Nunavut-Canadá
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Sam estaba haciendo 
tostadas hacia las 6 de la mañana cuando notó la rendija de luz por 
debajo de la puerta del baño. Pasaron los minutos, pero nadie parecía 
entrar y nadie salió. En un sueño de esa noche, su esposa, Maureen, 
había oído a alguien decir el nombre de su hija Sarah, y ella se dio 
cuenta de lo que había pasado tan pronto como Sam la despertó. Apoyada 
en la pared, se acercó al baño. Y luego vio a Sarah colgada en la ducha,
 muerta con diecisiete años.
La niña, me dijo Maureen [1],
 acababa de regresar de visitar a unos parientes en otra aldea y había 
pasado la tarde anterior clasificando la ropa que quería regalar. Luego,
 la familia se fue a la carnicería y comieron algo de foca cruda 
sentados en el suelo de la sala de estar, a la manera tradicional de los
 inuit. Después, Sarah se puso algo de maquillaje y salió. Acababa de 
romper con un novio mayor que ella y que sus padres no aprobaban, pero 
habían tenido ya tantas discusiones que Maureen no se atrevió a 
preguntar adónde iba.
Si Nunavut, el territorio semiautónomo 
canadiense que alberga a unos 28.000 indígenas inuit, fuera un país 
independiente, tendría la tasa de suicidio más alta del mundo. La tasa 
de suicidio en Groenlandia, cuya población es mayoritariamente inuit, es
 de 85 por cada 100.000 habitantes; la siguiente más alta es la de 
Lituania, con 32 por cada 100.000 habitantes. La tasa de Nunavut es de 
100 por 100.000, diez veces más alta que la del resto de Canadá y siete 
veces más alta que la de los Estados Unidos. Cuando visité la capital de
 Nunavut, Iqaluit, en julio, prácticamente toda la gente inuit que 
conocí habían perdido al menos a una persona de su familia por causa del
 suicidio, y hubo quien relató hasta cinco o seis suicidios familiares, 
además de los de amistades, personas próximas del trabajo y otras 
personas conocidas. Tres personas en mi pequeño círculo de contactos 
perdieron a alguien cercano a ellos debido a suicidio durante mi visita 
de nueve días. Las personas que conocí llamaban mi atención sobre la 
gente que pasaba por la calle: “su hermano mayor también”, “su hijo”. 
Casi un tercio de los inuits nunavut han intentado suicidarse, y la 
mayoría de los inuits que conocí me confesaron, sin que yo se lo 
pidiera, que lo habían hecho al menos una vez.
Dos libros recientes, Too Many People: Contact, Disorder, Change in an Inuit Society, 1822-2015 (Demasiada gente: Contacto, Desorden, Cambio en una Sociedad Inuit, 1822-2015) de Willem Rasing y The Return of the Sun: Suicide and Reclamation Among Inuit of Arctic Canada (El Regreso del Sol: Suicidio y recuperación entre los inuits del Ártico Canadiense)
 de Michael Kral, remonta los orígenes de la crisis suicida en Nunavut 
hasta mediados del siglo XX, cuando estos pueblos tradicionalmente 
nómadas se trasladaron de sus territorios a las ciudades. Hasta 
entonces, el suicidio era algo raro, y entre los jóvenes, casi 
desconocido.
Los Inuit emigraron a través del estrecho de Bering 
desde lo que hoy es Siberia y en el año 1000 d.C. se establecieron en lo
 que hoy es el noreste de Canadá. En la larga oscuridad invernal, el 
viento es tan fuerte que al soplar la nieve puede extraer sangre de la 
piel expuesta, y la temperatura a veces desciende a -60º Fahrenheit. En 
verano, los enjambres de mosquitos pueden desangrar a un caribú. Nada 
crece excepto las bayas, el musgo y las flores silvestres, por lo que 
los inuit cazaban focas, peces, aves, osos polares, caribúes, morsas y 
ballenas. Hacían casas de nieve, pieles y musgo, y usaban ropa de piel 
cosida con hilos de tendones y agujas talladas con astillas de hueso de 
morsa. Construyeron trineos de cornamentas, con pescado congelado 
envuelto en piel de foca para los corredores, e ingeniosas gafas con 
ranuras talladas en huesos de caribú que los protegían de la cegadora 
luz reflejada en la nieve.
