Tanto realismo, tanta aceptación de las relaciones de fuerza, muestra la voluntad de no transformarla
Alejandro Horowicz
En
las recientes elecciones Primarias, Abiertas, Simultáneas y
Obligatorias (PASO) no se pusieron en juego bancas sino la construcción
de consenso sobre la supuesta capacidad de cada fuerza para captar votos
hacia octubre, como excluyente vara de medida de la fortaleza política.
La batalla por si es Cristina Fernández de Kirchner o Esteban Bullrich
quien ganó por unos centésimos de diferencia en la provincia de Buenos
Aires sólo cobra sentido real como parte de la batalla por colocarse en
el centro de la escena y alimentar hacia octubre una polarización que
favorece a ambos.
Se insiste en un electorado dividido por
mitades cuando los crudos datos indican la división del padrón de la
provincia de Buenos Aires en cuartos: uno que no fue a votar por motivos
diversos, otro que votó a Cristina, otro a Cambiemos y finalmente el
que eligió alguna otra de las fuerzas.
En gran parte del resto
del país lo llamativo fue la derrota del PJ en sus diversas alas, como
en el caso de San Luis, Santa Cruz o Córdoba.
Será necesario
hacer un análisis con más tiempo y pormenorizado, pero es posible
adelantar algunas conclusiones gruesas y plantear algunos debates:
Una característica de la elección fue la apatía reinante, que hizo
temer haya una baja participación, al punto que el diario La Nación
editorializó llamando a cumplir con el “deber cívico” y el Clarín, fiel a
su estilo, amenazó con las multas que debería abonar quien no fuera a
votar. Su preocupación se correspondía con los interrogantes sobre la
legitimidad y el consenso social del gobierno para ir a fondo con el
ajuste y las transformaciones que las clases dominantes esperan. Esta
apatía se correspondía con la falta de credibilidad de candidaturas
vacías de contenidos y propuestas, contrastando con el tono épico que
adquirió la campaña entre sectores de la militancia y los medios de
(in)comunicación. Finalmente se votó en porcentajes similares a otras
veces, aunque sin enamoramiento y con un alto porcentaje de voto
“contra”.
El gobierno de Macri confirmó y consolidó su
predominio electoral. Si bien perdió votos en las zonas urbanas pobres
lo compensó con un fortalecimiento en las zonas rurales. Lo logró
canalizando un electorado con bronca contra el kirchnerismo y el apoyo
de sectores que, aún hayan sido afectados económicamente por el
gobierno, incorporaron los valores culturales e ideológicos de esta
derecha moderna. Desde las izquierdas deberíamos tomar nota de la
precariedad de un discurso centrado en reivindicaciones económicas
frente a la capacidad que mostró el gobierno para construir un
imaginario de otro futuro posible.
El kirchnerismo ha sufrido
un fuerte golpe, obteniendo Cristina similar porcentaje de votos que
Aníbal Fernández en el 2015, un candidato considerado impresentable. La
derrota en Santa Cruz por más de 16% de diferencia va en el mismo
sentido, con el agravante de que Alicia Kirchner encabeza un gobierno
hambreador y represor. El argumento de una conspiración del gobierno
nacional se agota ante el hecho de que Alicia Kirchner no se colocó al
frente del pueblo y sus reclamos, sino respondió con criminalización y
represión.
Cristina se topó con su techo a pesar de apelar a mostrarse como quien podía “ponerle un límite al gobierno para reconstruir la dignidad de la ciudadanía".
Esto no descarta al kirchnerismo como una importante alternativa
electoral (habrá que ver cómo se desarrolla la batalla en el PJ), aunque
haya dejado de ser una alternativa política de mejora para el pueblo y
de cierta soberanía nacional, no solo ni principalmente por la cantidad
de votos obtenidos, sino por el agotamiento de su proyecto y sus propios
límites económicos, políticos y sociales, que tuvieron su reflejo en
las elecciones. Esta diferencia entre alternativa electoral y política
fue ignorada por sectores de la izquierda que se han sumado a su
campaña, con resultados pobrísimos.
