Existen distintas formas de corrupción, pero en el último tiempo ésta pareciera asociarse indefectiblemente a la política. Desde la tribuna asistimos al espectáculo cotidiano del desarrollo de las denuncias de corrupción a modo de un reality diario. Probablemente sea un hecho inédito en la historia latinoamericana la presencia simultánea de tantas señales de corrupción, tanto en la información diaria como en los altos índices de percepción ciudadana.
La corrupción no es nueva en la historia latinoamericana, no obstante, la gran diferencia radica en que la corrupción asoma desde regímenes democráticos y no ya de la mano de dictaduras o cleptocracias. La novedad radica en la avidez de la ciudadanía por develar los pormenores del entramado. Paradójicamente es la pasión más anti política que tiene la política, como la más demoledora.
La lucha contra la corrupción forma parte de plataformas electorales, partidarias y gubernamentales. Sin duda es un tema capaz de interpelar a ciudadanos y ciudadanas, de conectar lo individual a lo público, un ‘acceso directo’ entre prácticas políticas y vidas individuales. No hay que olvidar que las relaciones de la ciudadanía para con el Estado y con la política están sujetos a las maneras en que se ‘metabolizan’ los flujos de corrupción que aparecen o son descubiertos, la mayoría de las veces, a través de los medios de comunicación.
En los años ’80 los proyectos de austeridad económica pusieron sus ojos en los gastos e inversiones estatales. Además de la auditoría, eficiencia y transparencia fueron dos términos relevantes para observar el desarrollo de la inversión pública y monitorear el ‘despilfarro’ de empresas estatales. Pero no eran dos palabras ‘descolgadas’ sino que integraban una mirada sobre la sociedad y sobre la administración pública. Era posible lograr una sociedad y un Estado transparentes, y todo ello afirmándose en una propuesta moralizadora (¿o moralizante?). La globalización introdujo la transparencia como un mandamiento de la posmodernidad en el modus operandi de la administración pública. La moral anti despilfarro se vinculó a la moral potente y milenaria del “no robarás”, lo cual le otorga una fortaleza simbólica y performativa.
La globalización y las propuestas neoliberales lograron una profunda hegemonía planetaria desde los ochenta hasta hoy. De la misma manera que se universalizaron los derechos humanos en las agendas de conservadores, liberales y progresistas, también lo hizo esta moral anti despilfarro, que resituó a la corrupción no sólo en su condición ilícita (cuestión que podía encontrarse desde hace décadas en los códigos civiles y penales), sino en un atentado a las vidas y morales individuales. Por ello, era necesario introducir nuevos sistemas de transparencia, para impedir que un sólo billete del Estado terminara financiando de manera ilegal a personas, partidos o empresas.
Ante ciertos actos de corrupción se activan esos universos morales que calibran las miradas de los ciudadanos y ciudadanas con respecto al Estado y la política. En momentos de crisis o de grandes exigencias de austeridad los hechos de corrupción asumen una valencia simbólica muy relevante, como lo son en momentos de fuerte polarización. Nadie quiere ser robado y el robo constante –o la percepción o sensación del mismo– amplifica las desconfianzas sobre la política y el sistema de partidos. Por lo tanto, la reiteración de actos de corrupción dinamita el mundo partidario y lo abre a propuestas de regeneración, moralistas, religiosas o punitivas. La moral anti corrupción puede promover el acceso al poder de oposiciones, pero cuando todo el sistema político está atravesado por la corrupción se producen contextos donde se  refuerzan liderazgos políticos ‘transparentistas’, ‘honestitas’, sanadores y algunos con gestos políticos que ponen en duda el Estado de derecho.