Pero la característica más notable de 
los Inuit puede que haya sido en el ámbito de las relaciones 
interpersonales. Hasta la llegada de los misioneros a finales del siglo 
XIX, no tenían lengua escrita, por lo que todo lo que se conoce de su 
cultura antes de esa época proviene de las observaciones de exploradores
 y etnógrafos y de los recuerdos de los Inuit más antiguos transmitidos 
de generación en generación. Todas estas fuentes coinciden en que la 
sociedad tradicional Inuit era notablemente pacífica y libre de 
conflictos en su seno.
“Las diferentes familias parecen vivir 
siempre en buenos términos”, escribió el explorador británico Sir 
William Parry, que pasó ocho meses entre los inuit de la isla de Baffin a
 partir de 1821. “Las pasiones más turbulentas que… normalmente crean 
tanto caos en el mundo, parecen raramente exaltarse en los pechos de 
estas gentes” Los niños inuit eran “afectuosos, apegados y obedientes”, 
coincidió Sir John Ross, quien llegó unos años después. “Esta gente 
había alcanzado la perfección de la felicidad doméstica que rara vez se 
encuentra en ningún lugar.” Si surgieran conflictos, los responsables 
recibirían el consejo de sus mayores, y si eso no funcionaba, se 
organizarían duelos de canto en los que las partes descontentas 
aliviarían la tensión burlándose unas de otras.
Hoy en día, el 
homicidio, la violencia doméstica, el abuso infantil, el vandalismo y el
 alcoholismo, así como el suicidio, son trágicamente comunes entre los 
inuit. El fin de semana que llegué a Iqaluit, con una población de 7.740
 habitantes, hubo un asesinato y cuatro incendios, tres de los cuales 
habían sido provocados deliberadamente. Una pareja que se peleaba, con 
el hombre sangrando por la cabeza y la mujer que lo maltrataba, casi me 
atropellan en una tienda una tarde. Una maestra me dijo que es habitual 
que los niños enfadados lance sillas por el aula. Según Rasing, más de 
la mitad de la población consume drogas, principalmente marihuana, pero 
también sustancias más fuertes, incluyendo cualquier cosa que se pueda 
inhalar: líquidos inflamables, pintura en aerosol, esmalte de uñas y 
gasolina.
La mayoría de los inuit se dedican a la venta, el arte,
 son funcionarios del gobierno, etc., respetuosos de la ley, pero los 
índices relativamente altos de violación de la propiedad, daños contra 
sí mismos y contra otros, perpetrados por una minoría, suscitan 
cuestiones urgentes sobre lo que sucedió con esta cultura que antes era 
sólida y pacífica. Todo el mundo está de acuerdo en que el problema 
comenzó en la década de 1950, pero existe un gran desacuerdo entre el 
gobierno canadiense y la mayoría inuit en cuanto a lo que sucedió 
exactamente y por qué.
El gobierno canadiense sostiene que a 
finales del siglo XIX, muchos inuit llegaron a depender en gran parte 
del dinero del comercio de pieles, lo que les permitió comprar productos
 como harina, azúcar, armas y cuchillos, al tiempo que mantenían su 
estilo de vida nómada tradicional. El colapso del comercio de pieles 
durante la Gran Depresión, junto con la reducción cíclica de las 
poblaciones de las presas de caza, provocó penurias, incluso casos de 
hambruna y malnutrición. Muchos inuit también sucumbieron a la 
tuberculosis, el sarampión y otras enfermedades infecciosas introducidas
 por el contacto con los blancos. Quienes cayeron enfermos fueron 
trasladados por vía aérea a hospitales en el sur de Canadá, donde a 
veces estuvieron confinados durante meses o años sin contacto con sus 
familias. Algunos nunca regresaron.
