Nunavut-Canadá
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Sam estaba haciendo
tostadas hacia las 6 de la mañana cuando notó la rendija de luz por
debajo de la puerta del baño. Pasaron los minutos, pero nadie parecía
entrar y nadie salió. En un sueño de esa noche, su esposa, Maureen,
había oído a alguien decir el nombre de su hija Sarah, y ella se dio
cuenta de lo que había pasado tan pronto como Sam la despertó. Apoyada
en la pared, se acercó al baño. Y luego vio a Sarah colgada en la ducha,
muerta con diecisiete años.
La niña, me dijo Maureen [1],
acababa de regresar de visitar a unos parientes en otra aldea y había
pasado la tarde anterior clasificando la ropa que quería regalar. Luego,
la familia se fue a la carnicería y comieron algo de foca cruda
sentados en el suelo de la sala de estar, a la manera tradicional de los
inuit. Después, Sarah se puso algo de maquillaje y salió. Acababa de
romper con un novio mayor que ella y que sus padres no aprobaban, pero
habían tenido ya tantas discusiones que Maureen no se atrevió a
preguntar adónde iba.
Si Nunavut, el territorio semiautónomo
canadiense que alberga a unos 28.000 indígenas inuit, fuera un país
independiente, tendría la tasa de suicidio más alta del mundo. La tasa
de suicidio en Groenlandia, cuya población es mayoritariamente inuit, es
de 85 por cada 100.000 habitantes; la siguiente más alta es la de
Lituania, con 32 por cada 100.000 habitantes. La tasa de Nunavut es de
100 por 100.000, diez veces más alta que la del resto de Canadá y siete
veces más alta que la de los Estados Unidos. Cuando visité la capital de
Nunavut, Iqaluit, en julio, prácticamente toda la gente inuit que
conocí habían perdido al menos a una persona de su familia por causa del
suicidio, y hubo quien relató hasta cinco o seis suicidios familiares,
además de los de amistades, personas próximas del trabajo y otras
personas conocidas. Tres personas en mi pequeño círculo de contactos
perdieron a alguien cercano a ellos debido a suicidio durante mi visita
de nueve días. Las personas que conocí llamaban mi atención sobre la
gente que pasaba por la calle: “su hermano mayor también”, “su hijo”.
Casi un tercio de los inuits nunavut han intentado suicidarse, y la
mayoría de los inuits que conocí me confesaron, sin que yo se lo
pidiera, que lo habían hecho al menos una vez.
Dos libros recientes, Too Many People: Contact, Disorder, Change in an Inuit Society, 1822-2015 (Demasiada gente: Contacto, Desorden, Cambio en una Sociedad Inuit, 1822-2015) de Willem Rasing y The Return of the Sun: Suicide and Reclamation Among Inuit of Arctic Canada (El Regreso del Sol: Suicidio y recuperación entre los inuits del Ártico Canadiense)
de Michael Kral, remonta los orígenes de la crisis suicida en Nunavut
hasta mediados del siglo XX, cuando estos pueblos tradicionalmente
nómadas se trasladaron de sus territorios a las ciudades. Hasta
entonces, el suicidio era algo raro, y entre los jóvenes, casi
desconocido.
Los Inuit emigraron a través del estrecho de Bering
desde lo que hoy es Siberia y en el año 1000 d.C. se establecieron en lo
que hoy es el noreste de Canadá. En la larga oscuridad invernal, el
viento es tan fuerte que al soplar la nieve puede extraer sangre de la
piel expuesta, y la temperatura a veces desciende a -60º Fahrenheit. En
verano, los enjambres de mosquitos pueden desangrar a un caribú. Nada
crece excepto las bayas, el musgo y las flores silvestres, por lo que
los inuit cazaban focas, peces, aves, osos polares, caribúes, morsas y
ballenas. Hacían casas de nieve, pieles y musgo, y usaban ropa de piel
cosida con hilos de tendones y agujas talladas con astillas de hueso de
morsa. Construyeron trineos de cornamentas, con pescado congelado
envuelto en piel de foca para los corredores, e ingeniosas gafas con
ranuras talladas en huesos de caribú que los protegían de la cegadora
luz reflejada en la nieve.
