Lo
más sobresaliente del 2019 han sido los triunfos electorales de fuerzas
progresistas en México y Argentina y las grandes protestas populares en
Colombia, Chile, Ecuador y Haití contra gobiernos neoliberales, que
contrastan con la estabilidad en Cuba, Venezuela, Nicaragua, México,
Argentina e incluso Uruguay, pese a la derrota electoral del Frente
Amplio.
De enorme valor han sido este año las masivas
manifestaciones populares contra las imposiciones neoliberales en varios
países sudamericanos y también del Caribe. En todos los casos, las
políticas de ajuste y sumisión a los dictados del Fondo Monetario
Internacional han quedado jaqueadas y los gobiernos desacreditados y
cuestionados por las violaciones a los derechos humanos debido a la
represión desatada.
El año que pasó, América Latina y el
Caribe perdió su lugar de territorio de paz, pero los estallidos
sociales también fueron marcando la agonía del neoliberalismo en medio
de la disputa entre los intereses del capital trasnacionalizado y los de
los pueblos, que parecen haber comprendido la necesidad de construir
democracias que no abandonen las calles.
En la región, y
particularmente en Chile, Ecuador, Colombia y Haití, nada será como
antes. No hay una sola fórmula ni tiempos preestablecidos para las
transformaciones, pero seguramente, estas insurrecciones populares de
2019 darán como resultados procesos de cambios progresistas de sus
sociedades.
Los triunfos progresistas en Argentina y
México abren, pese al convulsionado contexto, esperanzas sobre el
relanzamiento de los organismos de articulación e integración
latinoamericano-caribeña. Mientras, en Panamá el socialdemócrata
Laurentino Cortizo declaró por primera vez duelo nacional el 20 de
diciembre, a 30 años de la sangrienta invasión estadounidense al istmo.
Significa oficializar la memoria histórica del pueblo.
Surgen
nuevas temáticas, nuevas agendas: el fortalecimiento de la unidad desde
abajo, el feminismo como herramienta de emancipación, el desarrollo
científico-tecnológico para la soberanía, la justicia social y las
dinámicas de la guerra híbrida en el continente, junto a la lucha por el
cambio climático, el tema de las migraciones o el de los cambios
tecnológicos y el futuro del trabajo.
Se afirma el
feminismo como movimiento clave y protagónico en la disputa por los
territorios pero también en el movimiento internacional, plagado de
onegeísmos e intereses que poco tienen que ver con los de nuestros
pueblos. Es desde la calle que se construye un feminismo popular.
La
teoría de los ciclos no deja de ser más que una falacia desmovilizadora
y paralizante de la lucha de los pueblos. Es como si los pueblos
estuvieran condenados, hagan lo que hagan, a volver a sufrir gobiernos
militares o fascistas, represores, entregados a los intereses de las
empresas trasnacionales y a los dictados de Washington.
No
es el fin de la historia de Francis Fukuyama, es una variación más
inmovilizadora y pervertida: el ritornello permanente de la historia,
impulsado desde think tanks de Europa, que obliga a la pregunta onvia de
si se trata solo de derrotas electorales o de derrotas culturales.
El
“ciclo progresista” se dio cuando la correlación de fuerzas lo permitió
y cuando los liderazgos se pusieron en concordancia con los pueblos. Es
cierto que estos factores no siempre se presentan al mismo tiempo, pero
también es cierto que desde el inicio del milenio se produjeron en
nuestra región nuevas formas de la lucha de clases.
Pero
desde la izquierda, los viejos pensadores críticos insisten en manejar
la teoría como dogma, tratando de amoldar metodologías del siglo 19 a un
mundo totalmente diferente, donde las herramientas de lucha debieran
ser, también, diversas, ante los violentos y permanentes cambios
tecnológicos y las diferentes luchas geoestratégicas.
¿En
cuál ciclo vivimos? ¿En el “progresista” que marca la llegada al
gobierno de Alberto Fernández en Argentina y antes, de Andrés Manuel
López Obrador en México, en el reaccionario que establece la derrota del
Frente Amplio en Uruguay, en el neofascista de Bolsonaro y del golpe de
Estado en Bolivia?, se pregunta Sergio Rodríguez.
Quizá
el ciclo que vivimos en este final del 2019, es el de la lucha creciente
de los pueblos que se levantan contra el neoliberalismo como en Haití,
Honduras, Ecuador, Chile y Colombia y en el de la resistencia anti
imperialista de Cuba, Nicaragua, Venezuela y Dominica, añade.
Es la lucha permanente entre lo viejo que trata de perpetuarse y lo
nuevo que se abre paso. Hoy los estallidos muestran una apuesta por la
redistribución de la riqueza. El gobierno siempre está en disputa,
incluso en los procesos progresistas (¿nacional-populares?) con
coaliciones que logran gran apoyo en las urnas. Y el Estado no se logra
desmontar del todo, ya que, en general, la policía y el ejército, el
poder fáctico (las elites económicas y mediáticas), no siempre responden
a la conducción.