La opinión pública canadiense
 exigió una intervención humanitaria, por lo que el gobierno construyó 
casas para los inuit alrededor de los antiguos puestos comerciales en 
las décadas de 1950 y 1960. Se construyeron clínicas, escuelas, oficinas
 gubernamentales y tiendas, y algunos inuit fueron empleados como 
pescadores, oficinistas, limpiadores, recolectores de basura y 
cocineros; otros recibieron ayudas sociales del Estado. A finales de la 
década de 1960, prácticamente todos los inuit se habían mudado a las 
ciudades.
La mayoría de los inuit ven de manera muy diferente 
este período. Su versión comienza poco después de la Segunda Guerra 
Mundial, cuando Estados Unidos y Canadá establecieron conjuntamente una 
línea de estaciones de radar a través del Ártico para espiar a los 
soviéticos y vigilar los cielos en busca de posibles ataques a través 
del Polo Norte. El gobierno canadiense, deseoso de impedir que Estados 
Unidos reclamara la soberanía sobre esta zona potencialmente rica en 
minerales y gas natural, estableció apresuradamente ciudades y obligó a 
los inuit a establecerse en ellas. Los inuit de más edad cuentan que 
recuerdan como agentes de policía armados llegaron a sus campamentos sin
 avisar y ordenaron a todos que se fueran. Los perros de trineo, incluso
 los sanos, fueron sacrificados ante los ojos de sus dueños.
“Una
 familia que conozco estaba sentada en su casa en la ciudad cuando la 
Real Policía Montada Canadiense (RCMP) apareció y disparó a todos sus 
perros”, dijo Alice, quien recogió testimonios para una investigación 
iniciada por los inuit sobre los asesinatos de perros. “Incluso 
dispararon al espacio bajo el suelo, justo donde la familia estaba 
sentada.”
El gobierno reconoce que miles de niños inuit, algunos de tan sólo cinco años, fueron enviados a internados o a escuelas residenciales,
 donde se les separó de sus familias, se les dieron nombres de pila y 
números de identificación, se les castigó por hablar su lengua materna 
inuktitut, se les exigió que usaran ropa occidental y se les enseñó un 
plan de estudios canadiense que no tenía ninguna relevancia para el 
mundo en el que habían nacido. Muchos también sufrieron maltrato físico y
 abusos sexuales por sus maestros. Algunos fueron a las escuelas 
voluntariamente, pero se informó a muchas familias reacias que si no 
enviaban a sus hijos a la escuela, se les negarían los beneficios de las
 ayudas sociales del gobierno o el crédito para el comercio de pieles, y
 tuvieron que entregarlos con lágrimas en los ojos.
Los recuerdos
 de estos horrores persiguen las vidas de los Inuit de hoy en día. Una 
anciana contaba como le aterrorizaban los maestros de su escuela 
residencial. Cuando estaba en tercer grado, se le pidió que escribiera 
la respuesta al problema 5 x 3 en la pizarra. “Ni siquiera había 
terminado de escribir el número 12 cuando la maestra me golpeó tan 
fuerte que salí volando por toda la sala”, dijo. Luego la golpeó de 
nuevo. Sólo se detuvo cuando vio que le sangraba la nariz.
En 
todo el Canadá, unos 150.000 niños de las Naciones Originarias, inuit y 
otros niños aborígenes asistían a escuelas residenciales. Algunos 
lograron superarlo, pero miles murieron de enfermedades y hambre a un 
ritmo comparable al de los soldados canadienses durante la Segunda 
Guerra Mundial. El gobierno canadiense ha pagado más de 3.000 millones 
de dólares canadienses en concepto de indemnización a decenas de miles 
de personas que fueron antiguo alumnado y sufrieron abusos sexuales o 
malos tratos físicos graves en las escuelas. En un informe de 2015 de 
una comisión de la verdad y la reconciliación que examinó los abusos en 
las escuelas residenciales, el funcionariado canadiense admitió que el 
efecto de las escuelas en las culturas aborígenes equivalía a una forma 
de genocidio.
Los suicidios en la población inuit siguieron 
siendo raros mientras que los peores de estos abusos estaban en curso. 
Según el investigador de la Universidad de Saskatchewan Jack Hicks, que 
preparó un informe sobre el tema, durante la década de 1960 sólo hubo un
 suicidio en lo que ahora es Nunavut (una vez que formó parte de los 
Territorios del Noroeste de Canadá, se convirtió oficialmente en un 
territorio separado en 1999) [2].
 Pero a medida que los hijos de las personas que vivieron la mudanza a 
las ciudades se convirtieron en adolescentes en la década de 1980, 
comenzaron a quitarse la vida en grandes cantidades. En 1973, la tasa de
 suicidio en Nunavut era de 11 por cada 100.000 personas, más o menos la
 misma que en el resto de Canadá. Para 1986, se había cuadruplicado, y 
para 1997 se había multiplicado por diez, a 100 por 100.000. La mayor 
parte del aumento se debió a un aumento de los suicidios entre los 
jóvenes de 15 a 24 años. A principios de la década de 2000, la tasa de 
suicidio en este grupo alcanzó un máximo de 458 por cada 100.000 
personas; desde entonces, ha descendido a alrededor de 270 por cada 
100.000 personas. Durante este período, la tasa de suicidio entre los 
jóvenes canadienses en general se mantuvo por debajo de 20 por cada 
100.000 habitantes.
¿Cómo se transmite el trauma de una 
generación a otra? ¿Cómo afectan nuestras experiencias la vida emocional
 de nuestros hijos y nietos? La respuesta no es obvia. Los esclavos 
africanos se quitaron la vida en grandes cantidades, especialmente en 
los barcos que se dirigían a Estados Unidos y cuando llegaron por 
primera vez [3],
 pero a pesar de la segregación, la brutalidad policial, el 
encarcelamiento masivo y otros atropellos, la tasa de suicidio de los 
afroamericanos ha sido sistemáticamente inferior a la de los blancos 
estadounidenses desde que se inició el mantenimiento de registros en la 
década de 1930 [4].
 La etnia judía de la Europa ocupada por el nazismo también sufrió 
suicidios en grandes cifras, dentro y fuera de los campos de 
concentración [5].
 Pero sus descendientes no tienen más probabilidades de suicidarse que 
los de judíos que vivían fuera de las tierras ocupadas por los nazis en 
ese momento [6].
Sin
 embargo, ciertos grupos, como entre aborígenes australianos, maoríes de
 Nueva Zelanda e inuit de Alaska, Groenlandia y Canadá, junto con otros 
grupos de nativos americanos, son particularmente propensos al suicidio 
juvenil, generación tras generación. La gente en cada sociedad se quita 
la vida por miles de razones, y obviamente es arriesgado generalizar. 
Ciertamente, los problemas de salud mental como la depresión, la 
ansiedad, el abuso de sustancias y la esquizofrenia son factores de 
riesgo importantes para el suicidio en todas partes. Pero estos 
trastornos a menudo tienen causas sociales, y vale la pena preguntarse 
si hay alguno que pueda ser responsable de las altas tasas de suicidio 
entre estas personas [7].
Una
 pista es que virtualmente todos estos grupos vivieron hasta hace poco 
en pequeñas comunidades de una o unas pocas familias extendidas y luego 
sufrieron una transición forzada, rápida y desgarradora a la vida 
moderna. Dominar la tecnología -teléfonos, coches, ordenadores, etc.- 
era fácil, pero la adaptación psicológica y emocional ha sido mucho más 
difícil. Tanto Rasing como Kral cubren esta transición con gran detalle,
 pero no transmiten su impacto emocional porque, quizás por razones de 
confidencialidad y reserva académica, sus relatos de la vida individual 
de los inuit son breves y superficiales. Sus libros contienen muchas 
estadísticas, así como descripciones convincentes de cambios abstractos 
como la “ruptura del control social” y “la dinámica de la transformación
 social inuit”, pero sin historias personales, es difícil ver de qué se 
trataba.