Pero la característica más notable de
los Inuit puede que haya sido en el ámbito de las relaciones
interpersonales. Hasta la llegada de los misioneros a finales del siglo
XIX, no tenían lengua escrita, por lo que todo lo que se conoce de su
cultura antes de esa época proviene de las observaciones de exploradores
y etnógrafos y de los recuerdos de los Inuit más antiguos transmitidos
de generación en generación. Todas estas fuentes coinciden en que la
sociedad tradicional Inuit era notablemente pacífica y libre de
conflictos en su seno.
“Las diferentes familias parecen vivir
siempre en buenos términos”, escribió el explorador británico Sir
William Parry, que pasó ocho meses entre los inuit de la isla de Baffin a
partir de 1821. “Las pasiones más turbulentas que… normalmente crean
tanto caos en el mundo, parecen raramente exaltarse en los pechos de
estas gentes” Los niños inuit eran “afectuosos, apegados y obedientes”,
coincidió Sir John Ross, quien llegó unos años después. “Esta gente
había alcanzado la perfección de la felicidad doméstica que rara vez se
encuentra en ningún lugar.” Si surgieran conflictos, los responsables
recibirían el consejo de sus mayores, y si eso no funcionaba, se
organizarían duelos de canto en los que las partes descontentas
aliviarían la tensión burlándose unas de otras.
Hoy en día, el
homicidio, la violencia doméstica, el abuso infantil, el vandalismo y el
alcoholismo, así como el suicidio, son trágicamente comunes entre los
inuit. El fin de semana que llegué a Iqaluit, con una población de 7.740
habitantes, hubo un asesinato y cuatro incendios, tres de los cuales
habían sido provocados deliberadamente. Una pareja que se peleaba, con
el hombre sangrando por la cabeza y la mujer que lo maltrataba, casi me
atropellan en una tienda una tarde. Una maestra me dijo que es habitual
que los niños enfadados lance sillas por el aula. Según Rasing, más de
la mitad de la población consume drogas, principalmente marihuana, pero
también sustancias más fuertes, incluyendo cualquier cosa que se pueda
inhalar: líquidos inflamables, pintura en aerosol, esmalte de uñas y
gasolina.
La mayoría de los inuit se dedican a la venta, el arte,
son funcionarios del gobierno, etc., respetuosos de la ley, pero los
índices relativamente altos de violación de la propiedad, daños contra
sí mismos y contra otros, perpetrados por una minoría, suscitan
cuestiones urgentes sobre lo que sucedió con esta cultura que antes era
sólida y pacífica. Todo el mundo está de acuerdo en que el problema
comenzó en la década de 1950, pero existe un gran desacuerdo entre el
gobierno canadiense y la mayoría inuit en cuanto a lo que sucedió
exactamente y por qué.
El gobierno canadiense sostiene que a
finales del siglo XIX, muchos inuit llegaron a depender en gran parte
del dinero del comercio de pieles, lo que les permitió comprar productos
como harina, azúcar, armas y cuchillos, al tiempo que mantenían su
estilo de vida nómada tradicional. El colapso del comercio de pieles
durante la Gran Depresión, junto con la reducción cíclica de las
poblaciones de las presas de caza, provocó penurias, incluso casos de
hambruna y malnutrición. Muchos inuit también sucumbieron a la
tuberculosis, el sarampión y otras enfermedades infecciosas introducidas
por el contacto con los blancos. Quienes cayeron enfermos fueron
trasladados por vía aérea a hospitales en el sur de Canadá, donde a
veces estuvieron confinados durante meses o años sin contacto con sus
familias. Algunos nunca regresaron.
La opinión pública canadiense
exigió una intervención humanitaria, por lo que el gobierno construyó
casas para los inuit alrededor de los antiguos puestos comerciales en
las décadas de 1950 y 1960. Se construyeron clínicas, escuelas, oficinas
gubernamentales y tiendas, y algunos inuit fueron empleados como
pescadores, oficinistas, limpiadores, recolectores de basura y
cocineros; otros recibieron ayudas sociales del Estado. A finales de la
década de 1960, prácticamente todos los inuit se habían mudado a las
ciudades.
La mayoría de los inuit ven de manera muy diferente
este período. Su versión comienza poco después de la Segunda Guerra
Mundial, cuando Estados Unidos y Canadá establecieron conjuntamente una
línea de estaciones de radar a través del Ártico para espiar a los
soviéticos y vigilar los cielos en busca de posibles ataques a través
del Polo Norte. El gobierno canadiense, deseoso de impedir que Estados
Unidos reclamara la soberanía sobre esta zona potencialmente rica en
minerales y gas natural, estableció apresuradamente ciudades y obligó a
los inuit a establecerse en ellas. Los inuit de más edad cuentan que
recuerdan como agentes de policía armados llegaron a sus campamentos sin
avisar y ordenaron a todos que se fueran. Los perros de trineo, incluso
los sanos, fueron sacrificados ante los ojos de sus dueños.
