir de hambre por falta de empleo. ¿Por qué? Porque el
trabajo es un deber, y un hombre no debe recibir salarios proporcionados
a lo que ha producido, sino proporcionados a su virtud, demostrada por
su laboriosidad.
Ésta es la moral del estado esclavista, aplicada en circunstancias
completamente distintas de aquellas en las que surgió. No es de extrañar
que el resultado haya sido desastroso. Tomemos un ejemplo. Supongamos
que, en un momento determinado, cierto número de personas trabaja en la
manufactura de alfileres. Trabajando -digamos- ocho horas por día, hacen
tantos alfileres como el mundo necesita. Alguien inventa un ingenio con
el cual el mismo número de personas puede hacer dos veces el número de
alfileres que hacía antes. Pero el mundo no necesita duplicar ese número
de alfileres: los alfileres son ya tan baratos, que difícilmente
pudiera venderse alguno más a un precio inferior. En un mundo sensato,
todos los implicados en la fabricación de alfileres pasarían a trabajar
cuatro horas en lugar de ocho, y todo lo demás continuaría como antes.
Pero en el mundo real esto se juzgaría desmoralizador. Los hombres aún
trabajan ocho horas; hay demasiados alfileres; algunos patronos
quiebran, y la mitad de los hombres anteriormente empleados en la
fabricación de alfileres son despedidos y quedan sin trabajo. Al final,
hay tanto tiempo libre como en el otro plan, pero la mitad de los
hombres están absolutamente ociosos, mientras la otra mitad sigue
trabajando demasiado. De este modo, queda asegurado que el inevitable
tiempo libre produzca miseria por todas partes, en lugar de ser una
fuente de felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más insensato?
La idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido
escandalosa para los ricos. En Inglaterra, a principios del siglo XIX,
la jornada normal de trabajo de un hombre era de quince horas; los niños
hacían la misma jornada algunas veces, y, por lo general, trabajaban
doce horas al día. Cuando los entrometidos apuntaron que quizá tal
cantidad de horas fuese excesiva, les dijeron que el trabajo aleja a los
adultos de la bebida y a los niños del mal. Cuando yo era niño, poco
después de que los trabajadores urbanos hubieran adquirido el voto,
fueron establecidas por ley ciertas fiestas públicas, con gran
indignación de las clases altas. Recuerdo haber oído a una anciana
duquesa decir: “¿Para qué quieren las fiestas los pobres? Deberían
trabajar”. Hoy, las gentes son menos francas, pero el sentimiento
persiste, y es la fuente de gran parte de nuestra confusión económica.
Consideremos por un momento francamente, sin superstición, la ética
del trabajo. Todo ser humano, necesariamente, consume en el curso de su
vida cierto volumen del producto del trabajo humano. Aceptando, cosa que
podemos hacer, que el trabajo es, en conjunto, desagradable, resulta
injusto que un hombre consuma más de lo que produce. Por supuesto, puede
prestar algún servicio en lugar de producir artículos de consumo, como
en el caso de un médico, por ejemplo; pero algo ha de aportar a cambio
de su manutención y alojamiento. En esta medida, el deber de trabajar ha
de ser admitido; pero solamente en esta medida.
No insistiré en el hecho de que, en todas las sociedades modernas,
aparte de la URSS, mucha gente elude aun esta mínima cantidad de
trabajo; por ejemplo, todos aquellos que heredan dinero y todos aquellos
que se casan por dinero. No creo que el hecho de que se consienta a
éstos permanecer ociosos sea casi tan perjudicial como el hecho de que
se espere de los asalariados que trabajen en exceso o que mueran de
hambre.
