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miércoles, 1 de enero de 2020

Colombia perdió su capacidad de asombro ante las masacres


El día que lo mataron y desaparecieron, John Milton cumplía 23 años. Era sábado y su madre le preparó un sancocho de gallina, compró una torta en la panadería de don Venancio e invitó a unos cuantos allegados. No quería que la fecha pasara desapercibida. Se quedó esperándolo. Nunca regresó.
John Milton trabajaba en una finca en la parte alta de La Sonora, en Trujillo. Se ocupaba únicamente de rendir en los cultivos. Nada más. Por eso no le preocupaba si el que se le atravesaba en el camino era guerrillero o del ejército. Los saludaba por igual. Para él era lo más normal como ocurría con muchas familias de la zona. Pero, esa mínima demostración de cortesía era interpretada en esa y cualquier otra área geográfica, como una abierta demostración de colaboración con el enemigo. Las locuras y la paranoia de quienes estaban inmersos en la guerra.
Doña Liduvina lo buscó por cielo y tierra y nunca tuvo noticias del joven. Concluyó que se encuentra enterrado en una de las fosas comunes que alojan a las 200 mil víctimas del conflicto colombiano, como lo anunció la directora del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, Claudia García. Lo hizo en el marco de las investigaciones en el cementerio de Dabeiba, Antioquia, donde se adelantan labores forenses por casos de exhumaciones que fueron entregados por parte de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP)
Al escuchar la noticia, unos se sorprendieron; no faltó quien comentó que la cifra estaba sobredimensionada y, alguien más, en un dejo de solidaridad comentó: “Muy tenaz, pobres familias”.
Pero minutos después estaban entretenidos con Madonna y el chisme de que está saliendo con un joven de 25 años; el video donde Maluma baila sensualmente muy pegadito a otra persona o sobre los componentes de la nueva mascarilla facial que retrasa el envejecimiento. Hasta allí llegó todo. ¿Y de las víctimas? A un segundo plano, como si nos diera vergüenza admitir la gravedad del asunto.
Lo que ocurre en los velorios que se convierten en el espacio para reencontrarse, comentar sobre lo buenona que está la catana de allá, beber tinto y mirar con insistencia el reloj como diciendo: “¿A qué horas acaba esta vaina?”
No podemos perder las proporciones
Doscientas mil víctimas en fosas comunes, son tanto como la población de una ciudad como Tuluá. Algo que se nos dificulta dimensionar, pero que es real. Imagine hombres, mujeres y niños distribuidos en las más de 3000 fosas comunes y cementerios que hay en el país, la mayoría de ellas aún sin identificar.
Los que no olvidan el drama, son sus familiares. Póngase en sus zapatos. Comprobará que los colombianos no podemos perder la capacidad de asombro ante lo que pasó y, aún, lo que está ocurriendo.
Anualmente se logra identificar entre un 1 y un 2% de esos cuerpos, a los que Medicina Legal les hace necropsia medica legal. Un buen número quedan sin identificar.
Lo de Colombia es apenas comparable con el exterminio sistemático de los pueblos indígenas latinoamericanos y menor a los asesinatos de líderes sociales en Nicaragua, el Salvador, Chile y Argentina. Grave por donde se le mire.
A responder ante la justicia
Ningún colombiano que se precie de amar su patria, debe perder la capacidad de asombro frente a lo que ocurrido y lo que está pasando, que empaña el corazón de las familias, generalmente muy humildes.
Los responsables deben comparecer ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y recibir el castigo proporcional a lo que hicieron. Eso no paliará el dolor, pero, al menos, dejará la sensación de que no hemos perdido nuestra capacidad de asombro. Porque lo que ocurrió, no debe repetirse jamás.

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