La ya segura entrada de
Cristina al Senado –sola o con Taiana- no cambiará el escenario
nacional. Su ingreso a la Cámara alta probablemente obligará a rediseñar
un nuevo pacto de gobernabilidad que hasta el momento le permitió al
gobierno sancionar las leyes que necesitaba. Seguramente los nuevos
acuerdos de gobernabilidad se combinarán con fuertes cruces verbales y
el intento de aislar a Cristina para que sean sectores más cercanos al
gobierno quienes se afiancen en la conducción del PJ. Pero no será el
ingreso de Cristina al Senado lo que podrá derrotar al macrismo y su
ofensiva redoblada, sino retomar la lucha popular en las calles,
empresas, barrios y escuelas, con la fuerza y masividad que tuvo en el
mes de marzo y que la burocracia sindical y el mismo kirchnerismo
apaciguaron y fragmentaron para hacer prevalecer el voto.
Por
su parte el Frente de Izquierda y los Trabajadores (FIT) se consolidó
como fuerza nacional aunque sin un avance cualitativo que era dable
suponer ante la crisis del kirchnerismo y dos años de gobierno macrista
pleno de penurias para el pueblo, lo que obliga a reflexionar sobre las
responsabilidades de la izquierda.
¿Cómo se entiende que tras
dos años de “gobierno de los ricos” la derecha haya logrado esta
elección que la consolida? Un reconocido intelectual de la izquierda que
apoya al kirchnerismo, sin quererlo aporta algo de luz. En una charla
reciente se preguntó ¿cómo podía ser que los pobres voten contra sí mismos?
Y para ejemplificar esta supuesta contradicción relató que poco antes
de las elecciones del 2015 estuvo en un barrio muy pobre de Varela que “sobrevivía gracias a la asignación por hijo”,
donde se sorprendió cuando en el televisor de un bar apareció Cristina y
todos estallaron en insultos. Esta bronca que el expositor no entendía,
nos despierta dos preguntas alternativas ¿cómo es posible no entender
que tras 12 años de gobierno un barrio pobre prefiera el “cambio” antes
que la “defensa” de lo que apenas les permitió “sobrevivir”? Y por sobre
todo ¿qué le ocurrió a esta izquierda que se alejó tanto de los de
abajo, hasta el punto de ya no entender y endilgarle, con cierto
elitismo, la responsabilidad al pueblo?
No son menores, entre
los problemas a superar, lo que esta campaña electoral ha evidenciado en
las izquierdas. Problemas que si bien se han mostrado descarnadamente
en lo electoral, revelan dificultades en las prácticas cotidianas y,
principalmente, en los rumbos estratégicos, que se hace imperioso y
urgente debatir. No podemos imitar esa soberbia falta de autocrítica de
las cúpulas kirchneristas y debemos mirarnos a nosotros mismos, en un
debate colectivo, para comprender y aprender de nuestros errores.
La nueva izquierda en retroceso
Quien sufrió un severo golpe en estas elecciones fue la nueva
izquierda, que nació poniéndole el cuerpo a la lucha contra el
neoliberalismo en los ’90 y que decidió -tras no pocos ásperos debates-
incorporar la trinchera electoral a sus batallas.
La abstención
electoral había perdido eficacia y raigambre social cuando el
kirchnerismo se presentó como portador de un proyecto político que
disputaba espacios a las izquierdas y recompuso las instituciones de la
democracia representativa contra las que el pueblo se rebeló en el 2001.
Sin embargo, contra las expectativas de que la nueva izquierda
abriera renovados cauces –aún en lo electoral- al hastío con la
institucionalidad imperante y rompiera con la ritualidad de prácticas
políticas legitimadoras del sistema, las organizaciones de este joven
espacio político en su afán de no quedar afuera perdieron el rumbo, en
apuestas electorales que no se diferencian sustancialmente de lo viejo y
ya conocido. Se entendió que disputar política se refería sólo a lo
electoral, en una asimilación acrítica de las prácticas políticas del
progresismo. Se aspiró atraer a sectores del electorado adoptando
lenguajes fragmentarios y no disruptivos, se promovieron individuos por
sobre lo colectivo, se incorporaron estéticas del sistema y se
establecieron alianzas con quienes cotizan en la vidriera de las
personerías electorales aunque alejaran de los actores de los combates
populares.
La participación electoral para visibilizar
necesidades del pueblo sumergido y explotado, sus prácticas
prefigurativas, sus luchas y sus sentires, para promover sujetos
sociales que aspiren a trascender la sociedad capitalista patriarcal y
colonial, quedó desplazada cuando no diluida, en una lógica donde lo
prioritario es visibilizar la propia organización y candidatos. Como
escribió Alfredo Grande, “las izquierdas… con la misma lógica de sus enemigos de clase, se ofrecen como productos para que el ciudadano los elija”.
