La Vanguardia
Ecuador, Chile,
Bolivia, Colombia. Las calles protestan allá donde los puentes con las
instituciones se han roto. Una densa nube de gas lacrimógeno, mezclada
con la polución ambiente, hace irrespirable el aire. Cada protesta tiene
una causa específica, pero similares formas de expresión. Los jóvenes,
hombres y mujeres, son vanguardia. Han perdido el miedo y luchan por sus
mayores. Sus redes digitales los empoderan y los movilizan, no
necesitan líderes. La represión policial es violentísima. La panoplia de
medios de hacer daño se multiplica. Artilugios que revientan ojos,
fracturan cráneos, asfixian pulmones, desfiguran rostros. Y cuando no
bastan, balas. El cuenteo de muertos va subiendo. Pero los manifestantes
han perdido el miedo y se enfrentan a la policía con violencia
creciente. Al calor de la protesta, hay quienes aprovechan para saquear
supermercados o incendiar edificios simbólicos y hasta hospitales. Y
atacan comisarías. A pesar de la violencia, una mayoría de ciudadanos
aún apoya la protesta. En Chile, Ecuador y Colombia es una revuelta
contra la apropiación del crecimiento económico por una minoría que
además apenas paga impuestos y deja salud, educación y pensiones a la
lógica del mercado. Hay conciencia clara de rechazo a un modelo
económico hegemónico en las instituciones. Decía un dirigente
estudiantil: “El neoliberalismo nació en Chile y morirá en Chile”. Y
otros añaden el consumismo, esa trampa en la que acaban endeudados
insosteniblemente porque los señuelos publicitarios no se corresponden
con los sueldos. La chispa fue la subida de la gasolina en Ecuador o el
aumento del precio del metro en Santiago. Por empresas privadas,
respaldadas por el Gobierno. En Colombia, país que ha superado el miedo
tras la incierta paz, los estudiantes piden acceso a la universidad,
mientras disminuyen los recursos destinados a la enseñanza. Pero también
las caceroladas y manifestaciones claman contra el aumento del paro. Y
contra la crisis permanente de salud y, como en todas partes, contra
pensiones miserables que condenan a la indigencia a millones de
ancianos. Mercado libre para una sociedad tremendamente desigual en que
la injusticia social es el hábito de oligarquías que utilizaron siempre
las instituciones para defender sus privilegios. A las demandas sociales
se une el clamor por la dignidad y el respeto de los derechos humanos,
empezando por las mujeres y la libertad de decidir a quién se ama.
Bogotá acaba de elegir alcaldesa a una líder lesbiana ecologista y
humanista saludada con entusiasmo por la juventud.
En la raíz del conflicto está la desigualdad social, el fracaso del neoliberalismo y la crisis institucional
La
violencia en Bolivia tiene un origen distinto y más amenazante. Porque
es un país en que el crecimiento económico de la última década ha ido
acompañado de una reducción sustancial de la pobreza y una mejora de las
condiciones de vida del conjunto de la población bajo el liderazgo de
Evo Morales. Pero hubo al mismo tiempo una profunda transformación
social: los indígenas llegaron al poder, con las cholas en primera línea
de la instituciones del Estado y mayoría absoluta en el Congreso
democráticamente elegido. La élite blanca no pudo tolerarlo. El
conflicto en Bolivia es fundamentalmente racial. Aunque se apoyara la
oposición en los brotes de corrupción en el Estado, la prepotencia del
partido MAS y las maniobras de Evo para mantenerse en el poder,
incluyendo, tal vez, fraude electoral. Pero Morales ofreció volver a
repetir las elecciones y no presentarse. Aun así, la conspiración que ya
estaba en marcha, incluidas manifestaciones populares orquestadas por
líderes religiosos fundamentalistas, consiguió que la jerarquía militar
obligara al presidente constitucional a dimitir y exilarse. La mano de
Bolsonaro parece probable, jaleado por Trump. Contra ese golpe estalló
parte de Bolivia, tanto en las regiones cocaleras de Cochabamba como en
El Alto, concentración de indígenas en La Paz. El ejército reaccionó
disparando y matando, retornando a la siniestra historia de Bolivia, el
país con más golpes de Estado en América Latina.
Quienes creíamos
superada esa etapa hemos de aceptar que cuando hay un cambio del poder
social (aunque se respete el económico) el último recurso de las élites
es siempre el monopolio de la violencia.
Mientras tanto, en Chile
la violencia sin sentido está desatada en un frenesí de destrucción,
alimentada por grupos narcos tal vez manipulados y una rabia popular
multiforme. Es posible que se despliegue el ejército en las calles a
requerimiento de un Piñera desbordado. Y si no hay reformas pronto y
continúa la protesta, podría suceder una regresión autoritaria.
En
la raíz del estallido latinoamericano, al que se podría añadir un Perú
políticamente desestabilizado y del que se libró Argentina por la
esperanza popular en Alberto Fernández, hay tres fenómenos entrelazados:
una desigualdad social extrema; el fracaso, una vez más, de políticas
neoliberales que imponen la lógica estricta del mercado no sólo a la
economía sino a la sociedad en su conjunto, y la ruptura de la confianza
ciudadana en las instituciones políticas, cuya representatividad
rechaza el 83% de la población en el conjunto de la región. En ese
contexto, el gatopardismo (“que todo cambie para que todo siga
igual”) no parece que pueda ya ser suficiente. Las ondas de choque del
estallido actual podrían expandirse en tiempo y espacio, con
consecuencias impredecibles.
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