Si el asalariado ordinario trabajase cuatro horas al día, alcanzaría
para todos y no habría paro – dando por supuesta cierta muy moderada
cantidad de organización sensata-. Esta idea escandaliza a los ricos
porque están convencidos de que el pobre no sabría cómo emplear tanto
tiempo libre. En Norteamérica, los hombres suelen trabajar largas horas,
aun cuando ya estén bien situados; estos hombres, naturalmente, se
indignan ante la idea del tiempo libre de los asalariados, excepto bajo
la forma del inflexible castigo del paro; en realidad, les disgusta el
ocio aun para sus hijos. Y, lo que es bastante extraño, mientras desean
que sus hijos trabajen tanto que no les quede tiempo para civilizarse,
no les importa que sus mujeres y sus hijas no tengan ningún trabajo en
absoluto. La esnob atracción por la inutilidad, que en una sociedad
aristocrática abarca a los dos sexos, queda, en una plutocracia,
limitada a las mujeres; ello, sin embargo, no la pone en situación más
acorde con el sentido común.
El sabio empleo del tiempo libre -hemos de admitirlo- es un producto
de la civilización y de la educación. Un hombre que ha trabajado largas
horas durante toda su vida se aburrirá si queda súbitamente ocioso.
Pero, sin una cantidad considerable de tiempo libre, un hombre se verá
privado de muchas de las mejores cosas. Y ya no hay razón alguna para
que el grueso de la gente haya de sufrir tal privación; solamente un
necio ascetismo, generalmente vicario, nos lleva a seguir insistiendo en
trabajar en cantidades excesivas, ahora que ya no es necesario.
En el nuevo credo dominante en el gobierno de Rusia, así como hay
mucho muy diferente de la tradicional enseñanza de Occidente, hay
algunas cosas que no han cambiado en absoluto. La actitud de las clases
gobernantes, y especialmente de aquellas que dirigen la propaganda
educativa respecto del tema de la dignidad del trabajo, es casi
exactamente la misma que las clases gobernantes de todo el mundo han
predicado siempre a los llamados pobres honrados. Laboriosidad,
sobriedad, buena voluntad para trabajar largas horas a cambio de lejanas
ventajas, inclusive sumisión a la autoridad, todo reaparece; por
añadidura, la autoridad todavía representa la voluntad del Soberano del
Universo. Quien, sin embargo, recibe ahora un nuevo nombre: materialismo
dialéctico.
La victoria del proletariado en Rusia tiene algunos puntos en común
con la victoria de las feministas en algunos otros países. Durante
siglos, los hombres han admitido la superior santidad de las mujeres, y
han consolado a las mujeres de su inferioridad afirmando que la santidad
es más deseable que el poder. Al final, las feministas decidieron tener
las dos cosas, ya que las precursoras de entre ellas creían todo lo que
los hombres les habían dicho acerca de lo apetecible de la virtud, pero
no lo que les habían dicho acerca de la inutilidad del poder político.
Una cosa similar ha ocurrido en Rusia por lo que se refiere al trabajo
manual. Durante siglos, los ricos y sus mercenarios han escrito en
elogio del trabajo honrado, han alabado la vida sencilla, han profesado
una religión que enseña que es mucho más probable que vayan al cielo los
pobres que los ricos y, en general, han tratado de hacer creer a los
trabajadores manuales que hay cierta especial nobleza en modificar la
situación de la materia en el espacio, tal y como los hombres trataron
de hacer creer a las mujeres que obtendrían cierta especial nobleza de
su esclavitud sexual. En Rusia, todas estas enseñanzas acerca de la
excelencia del trabajo manual han sido tomadas en serio, con el
resultado de que el trabajador manual se ve más honrado que nadie. Se
hacen lo que, en esencia, son llamamientos a la resurrección de la fe,
pero no con los antiguos propósitos: se hacen para asegurar los
trabajadores de choque necesarios para tareas especiales. El trabajo
manual es el ideal que se propone a los jóvenes, y es la base de toda
enseñanza ética.
En
la actualidad, posiblemente, todo ello sea para bien. Un país grande,
lleno de recursos naturales, espera el desarrollo, y ha de desarrollarse
haciendo un uso muy escaso del crédito. En tales circunstancias, el
trabajo duro es necesario, y cabe suponer que reportará una gran
recompensa. Pero ¿qué sucederá cuando se alcance el punto en que todo el
mundo pueda vivir cómodamente sin trabajar largas horas?