La política acaba reducida a un juego de roles en el que las dinámicas
sociales reales no importan y lo único que cuenta es el venderse en la
góndola electoral.
El electorado dio la espalda a una
participación en listas diferentes, en acuerdos con viejos políticos
-con sus malas y conocidas prácticas de agachadas frente al poder- o
peor aún y cualitativamente diferente, con el partido garante de la
gobernabilidad y la estabilidad sistémica (el PJ o alguna de sus alas),
lo que señala problemas profundos que necesariamente debemos encarar a
través de un debate que recupere rumbos estratégicos y redescubra que
otra práctica política es posible, aún en el terreno electoral, a
condición de que esta izquierda recupere la audacia e insolencia de sus
no lejanos tiempos de juventud y se articule con los procesos de lucha
contra la ofensiva del capital.
Una renovación de las prácticas políticas de las izquierdas que se hace esperar
Lo más probable es que una actualización estratégica y práctica de las
izquierdas no venga de la mano de la izquierda partidaria. Pero la nueva
izquierda, aún en construcción y búsqueda -intentando hacer pie en las
veloces transformaciones sociales, políticas y culturales que atraviesan
el mundo capitalista y los territorios en los que apuntamos a la
construcción del poder popular- se quedó a mitad de camino.
Valorando positivamente que la izquierda partidaria -aunque sea a
regañadientes y en forma limitada- haya puesto en pié una alianza, el
FIT, que instaló en la opinión pública nacional una izquierda
anticapitalista, es necesario constatar que esta apuesta tiene un techo
bajo, al no ir más allá de lo electoral y no cuestionar la separación
entre la esfera de lo político y de lo social con la que el capitalismo
asegura su dominación.
En esta lógica es el Partido el que
tiene el monopolio del hacer político mientras que al pueblo sólo le
cabe luchar y movilizarse. Las luchas quedan así vaciadas de objetivos
políticos que trasciendan el sector hacia los intereses más amplios del
pueblo trabajador y la sociedad. La práctica de los Partidos queda
reducida, por un lado, a “politizar” superficialmente captando
militancia y votos para su agrupación y, por el otro, a intervenir en
las luchas distinguiéndose más por la radicalidad de las medidas que por
las propuestas situadas y de fondo que aporten a generar sujetos de
cambio. Vale como ejemplo de los límites de la izquierda clásica la
reciente lucha docente, en la que el corporativismo y la aversión
burocrática de la conducción celeste hacia la democracia docente de
base, no pudo contrastarse a fondo, lo que aprovechó el macrismo para
ubicarse discursivamente como defensor de la educación. Se dejó de lado
así la posibilidad de desplegar una lucha integral junto a familias,
estudiantes y el conjunto del pueblo por la defensa y transformación de
la educación pública y popular, de la que el reclamo económico y
presupuestario es solo una parte.
La articulación de los múltiples sectores populares construyéndose como clase, como pueblo trabajador resulta fundamental.
La izquierda partidaria entiende que se construye el clasismo con la
adhesión al programa revolucionario encarnado en el Partido y resume los
procesos de su construcción en términos de organización y programa.
Para la nueva izquierda, los procesos de construcción de clase se
evalúan en términos de unidad e independencia del sujeto social, con un
carácter esencialmente político, más allá de la lucha económica, ya que
el capitalismo no sólo es un modo de dominación económica sino también
de dominación política, cultural y de control y reproducción de la
subjetividad. Deberá comprender que la explotación no se da sólo en las
empresas sino en el conjunto de la sociedad. Deberá desmasculinizar el
concepto de clase, incorporando las relaciones entre género y clase.
Deberá también introducir junto a la defensa de la vida y el ser humano
el respeto a los ciclos de la naturaleza expoliada. Deberá enfrentar el
individualismo capitalista construyendo auto-organización comunitaria.
Deberá antagonizar con el poder concentrado en el Estado pero también
con la trama de poder que recorre todo el cuerpo social, para construir
poder popular.
Hoy esta preocupación es, o debiera ser, de las
principales. Por la fragmentación de la clase trabajadora, por el
surgimiento de nuevas capas en ella, porque el capitalismo al combinar
la explotación del trabajo con la acumulación de capital a través de la
desposesión, el saqueo, empuja al surgimiento de nuevos sectores en
lucha, porque la extensión de la mercantilización diseña nuevos terrenos
de disputa. No hay semana en que esto no se exprese en decenas de
luchas fraccionadas, desperdigadas.
