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martes, 29 de agosto de 2017

Los comisarios del pensamiento único



Carlos Fazio/ II
La Jornada 
Para Noam Chomsky, la tarea de los corporativos mediáticos consiste en crear un público pasivo y obediente, no un participante activo en la toma de decisiones. Se busca crear una comunidad atomizada y aislada, de forma que no pueda organizarse y ejercer sus potencialidades para convertirse en una fuerza poderosa e independiente que pueda hacer saltar por los aires todo el tinglado de la concentración del poder. (Un ejemplo de cómo ejercer la fuerza organizada en una democracia participativa y protagónica, son los 8 millones 89 mil 320 votantes que el 30 de julio, a despecho de las amenazas militaristas de D. Trump y la ofensiva terrorista paramilitar, decidieron empoderar a las/os nuevos constituyentes venezolanos).
Para que el mecanismo que genera un público sumiso y obsecuente funcione, es necesario, también, el adoctrinamiento de los medios. Su domesticación; generar una mentalidad de manada. Hacer que los periodistas y la comentocracia huyan de todo imperativo ético y caigan en las redes de la propaganda o el doble pensar. Es decir, que se crean su propio cuento y lo justifiquen por autocomplacencia, pragmatismo puro, individualismo exacerbado o regodeo nihilista. Y que, disciplinados, escudados en la razón de Estado, asuman la ideología del patrioterismo reaccionario.
En definitiva, el miedo a manifestar el desacuerdo termina trastocando la prudencia en asimilación, sometimiento y cobardía. A su vez, el pensamiento reaccionario se refuerza bajo un discurso de desprecio y odio xenófobo, racista y clasista: siete jóvenes fueron quemados en Venezuela por parecer chavistas.
No se vale, pues, discrepar con el consenso. Sólo se debe pensar en la dirección presentada por el sistema de dominación capitalista. Y si para garantizar el consentimiento es necesario aplicar las herramientas de la guerra sicológica para el control de masas (azuzar el miedo y generar un terror paralizantes), los vigilantes del Gran Hermano entran en operación bajo el paraguas de lo políticamente correcto, amparados por todo un sistema de dádivas y premios que brindan migajas de confort y poder acomodaticio.
Aduladores de los poderes fácticos que actúan en zonas de penumbra, los social-conformistas de los medios practican el lenguaje operacional del orden sistémico, reproduciendo de forma expansiva la lógica de la dominación de clase. Cada día en Ciudad de México, Madrid, Bogotá o Buenos Aires, el pensamiento reaccionario apuntala la contrarrevolución en Venezuela. Y ello es así porque el poder real ha creado un ejército de paraperiodistas dedicados a mantener y reproducir la ideología neoliberal y desarticular el pensamiento crítico; a frenar el cambio social y democrático de los de abajo mediante la mentira del silencio (Sader). Es decir, negando la existencia de lo que no se quiere que se conozca: por ejemplo, silenciando la formidable victoria del chavismo bravío el 30/J.
Los saberes políticamente correctos forman parte del modelo de dominación y marcan el ritmo de la pulsión del poder: quienes levanten la voz y se aparten de la manada serán denigrados, hostigados y/o castigados. El poder reclama una única racionalidad. Por eso, como la división de un ejército vasallo en el frente externo −y dado que toda intervención militar es precedida por una campaña de intoxicación mediática con eje en la guerra sicológica−, los paraperiodistas tienen la misión de vigilar, hostigar y presionar a quienes, como Luis Hernández y la línea editorial de La Jornada, se apartan del consenso de la elite reaccionaria.
Los hornos crematorios del nazismo funcionaron a plena luz del día; el genocidio de Hitler fue un acto consentido por el pueblo alemán. Con distintas modalidades y ante un mundo pasivo, el horror y la solución final de Auschwitz, Dachau y Treblinka se replican hoy en Afganistán, Irak, Libia, Siria, Colombia y el México de la necropolítica y las fosas clandestinas.
En pleno siglo XXI, las víctimas mortales de las aventuras coloniales del Pentágono y la OTAN en Afganistán, Pakistán e Irak ascienden a cuatro millones. Los escombros de Damasco y Palmira, en Siria, exhiben los horrores de la guerra. La seguridad democrática de Álvaro Uribe generó 6.5 millones de desplazados internos. La prensa libre de Occidente ha apoyado, distorsionado o justificado esas atrocidades. Es fácil predecir qué ocurrirá en caso de estallar una intervención humanitaria en Venezuela auspiciada por Estados Unidos.
El uso de la mentira, el fanatismo y la histeria de guerra, y los ataques difamatorios con fines de explotación política son de vieja data. En 1950, el informe de la Comisión Tydings sobre el macartismo y el senador Joseph McCarthy, señaló: “Hemos visto utilizar por primera vez en nuestra historia la técnica de ‘la gran mentira’. Hemos visto cómo, mediante la insistencia y la mezcla de falsedades (simples habladurías, tergiversaciones, murmuraciones y mentiras deliberadas), es posible engañar a un gran número de gente”. Los periodistas, editores y directores de la prensa estadunidense sabían que McCarthy mentía y divulgaron sus dichos, dejando que el lector, que no tenía ningún medio de averiguarlo, intentara deducir la verdad. El senador republicano John Bricker le dijo a McCarthy: Joe, usted es realmente un hijo de puta. Pero a veces es conveniente tener hijos de puta a nuestro alrededor para que se encarguen de los trabajos sucios.
El propósito del macartismo fue destruir las instituciones de Estados Unidos, minar la Declaración de Derechos y revertir el pacto social keynesiano (el Estado benefactor) que redistribuía parte de las ganancias del capital hacia abajo. La revolución conservadora de Ronald Reagan profundizó el proyecto neoliberal, con epicentro en la liquidación de los bienes del Estado y la esfera pública y la mercantilización y privatización radical de todo. El macartismo hizo escuela y el trabajo sucio lo practican hoy legiones de paraperiodistas en el caso Venezuela… pero sus madres no tienen culpa.

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