En Occidente tenemos varias maneras de tratar este problema. No
aspiramos a Injusticia económica; de modo que una gran proporción del
producto total va a parar a manos de una pequeña minoría de la
población, muchos de cuyos componentes no trabajan en absoluto. Por
ausencia de todo control centralizado de la producción, fabricamos
multitud de cosas que no hacen falta. Mantenemos ocioso un alto
porcentaje de la población trabajadora, ya que podemos pasarnos sin su
trabajo haciendo trabajar en exceso a los demás. Cuando todos estos
métodos demuestran ser inadecuados, tenemos una guerra: mandamos a un
cierto número de personas a fabricar explosivos de alta potencia y a
otro número determinado a hacerlos estallar, como si fuéramos niños que
acabáramos de descubrir los fuegos artificiales. Con una combinación de
todos estos dispositivos nos las arreglamos, aunque con dificultad, para
mantener viva la noción de que el hombre medio debe realizar una gran
cantidad de duro trabajo manual.
En Rusia, debido a una mayor justicia económica y al control
centralizado de la producción, el problema tiene que resolverse de forma
distinta. La solución racional sería, tan pronto como se pudiera
asegurar las necesidades primarias y las comodidades elementales para
todos, reducir las horas de trabajo gradualmente, dejando que una
votación popular decidiera, en cada nivel, la preferencia por más ocio o
por más bienes. Pero, habiendo enseñado la suprema virtud del trabajo
intenso, es difícil ver cómo pueden aspirar las autoridades a un paraíso
en el que haya mucho tiempo libre y poco trabajo. Parece más probable
que encuentren continuamente nuevos proyectos en nombre de los cuales la
ociosidad presente haya de sacrificarse a la productividad futura.
Recientemente he leído acerca de un ingenioso plan propuesto por
ingenieros rusos para hacer que el mar Blanco y las costas
septentrionales de Siberia se calienten, construyendo un dique a lo
largo del mar de Kara. Un proyecto admirable, pero capaz de posponer el
bienestar proletario por toda una generación, tiempo durante el cual la
nobleza del trabajo sería proclamada en los campos helados y entre las
tormentas de nieve del océano Ártico. Esto, si sucede, será el resultado
de considerar la virtud del trabajo intenso como un fin en sí misma,
más que como un medio para alcanzar un estado de cosas en el cual tal
trabajo ya no fuera necesario.
El hecho es que mover materia de un lado a otro, aunque en cierta
medida es necesario para nuestra existencia, no es, bajo ningún
concepto, uno de los fines de la vida humana. Si lo fuera, tendríamos
que considerar a cualquier bracero superior a Shakespeare. Hemos sido
llevados a conclusiones erradas en esta cuestión por dos causas. Una es
la necesidad de tener contentos a los pobres, que ha impulsado a los
ricos durante miles de años, a reivindicar la dignidad del trabajo,
aunque teniendo buen cuidado de mantenerse indignos a este respecto. La
otra es el nuevo placer del mecanismo, que nos hace deleitarnos en los
cambios asombrosamente inteligentes que podemos producir en la
superficie de la tierra. Ninguno de esos motivos tiene gran atractivo
para el que de verdad trabaja. Si le preguntáis cuál es la que considera
la mejor parte de su vida, no es probable que os responda: “Me agrada
el trabajo físico porque me hace sentir que estoy dando cumplimiento a
la más noble de las tareas del hombre y porque me gusta pensar en lo
mucho que el hombre puede transformar su planeta. Es cierto que mi
cuerpo exige períodos de descanso, que tengo que pasar lo mejor posible,
pero nunca soy tan feliz como cuando llega la mañana y puedo volver a
la labor de la que procede mi contento”. Nunca he oído decir estas cosas
a los trabajadores.
Consideran el trabajo como debe ser considerado como un medio
necesario para ganarse el sustento, y, sea cual fuere la felicidad que
puedan disfrutar, la obtienen en sus horas de ocio.