“Una
familia que conozco estaba sentada en su casa en la ciudad cuando la
Real Policía Montada Canadiense (RCMP) apareció y disparó a todos sus
perros”, dijo Alice, quien recogió testimonios para una investigación
iniciada por los inuit sobre los asesinatos de perros. “Incluso
dispararon al espacio bajo el suelo, justo donde la familia estaba
sentada.”
El gobierno reconoce que miles de niños inuit, algunos de tan sólo cinco años, fueron enviados a internados o a escuelas residenciales,
donde se les separó de sus familias, se les dieron nombres de pila y
números de identificación, se les castigó por hablar su lengua materna
inuktitut, se les exigió que usaran ropa occidental y se les enseñó un
plan de estudios canadiense que no tenía ninguna relevancia para el
mundo en el que habían nacido. Muchos también sufrieron maltrato físico y
abusos sexuales por sus maestros. Algunos fueron a las escuelas
voluntariamente, pero se informó a muchas familias reacias que si no
enviaban a sus hijos a la escuela, se les negarían los beneficios de las
ayudas sociales del gobierno o el crédito para el comercio de pieles, y
tuvieron que entregarlos con lágrimas en los ojos.
Los recuerdos
de estos horrores persiguen las vidas de los Inuit de hoy en día. Una
anciana contaba como le aterrorizaban los maestros de su escuela
residencial. Cuando estaba en tercer grado, se le pidió que escribiera
la respuesta al problema 5 x 3 en la pizarra. “Ni siquiera había
terminado de escribir el número 12 cuando la maestra me golpeó tan
fuerte que salí volando por toda la sala”, dijo. Luego la golpeó de
nuevo. Sólo se detuvo cuando vio que le sangraba la nariz.
En
todo el Canadá, unos 150.000 niños de las Naciones Originarias, inuit y
otros niños aborígenes asistían a escuelas residenciales. Algunos
lograron superarlo, pero miles murieron de enfermedades y hambre a un
ritmo comparable al de los soldados canadienses durante la Segunda
Guerra Mundial. El gobierno canadiense ha pagado más de 3.000 millones
de dólares canadienses en concepto de indemnización a decenas de miles
de personas que fueron antiguo alumnado y sufrieron abusos sexuales o
malos tratos físicos graves en las escuelas. En un informe de 2015 de
una comisión de la verdad y la reconciliación que examinó los abusos en
las escuelas residenciales, el funcionariado canadiense admitió que el
efecto de las escuelas en las culturas aborígenes equivalía a una forma
de genocidio.
Los suicidios en la población inuit siguieron
siendo raros mientras que los peores de estos abusos estaban en curso.
Según el investigador de la Universidad de Saskatchewan Jack Hicks, que
preparó un informe sobre el tema, durante la década de 1960 sólo hubo un
suicidio en lo que ahora es Nunavut (una vez que formó parte de los
Territorios del Noroeste de Canadá, se convirtió oficialmente en un
territorio separado en 1999) [2].
Pero a medida que los hijos de las personas que vivieron la mudanza a
las ciudades se convirtieron en adolescentes en la década de 1980,
comenzaron a quitarse la vida en grandes cantidades. En 1973, la tasa de
suicidio en Nunavut era de 11 por cada 100.000 personas, más o menos la
misma que en el resto de Canadá. Para 1986, se había cuadruplicado, y
para 1997 se había multiplicado por diez, a 100 por 100.000. La mayor
parte del aumento se debió a un aumento de los suicidios entre los
jóvenes de 15 a 24 años. A principios de la década de 2000, la tasa de
suicidio en este grupo alcanzó un máximo de 458 por cada 100.000
personas; desde entonces, ha descendido a alrededor de 270 por cada
100.000 personas. Durante este período, la tasa de suicidio entre los
jóvenes canadienses en general se mantuvo por debajo de 20 por cada
100.000 habitantes.
