La Jornada
“–No te preocupes, Boris.
–Tampoco tú Donald, nada de que preocuparte.” Así dice, en parte, una de
las varias versiones más o menos ficticias, pero verosímiles, del
diálogo sostenido el martes 24 de septiembre, en la sede de las Naciones
Unidas en Nueva York, por el presidente de Estados Unidos y el primer
ministro del Reino Unido. Conversaron al margen de la reunión de alto
nivel sobre acción climática –asunto que al primero de ellos le importa
un bledo–, la víspera de la 74 sesión de la Asamblea General de la ONU.
Al día siguiente, ambos fueron devueltos con brusquedad a la realidad de
la que intentaban evadirse. Johnson enfrentó la reprobación unánime de
la Corte Suprema del Reino, que consideró nula e inválida su decisión de
‘prorrogar’ –suspender las sesiones del Parlamento– por cinco semanas,
hasta mediados de octubre, y ordenó la reanudación inmediata de los
trabajos legislativos. Tras un regreso precipitado a Londres, el primer
ministro enfrentó el ambiente más hostil de una sesión de los Comunes en
la memoria reciente y acumuló siete derrotas consecutivas en las
votaciones. Trump –por voz de su némesis, Nancy Pelosi– recibió la
noticia de que la Cámara de Representantes había aprobado iniciar la
investigación formal para su destitución –el impeachment por todos tan temido. A excepción suya. De ocurrir –como ironizó hace tiempo un columnista del New Yorker– Trump está seguro de que el suyo será “el impeachment más grande de la historia”.
En el lado británico de este cuento de dos crisis, además de las
bravatas de Johnson –que sin rubor alguno proclamó su convicción de que
la Corte había errado: un yerro unánime de sus 11 integrantes, como
apuntó un analista–, se sucedieron las convenciones anuales de los
partidos Laborista y Conservador. La primera reveló –en palabras del New Statesman–
un partido dividido e inepto, que parece haber resuelto no adoptar posición alguna en la cuestión definitoria del momento histórico de la nación. Adviértase que esta misma expresión calza también al otro partido, incapaz de adoptar una posición unificada. Ambas convenciones –en Brighton la laborista y en Manchester la conservadora– fueron consumidas no por los debates sobre el Brexit sino por la perplejidad y la fatiga que caracterizan ahora al asunto, a tres años del referendo inicial –para cuyo responsable, David Cameron, fue
inevitablesegún sus memorias apenas publicadas: For the Record.
En tanto, continuó agotándose el tiempo para evitar, antes del 31 de octubre, un Brexit
sin acuerdo, un salto desde el acantilado. Causaron inquietud y furor
en la opinión pública británica las noticias de un gobierno que, al
tiempo de proclamarse capaz de negociar una salida convenida, muestra
estar más que dispuesto a arrojarse al vacío, eventualidad que se antoja
cada vez más cierta. Hacia el final de septiembre se añadió la denuncia
de conductas salaces de Johnson, como para subrayar que el episodio
corresponde a la picaresca.
Ya iniciado octubre vuelve a aparecer la cuestión del voto de
confianza, blandida por el propio líder conservador, y tras ella, la
opción de llamar a elecciones generales. Hay quien piensa que puede
haber suficientes parlamentarios conservadores que consideren preferible
un Brexit sin acuerdo a perder el poder en las urnas. Con el
fortalecimiento del Partido Demócrata-Liberal y el surgimiento del
Partido del Brexit, liderado por el inefable Nigel Farage, la ecuación
electoral se muestra muy complicada y ha aumentado el riesgo de que la
elección produzca un hung Parliament, sin mayoría definida y sin mandato claro.
El puente que en este momento une a los dos líderes fue descrito por Mark Landler en el Times de Nueva York (27/09/19):
Nunca habían aparecido en tan estrecha sincronía las fortunas del presidente Trump y del primer ministro británico Johnson: un sicodrama trasatlántico protagonizado por dos líderes extravagantes, que fomentan la polarización y se especializan en erupciones paralelas de vitriolo, jugarretas políticas y provocar caos.
En Estados Unidos, aunque la ofensa alegada lo justifica claramente, el proceso de impeachment
que está en sus fases más tempranas, es ya acerbo y explosivo. Empero,
no es firme y sólido el apoyo que le brindan los propios legisladores
demócratas, convencidos buen número de ellos –como Nancy Pelosi misma–
que un proceso fallido o abortivo beneficiaría, más que estorbar, la
relección de Trump. Para movilizar en favor de la destitución a casi dos
docenas de senadores republicanos se requeriría de que tuviesen la
certeza de que la relección es una causa perdida o, al menos, en grave
riesgo de fracasar. Es todavía muy pronto para afirmar que se ha llegado
a este parteaguas, si alguna vez va a alcanzarse. Es este un tema cuya
evolución habrá que analizar sin pasión y con paciencia a lo largo de
los siguientes meses.
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