Podrá decirse que, en tanto que un poco de ocio es agradable, los
hombres no sabrían cómo llenar sus días si solamente trabajaran cuatro
horas de las veinticuatro. En la medida en que ello es cierto en el
mundo moderno, es una condena de nuestra civilización; no hubiese sido
cierto en ningún período anterior. Antes había una capacidad para la
alegría y los juegos que, hasta cierto punto, ha sido inhibida por el
culto a la eficiencia. El hombre moderno piensa que todo debería hacerse
por alguna razón determinada, y nunca por sí mismo. Las personas
serias, por ejemplo, critican continuamente el hábito de ir al cine, y
nos dicen que induce a los jóvenes al delito. Pero todo el trabajo
necesario para construir un cine es respetable, porque es trabajo y
porque produce beneficios económicos. La noción de que las actividades
deseables son aquellas que producen beneficio económico lo ha puesto
todo patas arriba. El carnicero que os provee de carne y el panadero que
os provee de pan son merecedores de elogio, ganando dinero; pero cuando
vosotros digerís el alimento que ellos os han suministrado, no sois más
que unos frívolos, a menos que comáis tan sólo para obtener energías
para vuestro trabajo. En un sentido amplio, se sostiene que, ganar
dinero es bueno mientras que gastarlo es malo. Teniendo en cuenta que
son dos aspectos de la misma transacción, esto es absurdo; del mismo
modo que podríamos sostener que las llaves son buenas, pero que los ojos
de las cerraduras son malos. Cualquiera que sea el mérito que pueda
haber en la producción de bienes, debe derivarse enteramente de la
ventaja que se obtenga consumiéndolos. El individuo, en nuestra
sociedad, trabaja por un beneficio, pero el propósito social de su
trabajo radica en el consumo de lo que él produce.
Este divorcio entre los propósitos individuales y los sociales
respecto de la producción es lo que hace que a los hombres les resulte
tan difícil pensar con claridad en un mundo en el que la obtención de
beneficios es el incentivo de la industria. Pensamos demasiado en la
producción y demasiado poco en el consumo. Como consecuencia de ello,
concedemos demasiado poca importancia al goce y a la felicidad sencilla,
y no juzgamos la producción por el placer que da al consumidor.
Cuando
propongo que las horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento
decir que todo el tiempo restante deba necesariamente malgastarse en
puras frivolidades. Quiero decir que cuatro horas de trabajo al día
deberían dar derecho a un hombre a los artículos de primera necesidad y a
las comodidades elementales en la vida, y que el resto de su tiempo
debería ser de él para emplearlo como creyera conveniente. Es una parte
esencial de cualquier sistema social de tal especie el que la educación
va a más allá del punto que generalmente alcanza en la actualidad y se
proponga, en parte, despertar aficiones que capaciten al hombre para
usar con inteligencia su tiempo libre. No pienso especialmente en la
clase de cosas que pudieran considerarse pedantes. Las danzas campesinas
han muerto, excepto en remotas regiones rurales, pero los impulsos que
dieron lugar a que se las cultivara deben de existir todavía en la
naturaleza humana. Los placeres de las poblaciones urbanas han llevado a
la mayoría a ser pasivos: ver películas, observar partidos de fútbol,
escuchar la radio, y así sucesivamente. Esto resulta del hecho de que
sus energías activas se consuman solamente en el trabajo; si tuvieran
más tiempo libre, volverían a divertirse con juegos en los que hubieran
de tomar parte activa.
En el pasado, había una reducida clase ociosa y una más numerosa
clase trabajadora. La clase ociosa disfrutaba de ventajas que no se
fundaban en la justicia social; esto la hacía necesariamente opresiva,
limitaba sus simpatías y la obligaba a inventar teorías que justificasen
sus privilegios. Estos hechos disminuían grandemente su mérito, pero, a
pesar de estos inconvenientes, contribuyó a casi todo lo que llamamos
civilización. Cultivó las artes, descubrió las ciencias, escribió los
libros, inventó las máquinas y refinó las relaciones sociales. Aun la
liberación de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde
arriba. Sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la
barbarie.
