Boaventura de Sousa Santos
La Jornada
▲ Indígenas ecuatorianos se solidarizan con el pueblo chavista venezolano.Foto Afp
Como su propio nombre indica,
Ecuador está situado geográficamente en el centro del mundo. Todo lleva a
creer que el neoliberalismo ha decidido llevar a cabo su agenda de fin
del mundo en este país. Como es sabido, el neoliberalismo es la versión
más antisocial del capitalismo global porque está estrictamente
vinculada a los intereses del capital financiero. No reconoce otra
libertad que la libertad económica, por lo que le resulta fácil
sacrificar todas las demás. Por cierto, es bueno que los portugueses
sepan esto con respecto al partido Iniciativa Liberal, la versión más
tardía del liberalismo en forma de bancarrota. La especificidad de la
libertad económica es que se ejerce en la medida exacta del poder
económico que uno tiene para ejercerla y, por tanto, su ejercicio
siempre implica una forma de imposición asimétrica sobre los grupos
sociales que tienen menos poder y una forma de violencia brutal sobre
los que no tienen poder, la gran mayoría de la población empobrecida del
mundo. Tal imposición y violencia siempre se traduce en la
transferencia de riqueza de los pobres (traducida en las magras
políticas de protección social del Estado) a los ricos y en el saqueo de
los recursos naturales, así como de los activos económicos, cuando los
hay. El Fondo Monetario Internacional es el agente encargado de
legalizar el robo en el que se traducen las políticas de austeridad
impuestas por el capitalismo financiero.
El robo es tan evidente hasta el punto de que el montante de los
préstamos casi siempre equivale a los beneficios públicamente
contabilizados que se ofrecen a los acreedores internacionales y a las
grandes corporaciones multinacionales que se articulan con ellos. Los
casos más recientes de este proceso van desde Grecia hasta Portugal
(2011-2015), desde Argentina hasta Brasil y muchos países africanos. Lo
que está sucediendo en Ecuador representa el paroxismo, el momento de
máxima intensidad de la voluntad destructiva del neoliberalismo. Con el
fin de salvaguardar el derecho al robo legal por parte de los acreedores
y las empresas multinacionales, el país se incendia socialmente, se
declara un estado de excepción rápidamente legitimado por una Corte
Constitucional cómplice, se movilizan las Fuerzas Armadas entrenadas por
la infame Escuela de las Américas (hoy con un nombre diferente que
borra la historia para mantener los propósitos) a fin de ejercitarse en
la lucha contra los enemigos internos, es decir, las grandes mayorías
empobrecidas, se asesina y hiere a los manifestantes y se provoca la
desaparición de cientos de niños. Es una estrategia maximalista y de fin
del mundo dispuesta a arrasar el país para hacer cumplir la voluntad
imperial y de las élites locales a su servicio.
Lo más trágico de todo es que Ecuador fue el país de la esperanza en
la primera década de este siglo. Tuve el placer de ser consultor en la
elaboración de una de las constituciones más progresistas del mundo, la
Constitución de 2008, la primera que en su articulado consagró los
derechos de la naturaleza y ofreció una alternativa al desarrollo
capitalista. Una alternativa que se basaba en los principios de armonía
con la naturaleza y de reciprocidad que los pueblos indígenas siempre
han practicado, un modelo de vida que, por resultar tan extraño a la
lógica occidental, tuvo que consagrase en su versión original, en lengua
quechua, el suma kawsay, traducido imperfectamente por buen vivir. Los
años siguientes fueron años de experimentación innovadora y grandes
expectativas, de manera especial para los pueblos indígenas que, sobre
todo desde 1990, venían luchando por el reconocimiento de sus derechos,
el respeto de sus formas de vida y la dignidad de su existencia como
supervivientes del gran genocidio colonial moderno, perpetuado hoy por
el nuevo colonialismo y el racismo que durante décadas caracterizó tanto
a los partidos políticos de derecha como de izquierda.
La presidencia de la República la ocupaba Rafael Correa, un gran
comunicador, sin gran arraigo en los movimientos sociales, con un
discurso antimperialista, siempre polémico en sus posiciones y poco
tolerante con las divergencias en su propio campo político. A pesar de
ello, realizó un trabajo notable de renegociación de la deuda externa y
de redistribución social, aunque erróneo y tal vez insostenible por dos
razones principales. Por un lado, tenía dificultades para reconocer en
los pueblos indígenas algo más que gente pobre; sus derechos colectivos,
su cultura y su historia apenas contaban; la redistribución social
implicaba centralismo de Estado y la liquidación de las autonomías
territoriales del autogobierno indígena, garantizadas al menos desde la
Constitución de 1998; pronto trabajó duro por demonizar a los líderes
indígenas. Por otro lado, en contra de la Constitución e invocando
dificultades financieras, adoptó el modelo de desarrollo capitalista
neoextractivista (centrado en la extracción de recursos naturales,
especialmente petróleo), aunque dando preferencia a los inversores
chinos en detrimento de los inversores norteamericanos tradicionalmente
presentes. En los últimos años, Correa fue abandonado por una buena
parte de la izquierda ecuatoriana, no solo por su desarrollismo, sino
por su virulencia contra los líderes indígenas. Yo mismo fui crítico con
Correa, pero nunca compartí los excesos de cierta izquierda, ungida por
la izquierda ecologista europea, que llegó a considerar a Correa como
un líder autoritario de extrema derecha. Hoy deben estar experimentando
un baño de realidad sobre lo que verdaderamente es la extrema derecha en
Ecuador y en todo el subcontinente.
