Eran los primeros días de la década del noventa y Ciudad Peronia
comenzaba a llenarse de champas, de gente que llegaba de otros arrabales
y del occidente del país a invadir el sector al que ahora se le conoce
como El Mirador. Aquellos eran montarrales, calles de talpetate y un
mercado al aire libre, un tierrero donde los vendedores tiraban costales
y cajas de cartón para que sirviera de mesa para poner sus ventas.
Una parada de buses con dos o tres ruleteros, una gran planada a la
orilla del basurero del barranco del mercado, a la que con el tiempo
convirtieron a punta de pelotazos en el campo de fútbol del arrabal.
Ciudad Peronia era el rostro vivo de la miseria y el olvido. Colindaba
con la aldea La Selva y el Calvario, más arriba al pie de las montañas
verde botella se instaló una base militar, soldados en su mayoría del
occidente del país, que apenas hablaban español, niños juguetones a los
que nunca les tuvimos miedo. Niños a los que con los años les íbamos a
vender helados, pupusas de chicharrón, atoles y choco bananos y nos
pagaban a fin de mes.
Para esos años comenzamos a vender helados en el mercado, en las
escuelas, en las aldeas, en el destacamento, en donde fuera. Apenas
teníamos para comer, tortilla con sal y caldo de frijoles toda la
semana, los frijoles no se tocaban porque había que hervirlos y echarles
agua para el siguiente día.
Los días de suerte, mi papá llegaba con un poco de dinero extra y me
iba con él a La Terminal a comprar vísceras de vaca, el caldo de patas
era el manjar de aquellos años. Pero eran rarezas, sucedía de cuando en
cuando.
Nuestra casa era un cajón de block, con un cancel de tela dividíamos
nuestro cuarto de la cocina. En una cama de metal que tenía un pata
coja, dormíamos los 4 hijos de la Lila y el Guayo, para las 3 de la
madrugada cuando nos levantábamos a hacer el oficio de la casa y a
preparar la venta, ya nos habían mojado las sábanas y la ropa de orines
los cumes. Las puertas y las ventanas las cubríamos con pedazos de
cartón.
El suelo era de talpetate donde caminaban cabras, gallinas, patos,
perros, ahí mismo gateaban los cumes. Una mesa de pino y una estufa de
mesa de tres hornillas eran todo lo que teníamos en la cocina. Dos o
tres trastos. Afuera un medio tonel servía de polletón, donde mi mamá
echaba las tortillas y nos comenzaba a enseñar a tortear. Que cuando nos
salían las tortillas en forma caites (decía mi Nanoj) las sacaba del
comal a medio cocer y las volvía a echar en la masa para que las
volviéramos a hacer hasta que salieran como ella quería. Como tortillas y
como todo nuestra cara (decía mi Nanoj).
Los cumes recién nacidos parecían pollitos pelucos, blancos como la
leche, nos íbamos a la aldea a las cuatro de la mañana a comprarles un
litro de leche de vaca, recién ordeñada, solo para ellos, no alcanzaba
para nadie más.
Una tarde llegó un bus con gente que decía que llegaba por parte del
gobierno y que teníamos que ir a una casa en la calle Usumacinta a
registrarnos para que nos dieran comida, productos de la canasta básica.
Nosotras sin avisarle a mi Nanoj, agarramos camino para el lugar y nos
inscribimos, dijimos cuántos miembros habíamos en la familia y de qué
trabaja mi papá, la comida la daban racionada dependiendo los miembros
de la familia y si trabajan los papás o solo uno.
Aquella tarde llegamos a la casa emocionadas, con una bolsa de maíz
amarillo, una lata de jamón, una lata de queso amarillo y una bolsa de
leche en polvo, cuando mi mamá nos vio llegar con nuestras once ovejas,
nos preguntó de dónde habíamos sacado todo eso, le explicamos
emocionadas; y mi mamá enfureció tanto que al típico estilo de Jutiapa,
agarró el palo de la escoba y nos gritó: ¡Hijas de la gran puta, ustedes
no son pobres, no tienen necesidad, tienen trabajo, hay gente que de
verdad lo necesita! ¡Ya se me van a devolver esa comida si no quieren
que las muela a palos!
Sin tiempo para reaccionar zampamos la carrera de regreso y en un
santiamén ya estábamos en el lugar devolviendo la comida. Aquella ración
nos la iban a dar una vez al mes, pero ahí mismo hicimos que nos
borraran de la lista. Eran colas y colas de gente que recién invadía,
esperando que les dieran los alimentos.
Aquella tarde, yo supe que la carencia en la que vivíamos no era
pobreza, era solo escasez, que había gente viviendo en la miseria, gente
realmente necesitada de aquellas bolsas de alimentos.
Y lo aprendí de niña, mi Nanoj me lo enseñó con el palo de la escoba
en la mano. Me enseñó a ver a mi alrededor. Nunca lo he olvidado.
Audio:
Reproductor de audio
Si usted va a compartir este texto en otro portal o red social, por favor colocar la fuente de información URL: https://cronicasdeunainquilina.com/2017/08/05/el-dia-que-supe-que-no-era-pobre/
Ilka Oliva Corado. @ilkaolivacorado contacto@cronicasdeunainquilina.com
05 de agosto de 2017, Estados Unidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario