Me pongo de pie, me quito el sombrero y grito a todo pulmón: ¡Viva el glorioso pueblo chileno!
Es
el pueblo -en su más amplia y generosa acepción- el protagonista de la
rebeldía que convirtió el 2019 en un año que pasará a la historia de las
luchas sociales de nuestra patria.
Hombres y mujeres, jóvenes y
viejos, y hasta los niños que hoy desbordan las calles con su protesta
magnífica, son descendientes de las heroicas luchas contra la
explotación y la discriminación de los siglos XIX y XX. La rebeldía que
se levantó iracunda se forjó en la pampa salitrera, en el sur mapuche y
campesino, en la Patagonia austral y en los puertos y ciudades de esta
delgada “línea de luz” como llamó a Chile el gran Carlos Droguett .
La
nuestra es una historia cuajada de matanzas y abusos que, sin embargo,
jamás extirparon el furor rebelde que latía en el corazón del pueblo.
2019 pasará a la historia como ejemplo de ese coraje histórico. Es una
página gloriosa escrita por millones de chilenos y chilenas. El pueblo
de todas las edades y condiciones sociales, proclamó ¡basta! al sistema
que lo oprime y humilla. El laboratorio de experimentación y cuna del
neoliberalismo -la más inhumana expresión del capitalismo-, se puso de
pie y reclama una Asamblea Constituyente que eche los cimientos de una
República democrática y participativa. El poder popular pugna por ser
definitivamente reconocido como la piedra angular de la sociedad.
Existe
una evidente continuidad histórica entre el 18 de octubre y el 11 de
septiembre. En la perspectiva del tiempo, esas fechas se hermanarán como
anverso y reverso de nuestra trágica historia.
El presidente
Salvador Allende lo anunció en La Moneda en llamas: “más temprano que
tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre
para construir una sociedad mejor”.
Esto es lo que hoy sucede: el
hombre libre se ha echado a andar y ha convertido las calles en
barricadas de la libertad. En realidad el pueblo nunca dejó de luchar.
Bajo el terrorismo de estado, hombres y mujeres entregaron sus vidas
para reconquistar la libertad secuestrada por los oligarcas y asesinos
con uniforme. La heroica resistencia contra el terrorismo de estado -que
costó más de tres mil víctimas y decenas de miles de prisioneros
torturados- forma parte de las raíces históricas de la rebeldía del
pueblo chileno.
Nuestro país quiere vivir de manera diferente a
la que impuso el neoliberalismo con ayuda de las bayonetas. Anhela una
democracia con justicia social, una paz entre iguales, una
institucionalidad -sujeta al escrutinio popular y a la revocación de sus
mandatos- que haga respetar los derechos y deberes de los ciudadanos.
Resulta
mezquino –y deliberadamente desorientador- calificar la protesta y
rebeldía solo como un “estallido social”. Se han cumplido más de 70 días
de un fenómeno social, político y cultural que desconoce a todas las
instituciones del Estado. No es un “estallido”, es un proceso
insurreccional que ha desfondado la institucionalidad y disipado -con un
solo bufido de millones- la falsa imagen del “oasis” del conformismo y
la resignación en América Latina.
Esta insurrección no tiene
liderazgo reconocido ni un itinerario predeterminado. Sin embargo tiene
millones de voces que señalan el rumbo del movimiento: un cambio
profundo y definitivo. La demanda que globaliza el conjunto de protestas
parciales es una nueva Constitución elaborada por una Asamblea
Constituyente. A partir de la cual los chilenos construyamos una nueva
sociedad de iguales.
Más de 27 muertos, centenares de heridos,
miles de detenidos y torturados cuesta ya esta lucha. La represión
policial ha dejado en claro que los carabineros de Pinochet son los
mismos de Piñera.
Es iluso creer que el proceso insurreccional en
marcha va a tragarse el sapo de una “Convención Constituyente”, como la
que ha fabricado la casta política. Lo previsible es una ola de presión
de masas para que la “Convención” rompa sus ataduras y limitaciones y
asuma las funciones de una Asamblea Constituyente, depositaria del poder
originario. Para el éxito de ese propósito hay que permanecer unidos
tal como en el primer día de la insurrección de octubre.
Los
enemigos del cambio -con la casta política a la cabeza- intentan dividir
y desalentar al pueblo. Se iniciará una guerra sicológica millonaria en
recursos para ganar el plebiscito del 26 de abril. La respuesta
necesaria consiste en afianzar la unidad social sin sectarismos ni
oportunismos. El enemigo común es la oligarquía que pretende convertir
la Constituyente en una farsa más de las numerosas que registra nuestra
historia.
Debemos confiar en nuestras propias fuerzas. Tenemos el
orgullo de pertenecer a un pueblo valiente y rebelde que no permitirá
que se vuelva a bloquear su derecho a vivir en una sociedad gobernada
por la justicia social, las libertades públicas y los derechos humanos.
A
la Asamblea Constituyente corresponde echar las bases de esa sociedad
que la esperanza del pueblo mantiene viva desde hace más de un siglo.
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