La izquierda partidaria
sigue aferrada a las viejas fórmulas y mantiene un clasismo que atrasa
pero, clasismo al fin, la guía en las elecciones a no establecer
alianzas con representantes de clases ajenas o antagónicas al pueblo
trabajador.
La nueva izquierda nació de una vanguardia en la
lucha contra el neoliberalismo, los trabajadores desocupados que, tras
la pelea de Cutral-Có, Mosconi y Tartagal, se organizaron a lo largo y
ancho del país en movimientos de trabajadores desocupados. Sin embargo
le está costando salir de la “comodidad” de lo ya conocido para
construir una multisectorialidad –una política integral que abarque al
conjunto de los sectores del pueblo trabajador- sin la cual no puede
existir un nuevo clasismo. Y esta izquierda, sin multisectorialidad de
clase, pierde el rumbo más fácilmente, por lo que su construcción es una
tarea pendiente que exige un urgente debate.
La izquierda
partidaria necesita revisar la prioridad dada a la “pelea por la
dirección” de los trabajadores, que desata una carrera sectaria de
diferenciación permanente con organizaciones hermanas, ignorando las
voces que exigen una real unidad de las izquierdas. Este sectarismo
hunde sus raíces en una subestimación de las luchas populares en nuestro
continente, desde las primeras resistencia de los pueblos originarios
hasta la actualidad, en la que surgen nuevos sectores de clase y sujetos
sociales no valorados; en el rechazo a nutrirse de las múltiples
tradiciones y aportes ideológicos que se forjaron y forjan en esas
luchas; en un internacionalismo abstracto que les impide articular con
los reales procesos nacionales de transformación que libran los pueblos
con una perspectiva latinoamericanista. No es menor su incomprensión de
lo que se juega en Venezuela para toda América Latina, por lo que no se
percatan de las coincidencias de algunos de sus sectores con la derecha
golpista y pro yanqui al exigir la renuncia de Maduro, más allá de las
legítimas críticas que pudiera hacérsele.
Una nueva izquierda
se hace imprescindible y en América Latina ha comenzado a nacer. El
levantamiento zapatista, las movilizaciones de Seattle, la rebelión
popular de diciembre del 2001, las guerras del gas y del agua en
Bolivia, el proceso revolucionario venezolano, las luchas de los pueblos
originarios contra el extractivismo son algunos de sus hitos. A su
calor -y recuperando el marxismo como herramienta y balanceando las
experiencias revolucionarias del siglo XX- van construyéndose nuevas
miradas político-ideológicas, por el momento inacabadas y que no han
podido coagular en una síntesis, por lo que se enarbolan parcialidades
como si fueran el todo, amenazando con un retroceso que ya es evidente, a
pesar de las posibilidades de avanzar.
Revertirlo necesita de
un profundo debate estratégico hacia una síntesis que renueve las
izquierdas, para proyectarnos desde y más allá de las organizaciones de
base construidas en la lucha social y trasgrediendo los márgenes
acotados de lo que el sistema acepta como intervención política.
Desde la revolución a la democracia liberal
Si izquierdas y progresismos se distancian según se propongan combatir
al capitalismo o se conformen con maquillar su rostro neoliberal en uno
más “humano” o “serio”, las divergencias desaparecen en un fuerte
consenso sobre la necesidad de apoyarse en la institucionalidad
“democrática”, así se tenga mayor o menor tensión con la misma.
Compañeros de una agrupación de “izquierda popular” lo sintetizan sin
medias tintas: “avanzamos mucho desde que pensábamos la disputa
electoral como “incomodidad” hasta admitir la centralidad de la
acumulación electoral”.
Pero una cosa es comprender que la
transformación revolucionaria muy difícilmente repita el “asalto a los
cielos” del siglo pasado y deba integrar diversos momentos y procesos,
incluyendo cierto grado de representación, y otra muy diferente es la
aceptación sin crítica del régimen representativo liberal y la
acumulación electoral como práctica política más relevante.
La
tesis de la vía electoral se fortaleció con el triunfo de alianzas
“progresistas” en la región, desde una visión que minimiza las profundas
diferencias existentes entre estos gobiernos englobados como
“progresistas”.