El sistema de una clase ociosa hereditaria sin obligaciones era, sin
embargo, extraordinariamente ruinoso. No se había enseñado a ninguno de
los miembros de esta clase a ser laborioso, y la clase, en conjunto, no
era excepcionalmente inteligente. Esta clase podía producir un Darwin,
pero contra él habrían de señalarse decenas de millares de hidalgos
rurales que jamás pensaron en nada más inteligente que la caza del zorro
y el castigo de los cazadores furtivos. Actualmente, se supone que las
universidades proporcionan, de un modo más sistemático, lo que la clase
ociosa proporcionaba accidentalmente y como un subproducto. Esto
representa un gran adelanto, pero tiene ciertos inconvenientes. La vida
de universidad es, en definitiva, tan diferente de la vida en el mundo,
que las personas que viven en un ambiente académico tienden a desconocer
las preocupaciones y los problemas de los hombres y las mujeres
corrientes; por añadidura, sus medios de expresión suelen ser tales, que
privan a sus opiniones de la influencia que debieran tener sobre el
público en general. Otra desventaja es que en las universidades los
estudios están organizados, y es probable que el hombre que se le ocurre
alguna línea de investigación original se sienta desanimado. Las
instituciones académicas, por tanto, si bien son útiles, no son
guardianes adecuados de los intereses de la civilización en un mundo
donde todos los que quedan fuera de sus muros están demasiado ocupados
para atender a propósitos no utilitarios.
En
un mundo donde nadie sea obligado a trabajar más de cuatro horas al
día, toda persona con curiosidad científica podrá satisfacerla, y todo
pintor podrá pintar sin morirse de hambre, no importa lo maravillosos
que puedan ser sus cuadros. Los escritores jóvenes no se verán forzados a
llamar la atención por medio de sensacionales chapucerías, hechas con
miras a obtener la independencia económica que se necesita para las
obras monumentales, y para las cuales, cuando por fin llega la
oportunidad, habrán perdido el gusto y la capacidad. Los hombres que en
su trabajo profesional se interesen por algún aspecto de la economía o
de la administración, será capaz de desarrollar sus ideas sin el
distanciamiento académico, que suele hacer aparecer carentes de realismo
las obras de los economistas universitarios. Los médicos tendrán tiempo
de aprender acerca de los progresos de la medicina; los maestros no
lucharán desesperadamente para enseñar por métodos rutinarios cosas que
aprendieron en su juventud, y cuya falsedad puede haber sido demostrada
en el intervalo.
Sobre todo, habrá felicidad y alegría de vivir, en lugar de nervios
gastados, cansancio y dispepsia. El trabajo exigido bastará para hacer
del ocio algo delicioso, pero no para producir agotamiento. Puesto que
los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán solamente
distracciones pasivas e insípidas. Es probable que al menos un uno por
ciento dedique el tiempo que no le consuma su trabajo profesional a
tareas de algún interés público, y, puesto que no dependerá de tales
tareas para ganarse la vida, su originalidad no se verá estorbada y no
habrá necesidad de conformarse a las normas establecidas por los viejos
eruditos. Pero no solamente en estos casos excepcionales se manifestarán
las ventajas del ocio. Los hombres y las mujeres corrientes, al tener
la oportunidad de una vida feliz, llegarán a ser más bondadosos y menos
inoportunos, y menos inclinados a mirar a los demás con suspicacia. La
afición a la guerra desaparecerá, en parte por la razón que antecede y
en parte porque supone un largo y duro trabajo para todos. El buen
carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita el
mundo, y el buen carácter es la consecuencia de la tranquilidad y la
seguridad, no de una vida de ardua lucha. Los métodos de producción
modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para
todos; hemos elegido, en vez de esto, el exceso de trabajo para unos y
la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo
éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios,
pero no hay razón para seguir siendo necios para siempre.
* * *
Imágenes que acompañan al texto: Mladen Stilinović, artista en el trabajo , 1978.
- Mladen Stilinović, artista conceptual croata cuyo trabajo criticó las estructuras de poder y examinó la relación entre el arte y el trabajo, a menudo con una irónica incisividad. Durante la década de 1970, Stilinović creó una serie de obras experimentales que jugaban en el límite, o la falta de él, entre la cultura y el comercio. En 1978 en una galería de Zagreb, Stilinović organizó una actuación llamada Artist at Work , cuyo título parecería negar lo que la obra realmente implicaba: el artista durmiendo en la galería. Aunque aparentemente simple, Artist at Work fue un gesto radical que señaló a un artista reacio a producir o participar en una sociedad capitalista.
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