¿Cómo se transmite el trauma de una
generación a otra? ¿Cómo afectan nuestras experiencias la vida emocional
de nuestros hijos y nietos? La respuesta no es obvia. Los esclavos
africanos se quitaron la vida en grandes cantidades, especialmente en
los barcos que se dirigían a Estados Unidos y cuando llegaron por
primera vez [3],
pero a pesar de la segregación, la brutalidad policial, el
encarcelamiento masivo y otros atropellos, la tasa de suicidio de los
afroamericanos ha sido sistemáticamente inferior a la de los blancos
estadounidenses desde que se inició el mantenimiento de registros en la
década de 1930 [4].
La etnia judía de la Europa ocupada por el nazismo también sufrió
suicidios en grandes cifras, dentro y fuera de los campos de
concentración [5].
Pero sus descendientes no tienen más probabilidades de suicidarse que
los de judíos que vivían fuera de las tierras ocupadas por los nazis en
ese momento [6].
Sin
embargo, ciertos grupos, como entre aborígenes australianos, maoríes de
Nueva Zelanda e inuit de Alaska, Groenlandia y Canadá, junto con otros
grupos de nativos americanos, son particularmente propensos al suicidio
juvenil, generación tras generación. La gente en cada sociedad se quita
la vida por miles de razones, y obviamente es arriesgado generalizar.
Ciertamente, los problemas de salud mental como la depresión, la
ansiedad, el abuso de sustancias y la esquizofrenia son factores de
riesgo importantes para el suicidio en todas partes. Pero estos
trastornos a menudo tienen causas sociales, y vale la pena preguntarse
si hay alguno que pueda ser responsable de las altas tasas de suicidio
entre estas personas [7].
Una
pista es que virtualmente todos estos grupos vivieron hasta hace poco
en pequeñas comunidades de una o unas pocas familias extendidas y luego
sufrieron una transición forzada, rápida y desgarradora a la vida
moderna. Dominar la tecnología -teléfonos, coches, ordenadores, etc.-
era fácil, pero la adaptación psicológica y emocional ha sido mucho más
difícil. Tanto Rasing como Kral cubren esta transición con gran detalle,
pero no transmiten su impacto emocional porque, quizás por razones de
confidencialidad y reserva académica, sus relatos de la vida individual
de los inuit son breves y superficiales. Sus libros contienen muchas
estadísticas, así como descripciones convincentes de cambios abstractos
como la “ruptura del control social” y “la dinámica de la transformación
social inuit”, pero sin historias personales, es difícil ver de qué se
trataba.
Para una perspectiva más profunda de lo que podría haber
sucedido, es útil recurrir a la notable monografía de 1970 del
antropólogo Jean Briggs titulada Never in Anger (Nunca con ira):
Retrato de una familia esquimal, uno de los últimos relatos de primera
mano sobre la vida de los inuit antes de su asentamiento. Briggs sugiere
que la ecuanimidad que tanto afectó a Parry y a otros fue producida por
patrones de pensamiento y comportamiento, en particular la
consideración por los demás y una tendencia a privilegiar el bienestar
del grupo por encima del propio individual, que puede haber sido
esencial para la supervivencia de los inuit en la tierra, pero que
podría haberlos hecho especialmente vulnerables a las dificultades
emocionales una vez que se establecieron en las ciudades.
En 1963
Briggs, que entonces tenía 34 años, se dirigió a Gjoa Haven, un puesto
comercial en lo que hoy es Nunavut, con el objetivo de estudiar la
comunidad ártica más remota que pudo encontrar. La antropología anterior
había documentado la cultura material inuit: cómo cazaban, construían
iglús y confeccionaban ropa, así como sus creencias religiosas y
cosmológicas. Pero Briggs era parte de una escuela de antropología que
sostenía que así como las diferentes culturas tenían música, alimentos y
rituales diferentes, también expresaban diferentes repertorios de
emociones. Durante diecisiete meses, Briggs vivió con un hombre llamado
Inuttiaq, su esposa e hijos, montando una tienda de campaña junto a la
suya en verano y compartiendo su iglú en invierno. Al principio, le
preocupaba vivir en lugares tan cercanos con gente cuya cultura era tan
diferente a la suya, pero como otros observadores, se sintió rápidamente
seducida y conmovida por la tranquilidad de la vida doméstica inuit:
“La calidez humana y la paz de la casa, y la asombrosa sensibilidad de
sus miembros a los deseos no expresados, crearon una atmósfera en la que
la privacidad de mi tienda de campaña llegó a parecer en la memoria
algo estéril”.
