Reflexiones sobre un tiempo aciago
mientras tanto.e
"Desconfía de la Sociedad Nacional de Ferrocarriles.
Desconfía de la Comisión de Transporte Metropolitano.
Desconfía de los gendarmes que tocan tu puerta.
Desconfía de las agencias federales de seguridad"
Pascal Quignard, Los desarzonados [1]
Si
es verdad, como escribió Hegel, que la necesidad del pensamiento cobra
su más intenso sentido en momentos de desequilibrio y cuando “la fuerza
de la unificación desaparece de la vida de los hombres y las oposiciones
han perdido su relación viviente y su acción recíproca”, entonces nada
más urgente que reflexionar sobre el presente de la realidad
sudamericana en un tiempo en que la atraviesa una grave crisis política,
económica y jurídica. Ante todo, esta crisis incluye grandes dosis de
insatisfacción social y la puesta en entredicho por parte de la mayoría
de las poblaciones del giro neoliberal adoptado luego de prolongados
años de estabilización signados por gobiernos progresistas y de centro
izquierda.
Con el arribo al poder de proyectos de corte
neoliberal, la parte sur del continente ha vivenciado un evidente
retroceso en las políticas sociales que provocaron un ostensible
ensanchamiento de derechos en las capas bajas y medias. Esta regresión
planificada en los niveles de redistribución de la riqueza ha ido
acompañada de un fuerte cariz represivo, sobre todo en el ejercicio de
facultades excepcionales por parte de las fuerzas de seguridad y la
continua actuación de los militares en asuntos internos. Sea declarando
técnicamente el estado de excepción, como en Chile o Ecuador, sea
estableciéndolo de facto, determinados gobiernos están ejerciendo
inusitados niveles de violencia en relación a los parámetros del Estado
de Derecho y la normalidad democrática. Ahí están los ejemplos de
Bolsonaro en Brasil, o del gobierno boliviano surgido del golpe contra
Evo Morales, empleado en reprimir a los funcionarios no adeptos).
El
nexo entre estado de excepción y economía no es nuevo y ha sido
ampliamente trabajado por varios autores. El que advirtió con singular
lucidez esta íntima contigüidad fue Giorgio Agamben [2].
Finalizada la Primera Guerra Mundial, en la cual la mayoría de los
Estados habían declarado el estado de excepción, el empleo sistemático
de decretos de necesidad y urgencia fue la manera de administrar la
totalidad de la actividad económica de las naciones europeas. En aquel
momento, los Jefes de Estado requirieron a los parlamentos plenos
poderes en materia financiera, eludiendo los canales legislativos
ordinarios. En Francia, esto ocurrió en el gobierno de Poincaré, de
Laval y de Daladier. En Alemania, durante 1920 y 1930 se dictaron más de
250 decretos de necesidad y urgencia para afrontar la devaluación del
marco, pues es oportuno recordar que la República de Weimar vivió bajo
una inflación galopante. Por último, la entera arquitectura jurídica del
New Deal con la cual se combatió la Crisis de 1929 se hizo
mediante la delegación de poderes extraordinarios por el Congreso al
presidente Roosevelt.
Más acá en el tiempo, en la crisis
financiera de 2008, teóricos tan diversos como Zizek, Beck, Ridao o
Giménez Merino se han referido a un “estado de excepción económico” para
calificar la respuesta gubernamental con la que se afrontó la recesión.
Después de décadas de distribución generadora de movilidad social, el
ajuste económico bajo el prisma de la austeridad se volvió constante,
principalmente en pensiones, salud y educación. En la actualidad,
Bruselas controla los presupuestos de algunos Estados europeos, como
España, y limita la posibilidad de inyectar más gasto público [3].
En
este sentido, los recientes sucesos acaecidos en Sudamérica indican una
inescindible conjunción entre estado de excepción y economía
neoliberal. En Ecuador, en los primeros días de octubre, se declaró el
estado de excepción y el toque de queda como respuesta a las masivas
protestas originadas por el programa de ajuste económico desarrollado
por el presidente Lenin Moreno y auspiciado por el Fondo Monetario
Internacional (previo acuerdo de un préstamo de más de 4000 millones de
dólares en febrero de 2019). Entre otras medidas –y para cumplir con los
objetivos exigidos por el Fondo– se determinó una bajada de salarios de
hasta un 20% en contratos temporales del sector público, la reducción
de vacaciones de 30 a 15 días para empleados públicos y una contribución
especial a empresas que recauden más de 10 millones de dólares. No
obstante, la medida que hizo rebosar el vaso fue la eliminación de los
subsidios a los combustibles. Liberado el precio, el galón de gasolina
pasó de costar US$1,85 a US$2,30 y el galón de diésel de US$1,08 a
US$2,27.