Para una perspectiva más profunda de lo que podría haber
 sucedido, es útil recurrir a la notable monografía de 1970 del 
antropólogo Jean Briggs titulada Never in Anger (Nunca con ira):
 Retrato de una familia esquimal, uno de los últimos relatos de primera 
mano sobre la vida de los inuit antes de su asentamiento. Briggs sugiere
 que la ecuanimidad que tanto afectó a Parry y a otros fue producida por
 patrones de pensamiento y comportamiento, en particular la 
consideración por los demás y una tendencia a privilegiar el bienestar 
del grupo por encima del propio individual, que puede haber sido 
esencial para la supervivencia de los inuit en la tierra, pero que 
podría haberlos hecho especialmente vulnerables a las dificultades 
emocionales una vez que se establecieron en las ciudades.
En 1963
 Briggs, que entonces tenía 34 años, se dirigió a Gjoa Haven, un puesto 
comercial en lo que hoy es Nunavut, con el objetivo de estudiar la 
comunidad ártica más remota que pudo encontrar. La antropología anterior
 había documentado la cultura material inuit: cómo cazaban, construían 
iglús y confeccionaban ropa, así como sus creencias religiosas y 
cosmológicas. Pero Briggs era parte de una escuela de antropología que 
sostenía que así como las diferentes culturas tenían música, alimentos y
 rituales diferentes, también expresaban diferentes repertorios de 
emociones. Durante diecisiete meses, Briggs vivió con un hombre llamado 
Inuttiaq, su esposa e hijos, montando una tienda de campaña junto a la 
suya en verano y compartiendo su iglú en invierno. Al principio, le 
preocupaba vivir en lugares tan cercanos con gente cuya cultura era tan 
diferente a la suya, pero como otros observadores, se sintió rápidamente
 seducida y conmovida por la tranquilidad de la vida doméstica inuit: 
“La calidez humana y la paz de la casa, y la asombrosa sensibilidad de 
sus miembros a los deseos no expresados, crearon una atmósfera en la que
 la privacidad de mi tienda de campaña llegó a parecer en la memoria 
algo estéril”.
Esta superficie pacífica, descubriría Briggs, 
estaba sostenida por un poderoso sistema de control emocional y 
regulación social. Las expresiones de enojo, conmoción, ardor romántico y
 otros sentimientos fuertes estaban casi ausentes de la vida diaria, 
excepto entre los niños muy pequeños. Un informante incluso negó que la 
lengua inuit tuviera una palabra para odio, aunque por supuesto 
que lo tiene. La hija mayor de la familia anfitriona de Briggs fue una 
de las primeras niñas en asistir a una escuela residencial. Cuando 
regresó para el verano, trajo historias de horror de un “extraño mundo 
[blanco] donde la gente siempre está ruidosa y enojada…, donde golpean a
 sus hijos, dejan que los bebés lloren, besan a los adultos y hacen 
mascotas de perros y gatos”.
Los niños aprendieron a manejar sus 
sentimientos a través de lo que Briggs describe como un proceso de 
entrenamiento de peso emocional. Los niños pequeños eran mimados, 
adorados y rara vez disciplinados, pero también eran objeto de bromas 
por parte de los padres y otros adultos que deben haber sido confusos y 
aterradores para ellos:
¿Por qué no matas a tu hermanito?
¿Por qué no te mueres para que pueda quedarme con tu camisa nueva?
¿Dónde está tu padre? [a un niño adoptado]
Tu madre se va a morir, se ha cortado el dedo, ¿quieres venir a vivir conmigo?
Un
 adulto nunca haría tales preguntas cuando un niño está molesto, y se 
detendría y ofrecería un abrazo ante los primeros signos de angustia. 
