Nicolás Oliva Pérez*
Hace apenas tres días el
presidente Lenín Moreno anunció un paquete de medidas económicas como
consecuencia del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) que
incluye la eliminación del subsidio a las gasolinas (incrementos de 120
por ciento en el diésel y 30 por ciento en la gasolina regular) y
reformas laborales y tributarias que afectan a los trabajadores y
benefician a grupos empresariales.
Confió en que un estallido social era cosa del pasado y que la prensa
podría imponer una matriz de opinión dominante. Se equivocó. El país
está sumido en la peor crisis política desde 2005 y se ha visto forzado a
decretar el estado de excepción (amparado en el artículo 165 de la
Constitución). El gobierno asegura que es una cuestión de agitadores y
golpistas, y ha reprendido con fuerza las protestas, que ya suman más de 350 detenidos. Parece que el relato gubernamental va quedándose sin eco y sus hasta ahora socios de gobierno, Jaime Nebot y Guillermo Lasso, líderes de la derecha guayaquileña, se distancian de él.
Los grandes grupos mediáticos, como parte del poder de trastienda en
Carondelet, intentan posicionar que las protestas son un reclamo
motivado en la pérdida de privilegios. Buena parte de los analistas
políticos buscan imponer la idea de que el
populismode Rafael Correa es lo que llevó al país a esta situación.
Asegurar que las protestas son sólo el resultado de la quita del
subsidio es contar la mitad de la historia. Lo que vive Ecuador es una
crisis de representación. La sociedad no siente que el gobierno esté
actuando en beneficio de la mayoría: una vez agotado el discurso de odio
que viene imponiendo, Moreno no ofrece nada más al país. De hecho, el
empleo se deteriora, los servicios públicos escasean y no hay una
defensa de la soberanía económica ni política. En su incapacidad para
gestionar el Estado, repartió el poder y asumió un rol secundario. Hoy,
Lenín Moreno es la cara visible de un Poder Ejecutivo tricéfalo
repartido entre los grupos económicos, los medios de comunicación y la
embajada de Estados Unidos. La gente en las calles siente que el poder
está, nuevamente, corporativizado. Era esperable que, en este contexto,
exigir un
esfuerzo extradesatara la ira ciudadana.
Moreno pensó que podía seguir exigiendo más esfuerzo a las clases
trabajadoras mientras regalaba recursos a las clases dominantes, como
ejemplifica esta última reforma económica. En 30 meses eliminó
impuestos, amplió los escudos fiscales para facilitar la evasión y
desmontó los aranceles que defendían al país y a la dolarización. En lo
laboral, reduce derechos, busca flexibilizar el mercado y amputar los
mecanismos de regulación. La estrategia de evocar la pesada herencia del
correísmo, que al inicio capitalizó la imagen de Moreno, hoy socava su
credibilidad y su capacidad para gobernar. El presidente, con la excusa
de la corrupción, llevó al país a las antípodas del plan de gobierno de
la Revolución Ciudadana. No es menor que en 30 meses haya dinamitado 70
por ciento de su capital político.
Es equivocado pensar que son protestas para preservar
privilegios. Es la gota que colmó el vaso. La gente sigue saliendo a la calle porque sabe que no existe corresponsabilidad ni justicia en las políticas adoptadas; no hay una justa distribución del esfuerzo y la carga es desproporcionadamente más pesada sobre unos que sobre otros.
La protesta parece que va ganado en calor e intensidad mientras
Moreno ha dicho que no dará marcha atrás. Otros sectores se suman al
paro y el bloqueo de vías es la tónica de todo el país. Un escenario
como el de los años 1997, 2000 o 2005 puede ocurrir si el gobierno no
recula. En cualquier caso, el equilibrio es inestable y lo cierto es que
cualquier cosa puede ocurrir en Ecuador.
* Integrante del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica.
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