La respuesta gubernamental para mantener las políticas
neoliberales en Ecuador ante las movilizaciones ciudadanas fue clara e
inequívoca: declaración del estado de excepción, represión generalizada
por parte de las Fuerzas Armadas y detención indiscriminada de los
ciudadanos que protestaban. La Defensoría del Pueblo ecuatoriana
contabilizó 7 muertos, 1.340 heridos y 1.152 detenidos [4].
Finalmente, frente a las manifestaciones generalizadas, al Gobierno no
lo quedó otra opción, previa mediación con la ONU y la Conferencia
Episcopal ecuatoriana, de dejar sin efecto el Decreto 883 que disponía
la eliminación del subsidio al combustible. En este caso, se observa
cómo la potencia de la organización colectiva frente a la involución
económica neoliberal es una vía política plausible para resistir a los
recortes, las privatizaciones y el retroceso en los derechos sociales de
las mayorías.
Con un trasfondo similar pero con sus propias
particularidades históricas, económicas y sociales, Chile, el
laboratorio neoliberal sudamericano desde el gobierno de Pinochet
inaugurado en 1973, se ha visto sacudido por una crisis sin precedentes
en su historia. El origen de las protestas generalizadas en Chile
corresponde al alza del precio de metro de Santiago, que pasó de 800 a
830 pesos (1,13 a 1,17 dólares). El descontento social fue total y miles
de ciudadanos, en su mayoría trabajadores y estudiantes, agotados por
la subida de precios en los servicios públicos, y no en los salarios y
en el poder adquisitivo, se movilizaron primero espontáneamente y luego
organizadamente.
Frente a las protestas multitudinarias e
incendios en estaciones de metro, cacerolazos, saqueos y manifestaciones
–principalmente de grandes consorcios económicos–, el presidente Piñera
acudió al estado de excepción y al toque de queda. Primero en Santiago y
luego en las principales ciudades, la actuación gubernamental chilena
dejó en evidencia la necesidad neoliberal de aplacar el conflicto social
con mayor represión y con carabineros y militares en las calles. La
declaración del estado de emergencia, además de ser una medida excesiva y
desproporcionada, “molestó a muchos sectores” y la gente lo “desafió
manteniéndose en las calles pacíficamente” [5].
En este
contexto, el presidente Piñera declaró que el Estado chileno se
encontraba “en guerra contra un enemigo poderoso e implacable” [6].
Esta declaración, lejos de ser trivial, es altamente preocupante, pues
como ha señalado Luigi Ferrajoli “la razón jurídica del Estado de
Derecho no conoce enemigos y amigos, sino sólo culpables e inocentes” [7].
Según el jurista florentino, la mínima rehabilitación de la idea del
enemigo produce la quiebra de los principios de un Estado constitucional
e implica que la noción de seguridad se convierta en la categoría
prioritaria a preservar, ubicando en segundo plano el ejercicio de los
derechos individuales.
Las cifras de la crisis chilena no dejan
lugar a dudas de la extralimitación en la actuación de las fuerzas
armadas y de la omisión en la protección de los derechos humanos: 17.313
personas han sido detenidas, de las cuales 950 están aún en prisión
preventiva; más de 20 muertos; 2.381 civiles heridos; el Instituto
Nacional de Derechos Humanos ha denunciado 346 casos de maltrato, de los
cuales 246 fueron por torturas y tratos crueles y 58 por violencia
sexual; etc. Semanas después, el presidente chileno admitió abusos y
atropellos por parte de las fuerzas de seguridad [8]. Por su
parte, Amnistía Internacional, la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos y otros organismos regionales encargados de velar por el
cumplimiento de los derechos humanos instaron a Chile para que cese con
la represión.
Similar a lo que ocurrió en Ecuador, lo que el
estado de excepción, el toque de queda y la obsesión por garantizar el
orden con los militares no logró resolver en Chile fue la intensa y
multitudinaria politización ciudadana –siendo éste el legado a rescatar
para la política futura– que en buena medida logró su objetivo, esto es,
encaminarse en la senda hacia un cambio significativo en la pirámide
económica y social del país. Ello por dos razones nada insignificantes.
