Arturo Balderas Rodríguez
Día con día, el
presidente Donald Trump dice y se contradice una y otra vez, por lo que
es difícil tomar en serio sus promesas, acusaciones y amenazas. Según su
humor cambiará de parecer o negará lo dicho horas antes. En lo que no
parece haber duda ni cambio, es en la firmeza de sus convicciones
racistas y su ignorancia política.
Fue insólito que en su discurso en Arizona se lanzara contra los
senadores McCain y McConnell, como principales responsables del fiasco
en el intento de derogar la reforma de salud de Obama. Los legisladores
republicanos deben tener la piel muy dura, porque después de la alevosa
manera con la que se refirió a dos de sus más destacados compañeros de
partido, era de esperarse que cuando menos hicieran un extrañamiento al
presidente. Pero no fue así. Por lo visto están dispuestos a soportar
todos los insultos del presidente mientras consideren que será su aliado
en la agenda de reformas que se han propuesto.
En cambio, las que sí han tenido un preocupante efecto son las
declaraciones que durante su discurso hizo contra la prensa. Una vez más
tuvo la audacia de acusar a los medios la difusión de informaciones
falsas y ser causantes de su naufragio como presidente. El resultado es
que más de un periodista ha recibido amenazas de muerte por grupos
neofascistas, supremacistas blancos y el Ku Klux Klan.
Por supuesto, no podía faltar en su discurso un agravio contra los mexicanos cuando se refirió al ex sheriff Arpaio como
un funcionario ejemplar. Ese nefasto personaje fue condenado por un juez federal por las violaciones de los derechos humanos de cientos de migrantes y sus familias. Contra toda lógica jurídica y política, Trump lo exoneró de la condena, evitando que fuera a la cárcel. El perdón levantó una ola de indignación, incluso entre los propios compañeros de partido de Trump.
Independientemente de las diferencias ideológicas o políticas en la
sociedad, la norma no escrita en la política estadunidense es que el
presidente debe hacer todo lo posible por limar esas diferencias. Trump
ha hecho lo contrario: ha dividido al país profundizando esas
diferencias, y se ha empeñado en aparecer como la víctima de una
conspiración encabezada por la prensa. Su misión ha sido dividir al país
entre los que están con él y los que están su contra. De su lado están
todos los que insisten en construir un muro entre México y EU, echar
abajo el TLC, derogar la reforma de salud de Obama y quienes aplauden
sus caprichos y dislates. En el colmo de su egocentrismo desenfrenado
acusó de deslealtad a los republicanos, no obstante que fueron
determinantes para llevarlo a la Casa Blanca.
En esencia Trump no cree en la igualdad de los seres humanos.
De ahí la justificación implícita de los ataques de las hordas
neofascistas en Virginia y su empatía con un personaje racista de la
calaña de Arpaio. En sólo unos meses ha sepultado lo que, con muchos
esfuerzos y el costo de tantas vidas, se construyera durante años para
dar paso a la tolerancia y la convivencia civilizada.
No se debe confundir la discusión en torno de la vileza con la que
Trump ha actuado para profundizar las diferencias en la sociedad, con
otra muy distinta, la pertinencia de una reforma fiscal, la necesidad de
proteger el medio ambiente, la firma de tratados comerciales, o la
intervención del Estado en la sociedad. Hay que situar el terreno de esa
discusión en otro contexto: el tipo de sociedad al que aspiran dos
formas diferentes de pensar, que se remota al nacimiento de EU. Sería
mucho pedir a Trump que lo entendiera o pensara en ello.
A fin de cuentas, quienes por ahora tienen la posibilidad de detener a Trump en su dese
nfrenada
carrera por agraviar a la sociedad, no parecen estar dispuestos a
hacerlo porque también, por ignorancia, conveniencia o convicción
ideológica, se niegan a entender los verdaderos términos y el alcance de
esa discusión.
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