Esta superficie pacífica, descubriría Briggs,
estaba sostenida por un poderoso sistema de control emocional y
regulación social. Las expresiones de enojo, conmoción, ardor romántico y
otros sentimientos fuertes estaban casi ausentes de la vida diaria,
excepto entre los niños muy pequeños. Un informante incluso negó que la
lengua inuit tuviera una palabra para odio, aunque por supuesto
que lo tiene. La hija mayor de la familia anfitriona de Briggs fue una
de las primeras niñas en asistir a una escuela residencial. Cuando
regresó para el verano, trajo historias de horror de un “extraño mundo
[blanco] donde la gente siempre está ruidosa y enojada…, donde golpean a
sus hijos, dejan que los bebés lloren, besan a los adultos y hacen
mascotas de perros y gatos”.
Los niños aprendieron a manejar sus
sentimientos a través de lo que Briggs describe como un proceso de
entrenamiento de peso emocional. Los niños pequeños eran mimados,
adorados y rara vez disciplinados, pero también eran objeto de bromas
por parte de los padres y otros adultos que deben haber sido confusos y
aterradores para ellos:
¿Por qué no matas a tu hermanito?
¿Por qué no te mueres para que pueda quedarme con tu camisa nueva?
¿Dónde está tu padre? [a un niño adoptado]
Tu madre se va a morir, se ha cortado el dedo, ¿quieres venir a vivir conmigo?
Un
adulto nunca haría tales preguntas cuando un niño está molesto, y se
detendría y ofrecería un abrazo ante los primeros signos de angustia.
Briggs interpretó estos intercambios como una inmunización contra la
insensibilidad de los demás y las desgracias y desilusiones ordinarias
de la vida. “Los adultos estimulan a los niños a pensar presentándoles
problemas emocionalmente poderosos”, escribió. El objetivo era la fuerza
emocional y la racionalidad. En un entorno difícil, la comprensión y la
confianza mutuas son esenciales para la supervivencia. Una persona
infeliz es peligrosa.
Como Briggs pronto aprendería por las
malas, todos estaban en guardia contra el más mínimo aumento de la
temperatura emocional. Sus anfitriones eran cazadores de zorros que
comerciaban con blancos en un pueblo a varios días de distancia en
trineos de perros desde su campamento de invierno. El pan frito hecho de
harina comprada en la tienda era un gran manjar, y un día, mientras
Briggs preparaba unos con otros, un trozo de masa se le escapó del
cuchillo y cayó al fuego. “¡Maldición!”, dijo en voz baja.
Durante
los días, semanas y meses siguientes, Briggs notó un cambio en el
comportamiento de la familia. Vinieron a visitar su tienda con menos
frecuencia y se fueron rápidamente cuando lo hicieron. Parecían aún más
solícitos de lo habitual, como si estuviera afligida por algún tipo de
enfermedad. Se aseguraron de que estuviera abrigada y que tuviera
suficiente para comer, pero no la invitaron a ir a pescar. Poco a poco
se dio cuenta de que la estaban condenando al ostracismo, no sólo por el
incidente del pan frito, sino por otros momentos de irritación, como
cuando Inuttiaq insistió en dejar abierta la puerta del iglú, lo que
hizo que hiciera demasiado frío para que Briggs escribiera sus notas de
campo.
Imaginen la conmoción de estas personas educadas y dignas
cuando algunos oficiales de la Policía Montada del Canadá mataron a sus
perros y les ordenaron entrar en los asentamientos, cuando algunos
maestros de escuelas residenciales abusaron de ellos y otros poderosos
qallunaats -como se conoce a los blancos en el idioma inuktitut- los
insultaban y trataban con condescendencia. Muchos de los niños de la
escuela residencial, en particular, volvieron enojados y alienados. El
entrenamiento emocional que habían recibido cuando eran niños no era
rival para la arrogancia, la insensibilidad y la estupidez, por no
hablar de la brutalidad, que encontraron en el mundo qallunaat. Sin un
lenguaje que describa su dolor y soledad, se alejaron de sus familias.