El imperialismo utiliza distintas
tácticas, dependiendo del lugar donde actúa estratégicamente. Desde sus
tanques de pensamiento, estudian las distintas organizaciones populares
para poder manejar una guerra híbrida y multidimensional, donde cada
territorio está en disputa.
Surgen nuevos actores
sociales, nuevas consignas, nuevas luchas… y la necesidad de aggiornarse
en el uso de las herramientas de dominación que usa el mismo enemigo.
Pero no terminan de surgir nuevos liderazgos, porque una de las fallas
mayores de los gobiernos progresistas e la de no haber formado cuadros
que garantizaran la continuidad de los cambios, las revoluciones, en
buena parte por el egocentrismo de los dirigentes, acicalados por
asesores europeos que poco saben de la idiosincrasia regional.
El
modelo de economía neoliberal ya no sirve. El sistema de democracia
republicana, representativa, tampoco. Y por eso la necesidad de
democracias participativas (no de partidos sino de pueblo), que ayuden
al aislamiento del enemigo principal que es el imperialismo y las
dependientes y cómplices oligarquías locales.
Quizá esa
izquierda derrotada a finales del siglo 20, no fue capaz de asumir tal
derrota en términos políticos, careció de capacidad de reflexión y
análisis. Pero creó el imaginario de que es posible un mundo diferente,
más equitativo, donde la salud, la educación y el trabajo para todas y
todos sea la prioritario: un cambio cultural.
¿Nos
quedamos sin líderes cuando las masas vuelven a tomar las calles? Hoy –y
por ahora- el liderazgo lo ejercen los pueblos, la masa trabajadora,
desempleada, de la economía popular, la clase media pauperizada.
Y
desde el viejo pensamiento crítico se critica a los chilenos,
haitianos, ecuatorianos y colombianos porque se lanzan a la lucha sin
conducción política; al nuevo gobierno argentino por ser peronista y no
“revolucionario”, a Evo por su inocencia, a Lula por haber salido en
libertad por decisión política y no por la lucha del pueblo… Desde los
escritorios, criticar todo resulta más fácil.
Nuestro
pensamiento crítico, valioso pero anclado en el siglo pasado, no ofrece
armas para pelear en este mundo nuevo y esta América Latina actual, que
son diferentes y que cambian a pasos vertiginosos de la mano del
bigdata, la inteligencia artificial, los algoritmos. Se necesita un
pensamiento crítico joven para acompañar estas luchas.
La
lucha no es solo política y electoral. Muchas veces no se le da
importancia a la disputa cultural, que significa entre otras cosas
construir alternativas para los millones de pobres, pero también los
millones que logran zafar de la miseria (lo que llaman las clase medias
posneoliberals). Y para eso es necesario contar con proyectos
mediáticos: saber qué se quiere comunicar, a quién se debe comunicar
para asegurar imaginarios colectivos que acompañen los cambios.
Pese
a lo que piensan los aliados-cómplices de Grupo de Lima, Estados Unidos
no tiene amigos, sino intereses, y muy especialmente sobre los recursos
naturales de los países de la región y para lograr sus objeticos
alientan golpes de Estado, desestabilización, bloqueos, saqueos,
invasiones, usando sus armas propias (DEA, Departamento de Estado,
Comando Sur, Usaid) o “ministerio de las colonias”, la Organización de
Estados Americanos (OEA), bajo la batuta del injerencista y falseador
Luis Almagro..
Mientras, Venezuela sigue estable, pese a
todos los intentos de Washington por terminar con el virus del
bolivarianismo, inventando la figura del “presidente interino” y
autoproclamado, financiado a la oposición –con apropiación de empresas y
recursos venezolanos- incluyendo un show “humanitario” desde Cúcuta, un
frustrado y frustrante golpe de estado, un superbloqueo económico y
financiero y amenzas continuas de invasión.
Al mismo
tiempo, Bolivia, el país latinoamericano con mayor estabilidad política,
económica y social fue quebrado por un golpe de Estado con una dura
represión y una presidenta autoproclamada (Jeanine Añez), y con Evo
Morales refugiado en Argentina.
Parafraseando a Mario
Benedetti en Cielito del ´69: Un arriba nervioso y un abajo que se
mueve, del norte al sur y del sur al norte de esta América Lapobre. Ya
llega el 2020, pero será solo un cambio de fecha, porque la realidad
seguirá siendo la misma y también la lucha por la dignidad de los
pueblos.
- Aram
Aharonian es periodista y comunicólogo uruguayo. Magíster en
Integración. Fundador de Telesur. Preside la Fundación para la
Integración Latinoamericana (FILA) y dirige surysurtv y el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)
https://www.alainet.org/es/articulo/204013
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