La concentración del poder es una enfermedad que solo se cura con justicia y democracia.
Una auténtica democracia tiene un sistema de pesos y contrapesos
gracias al cual se produce un equilibrio saludable entre la voluntad del
pueblo soberano y la de sus representantes en los estamentos del
Estado, del gobierno y de las organizaciones del sector civil; un
sistema en el cual no existen polos de poder absoluto contra cuyos
excesos la ciudadanía sea impotente por no contar con los mecanismos
para intervenir. Ese ideal de democracia parece no existir. De hecho,
actualmente se vive un anti sistema impuesto por los países dominantes,
caracterizado por extrema codicia, abuso y privilegios destinados a
convertir a un pequeño círculo de políticos y empresarios en auténticos
emperadores.
El mundo actual, por lo tanto, es un campo abierto a disposición de
esos centros de poder absoluto desde donde emanan los parámetros que
definen el presente y el futuro de los pueblos. A partir de esta forma
de colonización política y económica se da paso a una forma de
colonización ideológica tan perversa, como para abolir todo concepto de
nación entre ciudadanos deslumbrados por el consumismo y las promesas de
un “american way of life” instalado como su ideal de vida. La
perspectiva de una vida más fácil no es gratuita; implica la renuncia a
ciertos valores como la independencia, la identidad, la preservación de
la cultura y la visión de nación como pilar básico para un desarrollo
integral.
A este complejo escenario se suma, entonces, el peligro de tener a un
hombre poco instruido, de innegable tendencia racista, xenófobo y, para
colmo, irreflexivo, a cargo del gobierno más poderoso del planeta, de
cuya fuerza gravitacional está cautivo nuestro continente. Las
decisiones emanadas desde la Casa Blanca –la mayoría de las cuales
responden a intereses específicos de esa nación- pesan como leyes en
prácticamente todos los países dependientes de su enorme poder, al punto
de deberle todas y cada una de las operaciones y estrategias que han
desequilibrado nuestra institucionalidad y han impedido la construcción
de democracias sólidas e independientes a lo largo y ancho de América
Latina.
Esta preeminencia del poder del imperio estadounidense sobre nuestros
pueblos reviste la mayor gravedad ante el nuevo cariz que ha tomado la
administración de la Casa Blanca, reflejado en un resurgimiento de los
movimientos extremistas –Ku Klux Klan, entre otros- amparados por el
discurso de odio emanado por su máximo líder. El permiso que el
presidente Trump tácitamente otorga a estos fascistas al no condenar de
manera explícita sus actos de violencia constituye un aval a sus
desmanes y repercute en un serio riesgo para los ciudadanos e
inmigrantes latinos y de otras culturas y etnias que habitan en ese
país.
Este año hemos presenciado el resurgir de una tiranía reeditada y
fortalecida por un pensamiento xenófobo y racista. A ello se suman las
amenazas de invadir Venezuela, un país soberano, las cuales no son
ajenas a esta nueva tendencia imperialista carente de visión política.
Sin importar si el resto de países latinoamericanos está o no de acuerdo
con el gobierno venezolano, todos –sin excepción alguna- deberían
pronunciarse de manera clara y tajante para rechazar cualquier intento
de invasión. Por respeto a la dignidad de los pueblos del continente y a
los valores de las democracias, sólidas o no, que tanta sangre y dolor
le han costado a los pueblos americanos, es imperativo recuperar esa
dignidad que hoy suele estar opacada por la corrupción, la codicia y la
falta de visión de nuestros líderes.
América Latina debe cuidarse de las decisiones de un gobernante tan volátil como Trump.
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