Con renovados bríos una
ola ultra conservadora de evangelistas y católicos recorre América
Latina. Muestra de ello es el liderazgo del golpista Luis Fernando
Camacho en Bolivia quien afirma que su Constitución es la Biblia.
Todavía tengo grabada en mi retina la entrada en el Palacio de Gobierno
de La Paz, de la autoproclamada presidenta golpista Jeanine Ánez,
elevando sobre su cabeza con sus dos manos una enorme Biblia, al tiempo
que gritaba “¡Dios vuelve al Palacio! ¡Dios vuelve!”. Sin duda Jair
Bolsonaro, quien ganó la presidencia de Brasil por el voto evangélico,
es hoy el referente de este movimiento que ya sacude a varios países del
continente, incluido Estados Unidos donde el propio Trump no duda en
manipular los sentimientos religiosos y a las iglesias.
Sin embargo
mi reflexión se extiende a las políticas de la izquierda que en no pocos
casos ha caído en la tentación de fusionar política y religión,
haciendo un discurso poblado de referencias bíblicas y evangélicas, y
participando en oficios religiosos que debieran ser privados, de manera
pública. Si con ello se trataba de tomar ventaja electoral ha cometido
un grave error. De semejante fusión, antes o después, sólo pueden surgir
malas noticias para la izquierda. La explicación a semejante vaticinio
es que en el ámbito religioso, particularmente de las iglesias, las
fuerzas de mayor peso se inclinan claramente a la derecha. Más aún
cuando la Teología de la Liberación, con la que simpatizo ampliamente,
fue duramente golpeada en las décadas finales del siglo XX, desarbolada y
en mucho casos descabezada de sus referentes.
Hay que tener
claro que la izquierda debe ser laica y practicar el laicismo, y no debe
normalizar en sus discursos políticos contenidos religiosos. Que
militantes y dirigentes de izquierda tengan y observen de manera privada
creencias religiosas y sean practicantes, perfecto. El respeto y la
protección de todas las religiones deben estar fuera de toda duda. Pero
mezclar lo que debe ser la política para la ciudadanía con lo religioso,
al momento de gobernar, no es sino perpetuar una idea tóxica del
Estado. Esto último es lo propio de la derecha. El Estado no puede jugar
con los sentimientos religiosos para ganarse una simpatía obediente de
la ciudadanía. Y lo hace cuando sin declararlo públicamente se hace
confesional. Pero la libertad de creencias exige que los espacios
institucionales estén libres de proclamas religiosas. No se pueden
someter decisiones políticas a convicciones religiosas de los
gobernantes. En Guatemala hubo un presidente de la Iglesia del Verbo
Divino, Ríos Montt, que en sus homilías dominicales televisadas se
apoyaba en una interpretación malvada de la Biblia para justificar su
horrible dictadura.
En cuanto a la izquierda, el lema del FSLN
en el poder, “Nicaragua cristiana y socialista” es un tremendo error.
Confundir lo que debe ser la relación entre el cielo y la tierra es un
dislate. Lo ha dicho el Papa Francisco: “Las políticas confesionales
acaban mal”. Precisamente, la cualidad del Estado laico es el no
reconocimiento de ninguna religión concreta, como oficial, ni acepta su
intervención política. Se basa en el principio universal de separación
de Estado e Iglesias, parte íntegra de la declaración de los Derechos
Humanos, teniendo como objetivo garantizar la absoluta libertad
religiosa y la convivencia democrática. Los Estados más avanzados
ejercen la neutralidad estatal en materia religiosa, indistintamente de
la correlación de fuerzas entre religiones.
De modo que la
violación a la laicidad estatal es una violación de los principios
democráticos y del respeto que debe tenerse a la religiosidad y fe del
pueblo que es de lo más sagrado para la ciudadanía. En todos los países
hay mayorías y minorías de religiones diversas, así como también
sectores agnósticos y ateos, pues bien, la política, los políticos y las
instituciones públicas deben la misma consideración a todas ellas. Las
creencias y la moral personal de un gobernante, sea de izquierda o de
derecha, no debe jamás imponerse al conjunto de la sociedad. Los tiempos
en que la religión como propia del Estado confesional servía como
herramienta de dominación y control de la ciudadanía deben quedar atrás.
La
tentación de utilizar la religiosidad como instrumento de la política
esconde un modo de relación con la sociedad de dominación, sobre la base
de explotar las emociones y creencias existenciales, para provecho de
quién pretende obtener una mayoría electoral o gobernar con el apoyo de
multitudes sencillas. Es una mala jugada, una manipulación de la buena
voluntad de miles y de millones de creyentes. Al contrario la pedagogía
de la izquierda debe ser la de difundir la laicidad en la relación del
Estado con las Iglesias, formando de esta manera una ciudadanía crítica,
liberada de las cadenas del pasado.
Una recapitulación: la
intromisión de iglesias evangélicas y neopentecostales en la política
latinoamericana es cada día mayor, alimentando a las facciones de
extrema derecha para impulsar su agenda conservadora y antisocialista.
También sectores del catolicismo invocan a sus creencias para dar
legitimidad a políticas antisociales. Hay que decir que hasta la década
de los setenta el monopolio de esta práctica fue católico, cediendo
posteriormente al empuje evangélico que ya representa más del 20% de los
cristianos y en algunos países centroamericanos son ya muchos más –en
Guatemala es ya casi el 50%-. Pues bien, la izquierda no debe legitimar
esta fusión de política y religión pues estructuralmente beneficia más y
más a la ultraderecha. La legitima cuando ella misma practica lo que
criticamos a la derecha. Si la izquierda utiliza la Biblia u otros
textos sagrados para su política, la derecha lo hace con sus propias
razones.
En realidad es el populismo religioso –no la sana
religiosidad popular- el que se erige como la fuente que determina
decisiones políticas, manchando el nombre de Dios.A
No hay comentarios:
Publicar un comentario