Hay tres cosas que no
podemos evitar consumir para vivir: aire, agua y alimentos. A menudo no
tenemos mucha capacidad de decidir qué aire respiramos ni qué agua
bebemos, pero cada día, al menos tres veces al día en este nuestro Norte
Global, sí tenemos cierto margen para decidir qué comemos. Así que la
alimentación es una de nuestras herramientas más radicales para ser
parte de la solución en lugar de parte del problema. Entonces, si nos
preocupa la sostenibilidad ambiental, la justicia social, el respeto por
otros seres vivos y nuestra salud, ¿cómo debemos comer?
Junto a la
preocupación por alimentarnos bien y respetar los límites del planeta,
está aumentando la inquietud por el bienestar animal, y con ella las
corrientes vegetarianas y veganas. Pero, si nos preocupan el planeta y
sus habitantes, humanos y no humanos, surgen dos preguntas: ¿es
imprescindible olvidarse de los productos de origen animal en nuestra
dieta? ¿Y es suficiente? Desde la perspectiva del movimiento
agroecológico y por la soberanía alimentaria, ambas respuestas son «no».
La soberanía alimentaria defiende el derecho de los pueblos a decidir
sobre su alimentación y sostiene que una dieta ecológicamente
sostenible, socialmente justa y respetuosa con el bienestar animal debe
sostenerse en cuatro pilares básicos: la producción agroecológica, el
consumo local y de temporada, el comercio justo y el de cercanía y una
dieta equilibrada y culturalmente apropiada. Esto incluye el
mantenimiento de ciertos tipos de ganadería y pesca. Veamos más
detalladamente cómo se relacionan estos cuatro pilares con los animales.
La producción agroecológica es aquella que genera alimentos
intentando imitar lo mejor posible el funcionamiento de la propia
naturaleza. Procura sacar el máximo aprovechamiento de los recursos
locales (agua, suelo, trabajo,…) sin comprometer su disponibilidad
futura, lo que no hacen la agricultura y ganadería industriales. En el
ámbito animal, la ganadería extensiva con base agroecológica es aquella
que nos abastece de carne, huevos o lácteos sustentándose en los
recursos naturales locales, no transgénicos, con razas autóctonas y el
mínimo uso posible de medicamentos. Contribuye a la generación de
servicios ecosistémicos y mantiene empleos que sostienen el mundo rural
vivo que necesitamos y queremos. Además, se cierran ciclos de materia y
energía al utilizar los desechos de unos procesos para sostener otros,
como el abono animal para fertilizar los cultivos; y aprovechamos
recursos de los que los humanos no nos podríamos alimentar directamente.
El consumo local y de temporada reduce la dependencia de
energía — generalmente procedente de combustibles fósiles— para el
control de la temperatura y la fabricación de los plásticos en los
invernaderos, el transporte o la conservación de productos. La
proximidad nos permite además mantener un vínculo estrecho con quienes
producen y transforman nuestros alimentos, asegurarnos de que sus
condiciones de vida y de trabajo son justas respecto de la
imprescindible labor que hacen para alimentarnos y pagar un precio justo
por su trabajo. El comercio de cercanía, ya sea en tiendas de barrio,
mercados de abastos, grupos de consumo, mercadillos u otros formatos,
genera más y mejor empleo que las grandes superficies o la compra
online, cuyas empresas no reflejan los verdaderos costes sociales y
ambientales de la producción en los precios.
Por último, una
dieta equilibrada debe estar acoplada al territorio en el que se vive:
es evidente que no puede ni debe comer igual alguien que vive en
Groenlandia, en la Amazonía o en Madrid, pues los alimentos disponibles
en cada ecosistema son diferentes. Si consideramos asimismo las
distintas culturas y maneras de entender las relaciones entre los
humanos y otros seres vivos, surge un abanico de dietas amplísimo. En
nuestro contexto, la cuenca mediterránea, una de las áreas con mayor
biodiversidad del mundo en gran medida gracias a la agricultura y
ganadería preindustriales, tenemos paradójicamente un grave problema
ambiental y de salud pública por el abandono de la dieta mediterránea y
la orientación de nuestra producción agraria a alimentar los mercados
globales.
En cualquier caso, para transitar hacia los sistemas
agroalimentarios que soñamos ecológicamente sostenibles, justos
socialmente y éticos respecto de otras vidas no humanas, desde la
producción hasta el consumo, necesitamos reducir drásticamente el
consumo de productos de origen animal, desterrar de nuestras neveras los
de origen industrial y no dejarnos seducir por las “soluciones mágicas”
como la carne de laboratorio, igualmente demandante de energía y en
manos de la agroindustria capitalista.
En esta línea, el
vegetarianismo y el veganismo pueden ser opciones personales válidas,
pero no debemos olvidar que su sostenibilidad ecológica y la justicia
social asociada dependen del origen y recorrido de lo que se consuma: la
soja texturizada puede ser transgénica, causar deforestación en Brasil,
estar empaquetada en plástico o “cansada” de tanto viajar. En nuestro
contexto mediterráneo, desde la perspectiva de la soberanía alimentaria,
la mejor opción es redirigir nuestro consumo hacia los circuitos
agroecológicos. Entre éstos, la ganadería extensiva de la que hemos
hablado, desarrolla un papel ecológico, sociocultural y económico
importante y es la única alternativa sostenible, justa y posible para el
abastecimiento de productos de origen animal.
Elisa Oteros Rozas, Ecologistas en Acción.
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