Briggs interpretó estos intercambios como una inmunización contra la 
insensibilidad de los demás y las desgracias y desilusiones ordinarias 
de la vida. “Los adultos estimulan a los niños a pensar presentándoles 
problemas emocionalmente poderosos”, escribió. El objetivo era la fuerza
 emocional y la racionalidad. En un entorno difícil, la comprensión y la
 confianza mutuas son esenciales para la supervivencia. Una persona 
infeliz es peligrosa.
Como Briggs pronto aprendería por las 
malas, todos estaban en guardia contra el más mínimo aumento de la 
temperatura emocional. Sus anfitriones eran cazadores de zorros que 
comerciaban con blancos en un pueblo a varios días de distancia en 
trineos de perros desde su campamento de invierno. El pan frito hecho de
 harina comprada en la tienda era un gran manjar, y un día, mientras 
Briggs preparaba unos con otros, un trozo de masa se le escapó del 
cuchillo y cayó al fuego. “¡Maldición!”, dijo en voz baja.
Durante
 los días, semanas y meses siguientes, Briggs notó un cambio en el 
comportamiento de la familia. Vinieron a visitar su tienda con menos 
frecuencia y se fueron rápidamente cuando lo hicieron. Parecían aún más 
solícitos de lo habitual, como si estuviera afligida por algún tipo de 
enfermedad. Se aseguraron de que estuviera abrigada y que tuviera 
suficiente para comer, pero no la invitaron a ir a pescar. Poco a poco 
se dio cuenta de que la estaban condenando al ostracismo, no sólo por el
 incidente del pan frito, sino por otros momentos de irritación, como 
cuando Inuttiaq insistió en dejar abierta la puerta del iglú, lo que 
hizo que hiciera demasiado frío para que Briggs escribiera sus notas de 
campo.
Imaginen la conmoción de estas personas educadas y dignas 
cuando algunos oficiales de la Policía Montada del Canadá mataron a sus 
perros y les ordenaron entrar en los asentamientos, cuando algunos 
maestros de escuelas residenciales abusaron de ellos y otros poderosos 
qallunaats -como se conoce a los blancos en el idioma inuktitut- los 
insultaban y trataban con condescendencia. Muchos de los niños de la 
escuela residencial, en particular, volvieron enojados y alienados. El 
entrenamiento emocional que habían recibido cuando eran niños no era 
rival para la arrogancia, la insensibilidad y la estupidez, por no 
hablar de la brutalidad, que encontraron en el mundo qallunaat. Sin un 
lenguaje que describa su dolor y soledad, se alejaron de sus familias.
La
 estudiante de la escuela residencial de la familia con la que vivía 
Briggs evitaba a sus padres y atormentaba a su hermanita, pisándole 
deliberadamente los dedos de los pies, arrebatándole juguetes y 
haciéndola llorar. Cuando se le pidió que hiciera algo, se hizo la 
sorda. Cuando eran adultos, muchos de los antiguos alumnos de las 
escuelas residenciales recurrieron al alcohol para domar su confusión 
emocional. Sus hijos, criados en los decenios de 1970 y 1980, escaparon 
en gran medida de las escuelas residenciales, que ya estaban siendo 
reemplazadas por escuelas comunitarias. Pero sus padres nunca habían 
logrado aceptar su propia ira y dolor, y a menudo estaban borrachos y 
eran violentos. De esta manera, nació la primera generación de suicidas,
 y sus hijos a su vez continúan la tendencia.
Para La vuelta del sol,
 Kral entrevistó a docenas de jóvenes inuit que habían intentado 
suicidarse. La mayoría le dijo que trataron de quitarse la vida después 
de una pelea con una pareja romántica. Los informes del forense de la 
década de 1990 también encontraron que alrededor del 70 por ciento de 
los suicidios ocurrieron después de una ruptura romántica y otro 20 por 
ciento mientras se esperaba un juicio por un presunto delito, en su 
mayoría allanamiento y consumo de marihuana. Estos problemas ordinarios 
ocurren en todas partes. ¿Por qué es más probable que los jóvenes inuit 
que los experimentan recurran al suicidio?