La
estudiante de la escuela residencial de la familia con la que vivía
Briggs evitaba a sus padres y atormentaba a su hermanita, pisándole
deliberadamente los dedos de los pies, arrebatándole juguetes y
haciéndola llorar. Cuando se le pidió que hiciera algo, se hizo la
sorda. Cuando eran adultos, muchos de los antiguos alumnos de las
escuelas residenciales recurrieron al alcohol para domar su confusión
emocional. Sus hijos, criados en los decenios de 1970 y 1980, escaparon
en gran medida de las escuelas residenciales, que ya estaban siendo
reemplazadas por escuelas comunitarias. Pero sus padres nunca habían
logrado aceptar su propia ira y dolor, y a menudo estaban borrachos y
eran violentos. De esta manera, nació la primera generación de suicidas,
y sus hijos a su vez continúan la tendencia.
Para La vuelta del sol,
Kral entrevistó a docenas de jóvenes inuit que habían intentado
suicidarse. La mayoría le dijo que trataron de quitarse la vida después
de una pelea con una pareja romántica. Los informes del forense de la
década de 1990 también encontraron que alrededor del 70 por ciento de
los suicidios ocurrieron después de una ruptura romántica y otro 20 por
ciento mientras se esperaba un juicio por un presunto delito, en su
mayoría allanamiento y consumo de marihuana. Estos problemas ordinarios
ocurren en todas partes. ¿Por qué es más probable que los jóvenes inuit
que los experimentan recurran al suicidio?
“La teoría que tengo
es que los [inuit] que se suicidan lo hacen para proteger a la
comunidad”, me dijo Bonnie, una funcionaria del gobierno inuit.
Cuando
vivíamos en grupos pequeños, teníamos un contrato de supervivencia.
Viviste para el colectivo, no para ti mismo. Estamos juntos en esto. Los
niños están condicionados a estar tranquilos. Si alguien explota, esa
persona es una amenaza para todos. Entonces [el que explota] piensa:
“Todo el mundo estará mejor sin mí. Soy un problema porque no puedo
manejar mis emociones”. Es difícil quitárselo de la cabeza, porque
estamos condicionados a no ser una carga para los demás.
No hay respuestas sencillas a la crisis suicida de Nunavut. El penúltimo capítulo de El Regreso del Sol
describe un centro de ocio que Kral ayudó a establecer con un grupo de
jóvenes inuit en la ciudad donde hizo su investigación. Afirma que, si
bien funcionó, el número de suicidios en ese país se redujo a cero. Los
datos de la oficina del forense citados por Jack Hicks indican que este
no es el caso. De manera similar, un reportaje de ESPN de 2005 afirmó
que el número de suicidios de adolescentes en la ciudad de Nunavut de
Kugluktuk también cayó a cero después de que un profesor visitante
lanzara un popular equipo deportivo de lacrosse. De hecho, hubo veintiún
suicidios entre personas de 13 a 56 años en Kugluktuk en la década
siguiente. Estas comunidades son tan pequeñas -el promedio de la
población es de alrededor de 1.500 habitantes cada una- que las tasas de
suicidio pueden variar de un año a otro debido a la casualidad. Una
comunidad de alto nivel de suicidio puede no tener suicidios durante
varios años, lo que crea una ilusión temporal de éxito, incluso cuando
la tendencia a largo plazo es estable o va en aumento.
En 2017,
el gobierno de Nunavut lanzó una estrategia integral de prevención del
suicidio que incluye servicios de salud mental, programas de infancia
temprana, programas de concienciación comunitaria, programas contra la
intimidación, centros juveniles, asistencia para la vivienda, reducción
de la pobreza, prevención de la delincuencia y el abuso de sustancias, y
muchas otras iniciativas. Se ha demostrado que estos enfoques
multifacéticos reducen los suicidios en otras comunidades, como los
apaches de las Montañas Blancas en Estados Unidos, y hay motivos para
creer que la nueva estrategia de Nunavut ayudará.
El invierno
pasado, la estación de radio local de Iqaluit emitió un programa de
llamadas sobre el suicidio. Alice, cuyo hijo Martin se quitó la vida en
2018, llamó para decir que la comunidad necesitaba más consejeros, y si
no había suficientes, entonces la gente debía formar sus propios grupos
de apoyo. “Hablar es parte de la curación”, me dijo. “La gente ha estado
callada durante demasiado tiempo". Alice misma había sido agredida
sexualmente cuando tenía siete años -no habló de las circunstancias- y
cree que se habría convertido en una borracha en la calle si no fuera
por la asistencia que tuvo que finalmente recibió a los veinte años.
Otros
oyentes llamaron para decir que apoyaban la idea de Alice. Elisapee
Johnston, que trabaja para el Consejo Embrace Life (Abraza la Vida), una
ONG local financiada bajo la nueva estrategia de prevención del
suicidio. Encontró a Alice, y las dos mujeres acordaron trabajar juntas.