En primer lugar, Piñera dio marcha atrás con el alza del precio del
metro y anunció un paquete de medidas sociales, y en segundo lugar las
autoridades y partidos políticos chilenos pactaron celebrar un
referéndum en abril del año próximo para cambiar la Constitución de
Pinochet, todavía vigente. Se estima que ocho de cada diez chilenos
desean sustituir la Constitución actual. Este es el logro histórico y
político causado por una ciudadanía activa y cansada de las recetas
neoliberales.
Por último, el caso boliviano es de especial
gravedad pues se consumó un golpe de Estado contra Evo Morales. El
inicio inmediato de los hechos tiene lugar con las denuncias de fraude
que interpuso la oposición cuando Morales resultó victorioso en las
elecciones el 20 de octubre, donde no se practicó la auditoría anunciada
por la OEA. La oposición reclamó la realización de un balotaje con
movilizaciones en las calles de las principales ciudades del país.
Tiempo después, y frente a las críticas y a la movilización de algunos
sectores de la sociedad (en particular, las capas medias y altas de
Santa Cruz) Morales requirió a la OEA una auditoría, y cuando se
comprobaron irregularidades en el escrutinio decidió llamar a nuevas
elecciones. En el transcurso entre las primeras elecciones y el nuevo
llamado a votar, la sociedad boliviana se vio sacudida por episodios de
violencia callejera, secuestros a funcionarios y partidarios de Morales
por parte de grupos opositores, amenazas a dirigentes políticos y
sociales, bandas paramilitares actuando en las rutas, desabastecimiento
de mercaderías y bloqueos, etc. Finalmente, líderes de la oposición le
solicitaron la renuncia a Morales y las Fuerzas Armadas “sugirieron” lo
mismo, inmiscuyéndose de lleno en el proceso de interrupción de la
normalidad constitucional. Finalmente, el presidente Morales se exilió
en México.
En tanto, el 12 de noviembre de 2019, en una sesión
legislativa sin quorum, la senadora Jeanine Áñez se autoproclamó —como
por una especie de derecho divino y con una Biblia en la mano [9]—
presidenta interina del Estado, alegando una sucesión constitucional
que prescindía de cualquier ley o resolución del Parlamento. Conviene no
subestimar el poderoso ingrediente religioso que está detrás del golpe
hacia Morales. De hecho, el líder opositor Luis Fernando Camacho instó a
“devolver a Dios al Palacio de Gobierno” [10]. Con una mezcla de
militarismo y religión, Bolivia ha retornado a prácticas arcaicas,
colonialistas y confesionales que, luego de la sanción de la
Constitución de 2009 que estableció un Estado Plurinacional (el artículo
4 de la Constitución dispone la libertad de cultos y afirma que “El
Estado es independiente de la religión”), parecían haber quedado
sepultadas bajo la vida democrática de la nación.
En dirección
análoga a las declaraciones de Piñera, el actual Ministro de Defensa
aseguró que Bolivia “estaba tratando con terroristas” [11].
Además, identificó a presuntos enemigos que supuestamente habían
ingresado para desestabilizar el orden: ex guerrilleros de la FARC
colombiana, médicos cubanos, agentes de inteligencia del SEBIN de
Venezuela o, por último, espías rusos. Al mismo tiempo, la represión
desencadenada contra trabajadores, estudiantes, campesinos, partidarios
adeptos a Morales, cocaleros y mujeres indígenas ha ido recrudeciendo
con el correr de los días. Es así que la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos ha registrado el fallecimiento de al menos 23 personas y
715 heridos en el marco del actuar violento de policías y militares [12].
Si
bien en Bolivia no se ha declarado hasta la fecha el estado de
excepción —distintamente a Chile y Ecuador—, la violencia gubernamental
desplegada por el Gobierno de Áñez alcanzó su máxima expresión con el
dictado del Decreto Supremo 4.078. Éste otorgó carta blanca y
discrecionalidad absoluta a las fuerzas de seguridad para reprimir las
protestas ciudadanas contra un gobierno, como se explicitó, que carece
de legitimidad. No es exagerado calificar este decreto como un documento
de barbarie jurídica. Concretamente, el artículo 3 dispone que “el
personal de las Fuerzas Armadas que participe en los operativos para el
restablecimiento del orden interno y estabilidad pública estará exento de responsabilidad penal
cuando en cumplimiento de sus funciones constitucionales actúe en
legítima defensa o estado de necesidad y proporcionalidad, de
conformidad con el Art. 11 y 12 del Código Penal, Ley 1.760 y el Código
de Procedimiento Penal”.