Basta con considerar el paradigmático caso de
Venezuela, que poco tuvo que ver con esta supuesta vía electoral. Hugo
Chávez y el grupo de militares y civiles conmocionados por el Caracazo
del ’89 y la represión que ocasionó miles de muertos, se levantaron en
armas en el ’92 con el objetivo de terminar con la vieja República. Al
salir de la cárcel en el ’94, Chávez centró su propuesta política en la
disolución del Congreso y la convocatoria a una Asamblea Constituyente.
Durante las elecciones del ’95 llamó a la abstención. Recién a mediados
de 1997 –con una inserción masiva en el pueblo- decidió presentarse a
las elecciones convocadas para el año siguiente con un Movimiento al que
denominó Quinta República como señal de ruptura total con la República
liberal del pasado. El socialismo del siglo XXI, el “poder comunal” y el
“golpe de timón” del 2012 ya son más conocidos. Una historia muy
diferente a la de las izquierdas dispuestas a avanzar despacito, pasito a
pasito, en el escalafón electoral.
Lo paradójico de este
consenso es que aparece en tiempos en que el capitalismo desecha los más
mínimos rasgos de soberanía popular del régimen “democrático” y hasta
la propia “representatividad” lo incomoda.
La democracia
liberal nunca se asemejó a una real democracia ya que rechaza el poder
soberano del pueblo y lo reemplaza por un “Estado de derecho” en el que
el ciudadano no debe hacer nada (ni se le permite hacerlo ya que “el
pueblo no gobierna ni delibera”) sino hacer uso de “libertades”
individuales, eventualmente y sin afectar el “derecho” del otro. Una
historia latinoamericana de golpes militares durante gran parte del
siglo XX llevó a valorar la importancia de estos derechos
constitucionales, pero al costo de confundirlos con una real democracia.
Lo que sucede en los lugares de trabajo, en el rumbo de las
políticas educativas y de salud, en el endeudamiento del país, entre
otros muchos vitales asuntos, no están al alcance del debate y la
voluntad popular, en esta “democracia” sin pueblo ni democracia. Ahora
mismo el gobierno relega las reformas laboral, tributaria y jubilatoria
para después de octubre para que no se “entrometan” en las elecciones.
A pesar de todo, durante parte del siglo XX las elecciones implicaron
reales debates políticos entre multitudinarias organizaciones
partidarias que disputaban programas alternativos. Pero esto acabó en la
fase del capitalismo neoliberal, cuando la mercantilización de la vida
penetró en todos los poros de la sociedad y el capital sometió más
esferas de la vida cotidiana a las “leyes” del mercado, alejándolas de
todo control democrático y reconvirtiendo las campañas militantes a la
virtualidad efímera de los “me gusta”. La “grasa” militante es
suplantada por la magra presencia virtual de los trolls y los asesores
de imagen. Las consignas para atraer al electorado se transforman en
algo tan vacío que pueden ser suscriptas por cualquiera. Los sectores
populares –aún yendo a votar- sienten cada vez más ajena a la casta de
políticos profesionales con sueldos desproporcionados y partícipes de
una corrupción que es endémica del sistema.
El uso del lenguaje
es parte de la construcción hegemónica. Que se nombre a éste régimen
“democracia” resulta una estrategia de simulación ideológica. Recobra
valor simbólico la vieja sentencia del ex primer ministro británico
Winston Churchill quien señaló que “la democracia es un mal sistema, pero es el mejor que tenemos”,
abonando la falta de alternativas y la aceptación del “mal menor” como
sentido común de importantes sectores populares y de la misma izquierda.
Pensar que puede mejorarse este régimen con un cambio del
personal político o con aditamentos y reformas que lo hagan más
participativo o protagónico, resulta ingenuo. Mucho más lo es creer que
se pueden enfrentar los intereses del capitalismo sin luchar contra la
República liberal y sin construir un imaginario popular de que si “la
democracia es un mal sistema… cambiémoslo por otro”.
Una sola lucha contra el capitalismo y la democracia liberal
Una compañera venezolana decía hace pocos días que “la revolución es la vida abriéndose caminos”.
¡Qué visión integral y totalizadora de la revolución! Contrasta con la
mirada de las izquierdas que no aciertan a ir más allá de -aunque
legítimos y necesarios- limitados reclamos sectoriales, relegando la
pelea por acabar con el régimen político a un lugar de séptimo orden. Se
convocó a votar por generalidades como una “nueva generación política”, a “los que vivimos como vos”, a los que llevarían “una voz diferente al Congreso” o, más lastimosamente, se pide el voto para tener “una oportunidad”, mientras lo que se pierde es la oportunidad de librar una batalla ideológica y cultural.