“La teoría que tengo 
es que los [inuit] que se suicidan lo hacen para proteger a la 
comunidad”, me dijo Bonnie, una funcionaria del gobierno inuit.
Cuando
 vivíamos en grupos pequeños, teníamos un contrato de supervivencia. 
Viviste para el colectivo, no para ti mismo. Estamos juntos en esto. Los
 niños están condicionados a estar tranquilos. Si alguien explota, esa 
persona es una amenaza para todos. Entonces [el que explota] piensa: 
“Todo el mundo estará mejor sin mí. Soy un problema porque no puedo 
manejar mis emociones”. Es difícil quitárselo de la cabeza, porque 
estamos condicionados a no ser una carga para los demás.
No hay respuestas sencillas a la crisis suicida de Nunavut. El penúltimo capítulo de El Regreso del Sol
 describe un centro de ocio que Kral ayudó a establecer con un grupo de 
jóvenes inuit en la ciudad donde hizo su investigación. Afirma que, si 
bien funcionó, el número de suicidios en ese país se redujo a cero. Los 
datos de la oficina del forense citados por Jack Hicks indican que este 
no es el caso. De manera similar, un reportaje de ESPN de 2005 afirmó 
que el número de suicidios de adolescentes en la ciudad de Nunavut de 
Kugluktuk también cayó a cero después de que un profesor visitante 
lanzara un popular equipo deportivo de lacrosse. De hecho, hubo veintiún
 suicidios entre personas de 13 a 56 años en Kugluktuk en la década 
siguiente. Estas comunidades son tan pequeñas -el promedio de la 
población es de alrededor de 1.500 habitantes cada una- que las tasas de
 suicidio pueden variar de un año a otro debido a la casualidad. Una 
comunidad de alto nivel de suicidio puede no tener suicidios durante 
varios años, lo que crea una ilusión temporal de éxito, incluso cuando 
la tendencia a largo plazo es estable o va en aumento.
En 2017, 
el gobierno de Nunavut lanzó una estrategia integral de prevención del 
suicidio que incluye servicios de salud mental, programas de infancia 
temprana, programas de concienciación comunitaria, programas contra la 
intimidación, centros juveniles, asistencia para la vivienda, reducción 
de la pobreza, prevención de la delincuencia y el abuso de sustancias, y
 muchas otras iniciativas. Se ha demostrado que estos enfoques 
multifacéticos reducen los suicidios en otras comunidades, como los 
apaches de las Montañas Blancas en Estados Unidos, y hay motivos para 
creer que la nueva estrategia de Nunavut ayudará.
El invierno 
pasado, la estación de radio local de Iqaluit emitió un programa de 
llamadas sobre el suicidio. Alice, cuyo hijo Martin se quitó la vida en 
2018, llamó para decir que la comunidad necesitaba más consejeros, y si 
no había suficientes, entonces la gente debía formar sus propios grupos 
de apoyo. “Hablar es parte de la curación”, me dijo. “La gente ha estado
 callada durante demasiado tiempo". Alice misma había sido agredida 
sexualmente cuando tenía siete años -no habló de las circunstancias- y 
cree que se habría convertido en una borracha en la calle si no fuera 
por la asistencia que tuvo que finalmente recibió a los veinte años.
Otros
 oyentes llamaron para decir que apoyaban la idea de Alice. Elisapee 
Johnston, que trabaja para el Consejo Embrace Life (Abraza la Vida), una
 ONG local financiada bajo la nueva estrategia de prevención del 
suicidio. Encontró a Alice, y las dos mujeres acordaron trabajar juntas.
 En la primavera, lanzaron un grupo de duelo que se reúne semanalmente 
en la oficina del Consejo Embrace Life en el centro de Iqaluit. 
Cualquier persona que haya perdido a alguien por suicidio, o que 
simplemente esté preocupado por ello, es bienvenida. “La gente joven 
necesita de verdad tener habilidades para sobrellevar la situación”, 
insiste Alice; pero lograr que la gente asista a las reuniones ha sido 
un desafío. “La gente se acerca y me abraza en la calle y me dice: Gracias, gracias por todo lo que estás haciendo, pero sólo cuando están borrachos”.