Rafael Correa estuvo en el poder entre 2007 y 2017 y fue relevado por
su vicepresidente durante varios años, ahora presidente, Lenín Moreno.
Inicialmente, dio la idea de que lo que cambiaría solo sería el estilo
de gobierno, no la sustancia. Sin embargo, quien conocía los
antecedentes de Moreno debería haber estado estar más atento. Nadie se
dio cuenta de que la persecución judicial contra Correa por presunta
corrupción, que Moreno patrocinó, no era más que otra versión de la
nueva estrategia estadounidense para neutralizar a los gobernantes que
pusieran en peligro los intereses de las empresas estadounidenses,
especialmente en el sector petrolero: la supuesta lucha contra la
corrupción. Fue así contra Lula da Silva y Cristina Kirchner, entre
muchos otros. Poco a poco, Moreno fue mostrando su verdadero propósito:
realinear Ecuador con los intereses de Estados Unidos. El acuerdo con el
FMI culminó la celebración de esta alianza. El llamado "paquetazo"
decretado el 1 de octubre, el paquete de medidas de austeridad, es de
una violencia extrema para las familias de bajos ingresos, la gran
mayoría de la población ecuatoriana.
La trágica trayectoria de las recetas del FMI es de sobra conocida.
Nunca dan nada más que buenos negocios para sus inversores. Siempre
resultan en el empobrecimiento de las grandes mayorías. A pesar de ello,
o tal vez por ello, siguen aplicándose y, cada vez que se aplican, se
anuncian como la única alternativa para salvar el país. Que el FMI sea
indiferente a las desastrosas consecuencias sociales de sus recetas no
resulta sorprendente, porque no se puede exigir que el capitalismo haga
otra filantropía que la que redunda en su propio interés (y por tanto no
es verdadera filantropía). Lo sorprendente es que Lenín Moreno parece
no recordar que la resistencia de los pueblos indígenas, una resistencia
aprendida a lo largo de los siglos, ya ha derribado a tres presidentes
desde 1990, y es muy probable que él sea el próximo. Lo más trágico para
el pueblo ecuatoriano es que los anteriores derrocamientos
presidenciales (1997, 2000, 2005) fueron mucho menos violentos de lo que
se anuncia para el siguiente. La tímida declaración de la Alta
Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, cuya
incapacidad para defender con autonomía los derechos humanos es bien
conocida, es una señal de los tiempos autoritarios en los que nos
encontramos.
Tras doce días de lucha, Moreno cedió. Derogó el decreto 883 que
estableció las políticas de austeridad (sobre todo, la práctica
duplicación del precio de la gasolina). Es un paso atrás de
supervivencia política, pero mal disfrazado. El decreto 894 comienza
justificando la derogación del decreto 883 por razones técnicas (que no
son otras que la imposibilidad de aplicarlo debido a la resistencia del
pueblo), para luego esgrimir razones de paz social y concordia y
anunciar el propósito de negociar con las organizaciones sociales las
nuevas medidas. El artículo 2 del nuevo decreto estipula que los
subsidios se mantendrán y solo se racionalizarán y enfocarán para que no
se beneficien de ellos quienes no los necesitan o los usan para el
contrabando. Si este fuese el propósito inicial, el país no habría
reaccionado como lo hizo.
A dos años del fin de su mandato, Moreno sabe que esta cesión es una
derrota personal que le saldrá cara en un futuro próximo. Todos
recordarán la arrogancia de su propósito inicial de llevar la austeridad
adelante a cualquier precio. Este discurso se dirigía al FMI y no al
pueblo ecuatoriano. El nuevo discurso, con un toque patético y
supuestamente conmovido, es un discurso dirigido al pueblo ecuatoriano y
es poco más que un discurso de rendición. De hecho, la principal
derrota no es la de Lenín Moreno, sino la del FMI y sus políticas de
austeridad. Las últimas maniobras se abortaron, como se dice en la jerga
militar. Tal y como se abortaron en Argentina. Y otros países seguirán.
Las dificultades del FMI reflejan el declive del neoliberalismo en esta
segunda década del siglo.
Los antecedentes de Moreno, ahora más expuestos, hacen que el pueblo
ecuatoriano no se desarme en la nueva fase de lucha. Con su lucha, están
dando una lección al mundo: el poder injusto, por fuerte que sea,
siempre tiene un punto vulnerable, su injusticia y la resistencia
pacífica y organizada contra ella
Traducción de Antoni Aguiló
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