No se pidió el voto expresando un antagonismo con el Congreso sino
aspirando a completarlo o mejorarlo con las voces que supuestamente le
faltan.
Lejos de esto, los procesos más avanzados en nuestro
continente -con sus límites y contradicciones-, como Chiapas, Bolivia y
Venezuela, no pretendieron acoplarse o “mediar” con la institucionalidad
del Estado sino anunciaron su aspiración a terminar con ella y
construir una nueva institucionalidad democrática y popular, como los
caracoles zapatistas, el Estado plurinacional o las comunas
bolivarianas. En Ecuador, Rafael Correa ganó su primera elección
anunciando que disolvería el Congreso y convocaría a una Asamblea
Constituyente. En México, el Consejo Nacional Indígena (CNI) despliega
una intervención electoral que no se propone conseguir un lugar en las
instituciones genocidas sino “romper de raíz con el sistema impuesto desde la conquista”.
María de Jesús “Marichuy”, su candidata, no intenta descollar como
nueva figura política sino ser fiel a su rol de “vocera” de los pueblos
originarios y articular con el resto de los oprimidos por el
capitalismo, desoyendo las voces que le reclaman se articule con el
centroizquierdista López Obrador.
La política supuestamente
“sensata” de pretender “lo posible”, en cambio, señala el inicio de un
camino de progresiva adaptación al régimen que culmina en el abandono de
toda vocación transformadora como sucedió, tristemente, con el PT de
Brasil o el Frente Amplio Uruguayo.
Desde una mirada
supuestamente a la “izquierda”, se suele considerar que la lucha por la
democracia es un combate secundario en relación a la pelea contra el
capitalismo. Pero ambas batallas escindidas resultan abstractas, ya que
la lucha por una real democracia popular no es posible sin luchar por la
desmercantilización de la vida. Y desmercantilización significa acabar
con el capitalismo. Asimismo, sin la organización democrática del poder
popular es imposible acabar con el capitalismo. Cómo evitar esta
escisión y combatir el régimen institucional opresor -tanto desde dentro
como fuera de los procesos electorales- son algunas de las cuestiones
estratégicas que las nuevas izquierdas necesitamos debatir, si
pretendemos intervenir sin perder el rumbo de la transformación social
ni sacrificar perfiles identitarios esenciales para la emancipación.
“Politización” y “empoderamiento”: un debate obturado pero necesario tras la década Kirchnerista
En su discurso tras perder las elecciones del 2015 Cristina afirmo que “lo más grande que le he dado al pueblo es el empoderamiento popular”.
Se suele dar por buena esta afirmación, junto con el reconocimiento a
una supuesta politización durante este período. Pero necesitamos poner
en cuestión los supuestos con los que el régimen liberal caracteriza
estos términos, ya que su aceptación acrítica llevó a adaptar
sensiblemente las prácticas de sectores de izquierda a los moldes
propuestos por el progresismo.
El kirchnerismo asumió el
gobierno tras la rebelión del pueblo, en especial de sus sectores más
pobres. Su objetivo fue integrarlos al sistema a través de una extendida
asistencia social y el otorgamiento de algunos derechos sociales,
convenientemente recortados y resignificados, que habilitaron se hable
de una “ciudadanía social”.
Pero con todo lo que pueda
valorarse una corrección siquiera mínima del daño que produce el
capitalismo, sólo puede considerarse una profundización de la democracia
en términos de los derechos pasivos y nada habilita a interpretarlo
como un “empoderamiento” de los beneficiados por la asistencia. Menos
aún cuando en Argentina, este asistencialismo consolidó estructuralmente
la pobreza en un 29,7% de la población -según datos de CIFRA, el
Instituto creado por el kirchnerista Hugo Yasky- y parió una burocracia
de los “pobres”, con la que poder negociar para sostener la
gobernabilidad, cuyo exponente más claro es el Movimiento Evita .
Menos puede considerarse “politización” que miles de valiosos jóvenes
–mayormente de sectores de clase media plebeya de grandes ciudades-
entraran a una militancia sin mucha más alternativa que aplaudir y
defender lo que desde arriba se decidía, envueltos en una mística de
“transformación” que poco se compadece con los ideales de generaciones
anteriores reivindicadas de palabra.