La oscura consecuencia derivada de la
eximición de la responsabilidad penal a las Fuerzas Armadas es que, en
el futuro, cuando se llame a elecciones y el orden constitucional se
restablezca, no se podrán juzgar las acciones cometidas ni deslindar las
responsabilidades jerárquicas ni individuales de cada uno de los
miembros que actuaron en los operativos. Además, este decreto desconoce
la entera plataforma jurídica internacional de la cual Bolivia es parte
y, al mismo tiempo, viola los preceptos constitucionales. Por estas
razones, las acciones cometidas mientras dure la vigencia del decreto
citado son meros hechos y están sustraídos radicalmente a toda
determinación jurídica. Como ha subrayado Agamben respecto del estado de
excepción, en esta zona de anomia los actos ejecutados por las
autoridades son “absolutamente indecidibles”, es decir, no se sabe con
certeza si son transgresivos, prohibitivos o ejecutivos, ni tampoco se
conoce su naturaleza, esto es, si son penales, administrativos, civiles o
políticos.
Lejos de constituir exclusivamente un gobierno de
transición con el único objetivo de llamar a elecciones –según había
declarado inicialmente–, la presidencia de Áñez, a golpe de decreto y
eludiendo los caminos legislativos ordinarios, comenzó a ejecutar
decisiones trascendentales en la vida del país. Al tiempo que posesionó a
un nuevo gabinete, redefinió drásticamente la política exterior, pues
rompió las relaciones diplomáticas con Venezuela y reconoció a Guaidó
como presidente, expulsó a médicos cubanos —repitiendo el comportamiento
arbitrario de Bolsonaro con los médicos de Cuba que trabajaban en
Brasil— que atendían heridos en las protestas y retiró a Bolivia del
ALBA y UNASUR. Además, Áñez firmó el Decreto 4.082 mediante el cual
otorgó 34,7 millones de bolivianos (cerca de cinco millones de dólares) a
las Fuerzas Armadas para comprar armamento [13]. Por otra parte, el nuevo Ministro de Economía manifestó la intención de “privatizar empresas estatales” [14].
En resumen: es notorio que el gobierno de Áñez está ejecutando
políticas de gran calibre en la vida institucional del país sin contar
con legitimidad alguna y, en paralelo, neutralizando las protestas y
deteniendo a partidarios de Morales mediante una apabullante
militarización en las calles.
En el aciago clima que viven buena
parte de las sociedades sudamericanas, ¿qué queda? Como demostraron las
masivas protestas ciudadanas en Chile y Ecuador, y como también está
sucediendo en El Alto boliviano con los miles de indígenas,
trabajadores, cocaleros y mujeres movilizados, la salida política frente
a la regresión neoliberal es la organización, la resistencia y la
participación popular. En una memorable escena de la novela Los caminos de la libertad de
Sartre, el pintor español Fernando Gerassi decide retornar a España
para luchar contra el fascismo. Su interlocutor –el propio Sartre– le
sugiere que es absurdo, porque la guerra ya estaba perdida, a lo que
Gerassi, en una de las líneas más bellas de la literatura política,
respondió: “No se combate al fascismo porque se lo pueda ganar, se lo
combate porque es fascista.”
Notas
[1] El cuenco de plata, Buenos Aires, 2013, p. 101.
[2] Stato di eccezione, Bollati Boringhieri, Turín, 2003.
[3] Giménez Merino, Antonio, “Rehenes de Europa”, mientrastanto.e, 184, noviembre de 2019.
[4] “Información Nacional Defensoría del Pueblo de Ecuador durante el paro nacional”, 3-13 de octubre de 2019.
[5] Ramos Toledano, J. y Wong Ramírez, S., “Chile y las inevitables consecuencias de la desigualdad”, mientrastanto.e, 184, noviembre de 2019.
[6] Elcronista.com, 21 de octubre de 2019.
[7] “El derecho penal del enemigo y la disolución del derecho penal”, Nuevo Foro Penal, Enero-Junio 2006, p. 31.
[8] El País, 18 de noviembre de 2019.
[9]
Recientemente, Áñez afirmó que “si yo estoy en Palacio en este momento,
la Biblia va a estar porque me siento mucho más fortalecida cuando
apelo a una oración para poder actuar bien.” La Nación, 15 de noviembre de 2019.
[10] El País, 11 de noviembre de 2019.
[11] CNN Latinoamérica, 19 de noviembre de 2019.
[12] Informador.MX, 16 de noviembre de 2019.
[13] La Nación, 19 de noviembre de 2019.
[14] Primeralínea.info, 20 de noviembre de 2019.
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