En la primavera, lanzaron un grupo de duelo que se reúne semanalmente
en la oficina del Consejo Embrace Life en el centro de Iqaluit.
Cualquier persona que haya perdido a alguien por suicidio, o que
simplemente esté preocupado por ello, es bienvenida. “La gente joven
necesita de verdad tener habilidades para sobrellevar la situación”,
insiste Alice; pero lograr que la gente asista a las reuniones ha sido
un desafío. “La gente se acerca y me abraza en la calle y me dice: Gracias, gracias por todo lo que estás haciendo, pero sólo cuando están borrachos”.
No
es la forma en que los inuit hablan de sí mismos. Otra anciana inuit me
dijo que cuando mataron a los perros de su familia, nadie lo discutió:
“Deben haber estado enfadados, pero no lo demostraron.” Durante años,
había enseñado en la escuela primaria, pero se opuso a los elementos del
plan de estudios canadiense. “Tuve que enseñar una unidad didáctica de
guardería llamada Todo Sobre Mí. En nuestra cultura, se supone
que ese grupo de edad piensa en los demás”. Una antropóloga que conocí
me dijo que había tenido dificultades para reunir testimonios de inuit
sobre traumas y que no llenaban más de media página. Tal modestia y
discreción es estimulante en estos tiempos de semejante orientación
hacia el ego, pero si la gente no habla de sí misma, es difícil ver cómo
se las arreglan para darle sentido a sus sentimientos.
Alice y
Elisapee no se rinden. Pueden animarse con la experiencia de otros
grupos traumatizados, incluidos los afroamericanos y los descendientes
de los sobrevivientes del Holocausto, que, aunque están
desproporcionadamente sujetos a algunos problemas de salud mental,
tienen tasas de suicidio relativamente bajas. ¿Qué les permite aguantar?
Cabe destacar que el duelo, el compartir experiencias de sufrimiento
personal y la búsqueda continua de una tierra prometida son parte
integral de las religiones y culturas de ambos grupos. También lo es la
creencia de que la ira a veces está justificada, y que vivir, por duro
que sea a veces, es también una forma de desafío.
Notas:
[1]
Debido a la naturaleza sensible de este material, la mayoría de las
fuentes inuit pidieron que no se utilizaran sus nombres reales. La
investigación para este artículo fue apoyada por el Pulitzer Center on
Crisis Reporting.
[2] Durante la década de 1960, el antropólogo
Asen Balikci reportó una tasa muy alta de suicidio juvenil entre los
inuit de Pelly Bay, donde llevó a cabo una investigación etnográfica.
Sin embargo, según Hicks, no hay evidencia que apoye esta afirmación en
los registros detallados de los misioneros, o en la oficina del forense.
Véase Jack Hicks, Statistical Data on Death by Suicide by Nunavut
Inuit, 1920 to 2014 (Nunavut Tunngavik Incorporated, 2015), y “Toward
More Effective, Evidence-Based Suicide Prevention in Nunavut” en
Northern Exposure: Peoples, Powers and Prospects in Canada’s North, Vol.
4, editado por Frances Abele, Thomas J. Courchene, F. Leslie Seidle y
France St-Hilaire. (McGill-Queen’s University Press, 2009).
[3] Véase Terri Snyder, The Power to Die: Slavery and Suicide in British North America (University of Chicago Press, 2015).
[4] Véase John L. Macintosh, “Trends in Racial Differences in US Suicide”, Death Studies, Vol. 13, No. 3 (1989).
[5]
Ver Marzio Barbagli, Farewell to the World: A History of Suicide,
traducido por Lucinda Byatt (Polity, 2015), p. 134; y David Lester, “The
Suicide Rate in the Concentration Camps Was Extraordinary High: A
Comment on Bronisch and Lester”, Archives of Suicide Research, Vol. 8,
No. 2 (enero de 2004).
[6] Véase Itzak Levav y otros,
“Psychopathology and Other Health Dimensions Among the Offspring of
Holocaust Survivors: Resultados de la Encuesta Nacional de Salud de
Israel”, The Israel Journal of Psychiatry and Related Sciences, febrero
de 2007.
[7] Véase Richard Bentall, La locura explicada: Psicoanálisis y Naturaleza Humana (Penguin, 2002).
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