Guatemala
La reciente masacre del Hospital Roosevelt,
con 7 muertos y una docena de heridos, es un fenómeno complejo que debe
abordarse desde una multitud de aristas. Lecturas simplistas y
opiniones viscerales no permiten entender realidades tan complicadas.
Una primera reacción –quizá la más generalizada– fue una mecánica y
sentimentaloide respuesta violenta: ¡pena de muerte para los mareros! El
hilo se corta siempre por lo más fino. Sin querer, en modo alguno,
dulcificar o aminorar la conducta antisocial de los pandilleros que
provocaron la masacre, lo importante es intentar entender el fenómeno en
su totalidad. En ese sentido, entonces, los hechores materiales, los
jóvenes que operaron las armas (¡por Q. 200!, según se dijo), son el
último eslabón de una larga cadena.
Las maras,
se sabe, son un síntoma social producto de una sociedad desgarrada,
empobrecida hasta la médula y con una monstruosa historia de violencia a
sus espaldas. Pero más desgarrador y patético que todo eso, es la
utilización que pueden hacer de ellas los llamados “poderes ocultos”: grupos criminales que operan en el ámbito de una opaca dimensión política, enquistados en estructuras del Estado.
¿Por qué sucedió la matanza del Hospital Roosevelt? ¿Quién es el
responsable? En todo caso, no hay “culpable” único: es una sumatoria de
causas, histórico-estructurales en un caso, coyunturales en otro,
interactuando todas. Quizá sería más útil preguntarse, dado que esto es
un hecho que supera la mera crónica policial alcanzando ribetes
políticos, si alguien se beneficia de todo esto. La población común,
definitivamente no. ¿Habrá otros actores beneficiados?
Analizando acuciosamente los hechos, se encuentras más preguntas y dudas
que respuestas convincentes. Por lo pronto, es preocupante encontrar
que el reo finalmente rescatado fue trasladado al hospital para un
examen de sangre. ¿Mala práctica o complicidad?
Sin la más
mínima intención de apelar a teorías conspirativas (ese día casualmente
se daba, al mismo tiempo de la matanza, el sobreseimiento del caso
“Bufete de la impunidad”, quedando libres la magistrada Blanca Stalling y
la ex directora del Hogar Seguro, Anahy Keller), hay datos que abren
interrogantes. Quizá no haya vinculación entre ese sobreseimiento y lo
que estaba sucediendo en el Hospital, pero sin dudas hechos de tal
magnitud como lo sucedido en el Roosevelt no pueden entenderse solo como
casualidades.
Lo cierto es que la violencia descontrolada
continúa en el país, y eso, más allá de pomposas declaraciones, tiene
una lógica. Tal violencia va de la mano de la corrupción y la impunidad
reinante. La “ineficiencia” del Estado –que, sin dudas, la hay– es un
corolario de esa corrupción e impunidad. Enviar un preso a un hospital
público solo para un estudio hematológico es una expresión de todo ese
paquete: ¿ineficiencia, corrupción, Estado debilitado? Se había dicho
que eso no volvería a suceder, teniendo en cuenta anteriores
experiencias (una matanza similar en el Hospital San Juan de Dios). ¿Por
qué sucedió? Es evidente que la satisfacción de la población es lo que
menos interesa. ¿Sucedería esto en un hospital privado de jerarquía? ¿No
es posible atender una situación similar en la Enfermería del centro
carcelario?
Resulta significativo también, y refuerza la
situación de corrupción e impunidad –que no es sino otra forma de
demostrar la violencia en que seguimos viviendo– el cómo puede operar un
grupo criminal. Eso evidencia la catástrofe social que nos envuelve.
¿Quién puede matar por encargo por 200 quetzales? ¿Qué opción tiene un
joven de las (mal llamadas) “zonas rojas”? Sobrevivir penosamente –si
consigue trabajo–, emigrar de ilegal, ¿o la mara? Es cierto que no todo
joven de estas zonas ingresa a una pandilla (contrariando el prejuicioso
mito dominante), pero la puerta para la transgresión está siempre
abierta (recordemos que personas que no vienen de “barrios marginales”
también transgreden, pero por vericuetos de la ¿politiquería?, al mismo
tiempo de la masacre estaban saliendo en libertad en la Torre de
Tribunales). La desesperación social reinante (la catástrofe humana
latente, podría decirse) permite que por 200 quetzales se pueda ir a
matar.
La violencia, la cultura de muerte, el desprecio por el
otro están enraizadas en la historia del país. Los 245,000 muertos de la
guerra son una pesada y no procesada herencia que aún cuenta mucho. La
impunidad que se desprende de eso (¿quién se hace responsable de tanto
crimen?) marca la historia. A partir de la pobreza crónica y esa
impunidad, es que puede haber maras que desprecian la vida, y por unos
pocos pesos matan a discreción.
La violencia envuelve todo;
también la respuesta inmediata que surgió: el pedido de pena de muerte.
Aunque se fusilen unos cuantos mareros, ni la salud pública del Hospital
Roosevelt mejorará, ni los asentamientos precarios desaparecerán. Y los
corruptos de cuello blanco siguen saliendo impolutos de la cárcel. En
otros términos: las causas que encendieron la guerra siguen presentes,
por tanto, aunque con otra modalidad, la guerra continúa.
Material aparecido originalmente en Plaza Pública el 21/8/17.
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