Nada entonces justifica
coincidir en ese “empoderamiento” y “politización” que, de haber sido
reales, hubieran garantizado un fuerte dique contra la derecha macrista
que, a diferencia de la derecha venezolana, no necesitó desplegar una
guerra económica o ataques terroristas, sino apenas una suelta de globos
amarillos para atraer a sectores castigados que se arriesgaron por el
“cambio”.
El kirchnerismo asumió el gobierno con un país
todavía conmovido en sus cimientos por la rebelión popular del 2001 y
con un pueblo que había construido asambleas en muchísimos barrios para
debatir que hacer con cada aspecto de la sociedad. Al dejar el gobierno,
tras 12 años, la “politización” se restringía a lo promovido desde el
Estado y un pueblo reducido a mero campo de maniobra. El reciente
llamado de Cristina Kirchner a la CGT para que no convoque a movilizar
sino a votar, no resulta en esta lógica un exabrupto ni una especulación
electoralista, sino una posición de principios mantenida durante toda
la década.
Como señala la mexicana Raquel Gutiérrez Aguilar “
Hay otra mirada que se ha impuesto en los últimos años, de hegemonía
progresista, que tiene que ver con objetivar las cosas. Cambiar el lugar
analítico y plantear todo el debate como si lo único interesante fuera
lo que está siendo protagonizado desde el poder. Mover, desplazar,
encubrir, invisibilizar y producir olvido de lo que hicimos
colectivamente. El retroceso y el “llamado fin de ciclo progresistas” no
es el fin de las luchas sino la crisis de un modo de expropiación de
las mismas .” Pero las izquierdas no podemos olvidar.
Una batalla en el peor terreno y el peor momento
Las izquierdas hemos sufrido una derrota ideológica en manos del
progresismo al internalizar esta mirada que la compañera mexicana
critica. De tanto mirar hacia arriba se llega a considerar al
kirchnerismo como alternativa al neoliberalismo, a lo electoral como una
definitiva guerra y a las elecciones en provincia de Buenos Aires como
“la madre de todas las batallas”.
L a derrota ideológica de
gran parte de las izquierdas a manos del progresismo se expresa en la
facilidad con que se elije dar batalla en este terreno como sea, aún a
costa de dejar de lado inmensos terrenos de intervención política que, a
diferencia del electoral, no se encuentran obturados por el
kirchnerismo.
La escisión entre las tácticas y estrategias y el
abandono de una estrategia independiente por parte de las nuevas
izquierdas nos impide intervenir eficazmente para aprovechar una
situación de extendida resistencia popular a la ofensiva derechista, un
hastío mayoritario con la política partidista y una quiebra simbólica de
las gestiones progresistas que, más allá de los votos que expresan la
bronca al macrismo, ha dejado de ser vista por amplios sectores
populares como alternativa de “cambio”.
Las batallas por venir
ya las anunció el propio gobierno y las exigen los editorialistas de la
Nación y Clarín. Las clases dominantes intentarán avanzar con la reforma
laboral, la extensión de la edad jubilatoria, la profundización de los
proyectos extractivistas, los tarifazos y la reforma educativa.
Asimismo, el regreso a las “relaciones carnales” coloca a la Argentina
en primera línea de las agresiones a la Venezuela bolivariana y en
anfitrión servil de la OMC y el G20. Nada de esto cierra sin represión
–como lo expresa la desaparición de Santiago Maldonado-, por lo cual se
hace urgente debatamos como daremos estas peleas que no son solo
defensivas o reivindicativas, sino profundamente políticas. Las
características de estas peleas son las que deberían pesar en la
construcción de alianzas y articulaciones. Quedar fuera de éste combate
político es lo que debiera ser la verdadera preocupación.
Revertir la derrota ideológica para relanzar la nueva izquierda necesita
de un amplio debate sobre el alcance de lo “político”, desde una mirada
que recoloque la construcción de poder popular como uno de los ejes
identitarios y estratégicos. Así como recupere que la política incluye
pero va más allá de los espacios del Estado, con una mirada que vea en
el territorio y en los nuevos sectores de lucha los principales ámbitos
de intervención política.
Las nuevas realidades nos obligan a
debatir los caminos para aportar a la construcción de nuestro pueblo
trabajador como clase dirigente de la sociedad, interviniendo en todos
los terrenos y con un andar firme hacia la unidad regional en un ALBA de
los pueblos nuestroamericanos y un ecosocialismo feminista y
radicalmente democrático.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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