León Bendesky
La Jornada
Cualquier arreglo de las
relaciones entre los países es, por definición, de índole subóptima. No
ocurre en un marco de igualdad; el poder se ejerce en diversas
dimensiones, con distintos medios; algunos son visibles, otros no. Esa
es la naturaleza de toda forma de poder, de ahí derivan sus expresiones
más burdas, y también, el extremo al que se quieran llevar las
maquinaciones conspiratorias.
El tipo de acuerdo que conocemos como la globalización se convirtió
en el modelo predominante desde la década de 1980; hoy está en franco
cuestionamiento y, precisamente, en las naciones que son más poderosas
en términos económicos y militares.
Otra cosa son las naciones que están en la periferia de los centros
dominantes, presas en las mismas telarañas de costumbre. Esta cuestión
exige en sí misma una reflexión más detenida.
Estamos en un periodo de recomposición cada vez más palmario que se
extiende por muchos frentes. La reciente reunión del G-20 en Osaka
exhibió a las claras las contradicciones que existen y cómo tienden a
exacerbarse.
En ese entorno, Donald Trump acapara la figura protagónica, con su
particular concepción de sí mismo, del significado del poder
estadunidense y cómo debe restituirse en el mundo, además de exaltar las
habilidades que dice tener como negociador, de las que se precia
públicamente.
La reunión en Japón desplegó la tensión que ha ido urdiendo con los
países que han sido los aliados convencionales desde mediados del siglo
pasado. Pero el mundo ya no es el mismo. Esto es evidente en el caso de
la Unión Europea (UE), cuyos líderes no aciertan en cómo tratar las
nuevas premisas de las relaciones con el gobierno de Estados Unidos.
Aparecen como entidades disminuidas, algunos de sus dirigentes,
pasmados, otros en estado de exaltación. A esto se añaden las enormes
dificultades de la propia UE para formar el gobierno asentado en
Bruselas.
En cambio, en Osaka, amainaron las presiones sobre el gobierno chino
al replantearse las opciones para la negociación comercial, incluyendo
el bloqueo de la compañía de telecomunicaciones Hauwei, que apenas hace
poco había sido acusada de actividades de espionaje. Como dice el dicho:
se necesitan dos para bailar tango.
Con Vladimir Putin el vínculo parece ser de una admiración casi
descarada. Se advierte en la actitud que Trump despliega con él, una
especie de adulación y la envidia que le produce el autoritarismo de su
gobierno. Esta misma inclinación se nota en su trato con Kim Jong-un y
en la condescendencia en el caso del príncipe heredero saudí.
Todo lo demás le merece un cierto desprecio. Así se sitúa ante la
discusión inaplazable a escala internacional sobre el medio ambiente,
las migraciones masivas y la miseria en la que vive buena parte de la
humanidad.
La política se desarrolla como espectáculo, a la manera de Guy
Debord. Eso es lo que estamos presenciando mientras se redefinen las
condiciones de la hegemonía económica y se establecen nuevas pautas
sociales, que ya muestran su naturaleza excluyente. Hay una fachada
democrática, pero que se niega a sí misma por su esencia restrictiva:
nacionalista, xenófoba, autoritaria, siempre de privilegios. Los
políticos están visibles y los ciudadanos somos responsables.
En el entorno subóptimo de un orden (o desorden) internacional, de
hegemonías cuestionadas y, por eso mismo, en proceso de replanteamiento,
hay una cuestión que no debería eludirse y se refiere a la estructura
política que haga posible un nivel sustentable de bienestar y seguridad
para la gente.
Algunos preferiríamos que esto ocurriera, además, en un entorno
amplio de libertades individuales. Eso es cada vez más incierto. Así lo
indican, por ejemplo, los modelos de control social que se asientan por
imposición férrea, como en el caso de China o por aceptación tácita como
en Singapur.
Mientras tanto persiste el tratamiento de parias para los más pobres y
los desplazados o todo aquel que no pueda adaptarse o parezca
diferente.
La incertidumbre se promueve desde el poder como instrumento de
control social. La confrontación se establece como forma privilegiada de
ejercerlo y genera más réditos mientras más burdamente se presente.
Esto sólo puede llevar a un descalabro de proporciones mayúsculas. Es
sólo cuestión de tiempo.
Es un escenario peligroso, sin duda, con una alta dosis de vulgaridad
que no apunta más que a un entorno de conflictos crecientes y que no se
superan luego de la barbarie del siglo XX. Esto habríamos de asimilarlo
a tiempo. No tengo esperanza alguna al respecto.
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