No
 es la forma en que los inuit hablan de sí mismos. Otra anciana inuit me
 dijo que cuando mataron a los perros de su familia, nadie lo discutió: 
“Deben haber estado enfadados, pero no lo demostraron.” Durante años, 
había enseñado en la escuela primaria, pero se opuso a los elementos del
 plan de estudios canadiense. “Tuve que enseñar una unidad didáctica de 
guardería llamada Todo Sobre Mí. En nuestra cultura, se supone 
que ese grupo de edad piensa en los demás”. Una antropóloga que conocí 
me dijo que había tenido dificultades para reunir testimonios de inuit 
sobre traumas y que no llenaban más de media página. Tal modestia y 
discreción es estimulante en estos tiempos de semejante orientación 
hacia el ego, pero si la gente no habla de sí misma, es difícil ver cómo
 se las arreglan para darle sentido a sus sentimientos.
Alice y 
Elisapee no se rinden. Pueden animarse con la experiencia de otros 
grupos traumatizados, incluidos los afroamericanos y los descendientes 
de los sobrevivientes del Holocausto, que, aunque están 
desproporcionadamente sujetos a algunos problemas de salud mental, 
tienen tasas de suicidio relativamente bajas. ¿Qué les permite aguantar?
 Cabe destacar que el duelo, el compartir experiencias de sufrimiento 
personal y la búsqueda continua de una tierra prometida son parte 
integral de las religiones y culturas de ambos grupos. También lo es la 
creencia de que la ira a veces está justificada, y que vivir, por duro 
que sea a veces, es también una forma de desafío.
Notas:
[1]
 Debido a la naturaleza sensible de este material, la mayoría de las 
fuentes inuit pidieron que no se utilizaran sus nombres reales. La 
investigación para este artículo fue apoyada por el Pulitzer Center on 
Crisis Reporting.
[2] Durante la década de 1960, el antropólogo 
Asen Balikci reportó una tasa muy alta de suicidio juvenil entre los 
inuit de Pelly Bay, donde llevó a cabo una investigación etnográfica. 
Sin embargo, según Hicks, no hay evidencia que apoye esta afirmación en 
los registros detallados de los misioneros, o en la oficina del forense.
 Véase Jack Hicks, Statistical Data on Death by Suicide by Nunavut 
Inuit, 1920 to 2014 (Nunavut Tunngavik Incorporated, 2015), y “Toward 
More Effective, Evidence-Based Suicide Prevention in Nunavut” en 
Northern Exposure: Peoples, Powers and Prospects in Canada’s North, Vol.
 4, editado por Frances Abele, Thomas J. Courchene, F. Leslie Seidle y 
France St-Hilaire. (McGill-Queen’s University Press, 2009).
[3] Véase Terri Snyder, The Power to Die: Slavery and Suicide in British North America (University of Chicago Press, 2015).
[4] Véase John L. Macintosh, “Trends in Racial Differences in US Suicide”, Death Studies, Vol. 13, No. 3 (1989).
[5]
 Ver Marzio Barbagli, Farewell to the World: A History of Suicide, 
traducido por Lucinda Byatt (Polity, 2015), p. 134; y David Lester, “The
 Suicide Rate in the Concentration Camps Was Extraordinary High: A 
Comment on Bronisch and Lester”, Archives of Suicide Research, Vol. 8, 
No. 2 (enero de 2004).
[6] Véase Itzak Levav y otros, 
“Psychopathology and Other Health Dimensions Among the Offspring of 
Holocaust Survivors: Resultados de la Encuesta Nacional de Salud de 
Israel”, The Israel Journal of Psychiatry and Related Sciences, febrero 
de 2007.
[7] Véase Richard Bentall, La locura explicada: Psicoanálisis y Naturaleza Humana (Penguin, 2002).
 

 
 
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