I

La corrupción política no sólo es una “inmoralidad” o el ilícito de algún funcionario estatal o partido político. También es una manera en que muchas veces los partidos gubernamentales y opositores ‘recaudan’ dinero –a través del mismo Estado si esos partidos son parte del Gobierno, o de favores que le otorgan a empresas– para financiar campañas, militancias, etc. Es, principalmente, una manera de construir un vínculo político-económico entre partidos y el Estado, así como entre éstos con los empresarios.
Los debates políticos o mediáticos exploran a la corrupción como un acto ilícito o inmoral y pocas veces lo piensan como un vínculo donde no sólo se articulan favores, dinero y/o tráfico de influencias, sino que son parte del universo de mediaciones que integran la toma de decisiones políticas.
Una de las cuestiones centrales es la financiación de los partidos políticos. Los partidos suelen ‘recaudar’ a través de coimas que cobran empresas a las que ayudan a ganar licitaciones; a través de una parte de los subsidios que el mismo partido gubernamental otorga a las empresas; o a través de la utilización (particular o partidaria) del dinero público. Las formas establecidas de acceso a la financiación privada de los partidos políticos son un territorio poco legislado o poco regulado en América Latina. Está claro que la financiación estatal –en momentos de austeridad económica– para los partidos es menor que aquellas que pueden brindar las empresas para los partidos políticos. Sólo los partidos gubernamentales pueden establecer formas recaudatorias aprovechando las bondades estatales, su capacidad de generar negocios y su vínculo con empresas proveedoras de servicios o relacionadas con la obra pública.
Son épocas de partidos políticos pobres. Las formas de financiación de los partidos políticos han variado. El aporte estatal y de sus afiliados han entrado en severas reformulaciones. Ya no hay Estados con capacidad de financiar la dinámica política, ni grandes y apasionadas energías militantes que puedan sostener con su trabajo o con sus finanzas individuales los emprendimientos partidarios.
Pero, más allá de las maneras de recaudación de los partidos y de los funcionarios gubernamentales –tanto para sus propios patrimonios como para sus propuestas partidarias–, la corrupción política termina estableciendo tramas de poder muy precarias ya que se sostiene en una propuesta de rentabilidad mutua. El partido ‘destraba’ sus necesidades financieras o presiona con dinero de ciertas empresas a sus propios legisladores para votar una u otra ley, y las empresas logran licitaciones en la obra pública o subsidios para el desarrollo de determinados servicios.

II

El historiador Loris Zanatta considera que la corrupción es una excelente epopeya fundacional con la potencia de investir al neoliberalismo de valores morales, pero en Latinoamérica no hay quien lo encarne. El ethos cultural hispano y católico oscila entre lazos patrimonialistas y corporativistas que se expresan como conservadurismos y populismos, respectivamente[1]. Desde hace algún tiempo algunas derechas han intentado –sin éxito– presentarse en su versión liberal y demócrata desde discursos meritocráticos. Los discursos han sido efectivos a la hora de instalarse en la opinión pública, sin embargo, el tópico se salió de control hasta fagocitarse a sí mismo. Si la apelación a la corrupción demostró ser capaz de tumbar gobiernos y ganar elecciones, también demostró su efecto búmeran capaz de volverse en contra de los propios paladines de la transparencia, quienes se toparon con un límite tangible: la economía.
La principal paradoja es que una de las razones por las que se cree que la corrupción afecta derechos básicos de las personas es que las priva de mejoras que sus gobiernos deberían realizar en áreas como salud, educación o transporte con el dinero desviado en coimas. Sin embargo, hasta el momento, los discursos anticorrupción no lograron traducirse en una economía más eficiente.
La espectacularización de la corrupción ocupa el rol protagónico en la construcción de posverdad, retroalimentándose de indicios que, sin ser necesariamente verificados, ganan validez en los imaginarios, moviéndose en el mundo de las apariencias, de las emociones y las pasiones. El veredicto es dado por los mismos periodistas que no esperan los tiempos judiciales, sino que actúan con total parcialidad, convirtiéndose en jueces con capacidad de sanción –al menos simbólicamente–: juzgan a distintos personajes frente a la opinión pública.
Sin duda su herramienta más novedosa es la judicialización de la política, la cual altera las reglas de juego, aun a costa de debilitar los límites del debido proceso. Si bien el discurso de la corrupción se apoya en los índices de distintas organizaciones, las modalidades de la justicia latinoamericana violan cualquier protocolo del ongeísmo internacional. La discrecionalidad de los poderes judiciales del hemisferio sur los lleva a evitar aplicar condenas a ciertos representantes del poder político o económico, en parte, gracias a recursos legales como la figura del ‘arrepentido’ o de la ‘delación premiada’. Estos hechos también son de público conocimiento y teatralizan la impunidad, desvaneciendo todo rastro de ilusión republicana en la ciudadanía.
Ante la representación pornográfica de la corrupción sólo emerge la despolitización, que, en definitiva, termina erosionando no a un Gobierno sino al consenso en torno a la democracia para redundar en una mayor apatía. Si bien la corrupción podría haber servido de mito refundacional capaz de investir de valores al neoliberalismo latinoamericano, no se trata de una receta infalible dado que, como se ha visto en México, puede favorecer a candidatos que se presentan como una alternativa progresista, o contribuir a la construcción de la imagen heroica del líder que enfrenta el martirio, como en el caso de Brasil.

III

Los escándalos vinculados a la corrupción erosionan a la política, al sistema de partidos y a los partidos que tienen entre sus filas funcionarios corruptos. En momentos electorales o pre electorales los hechos de corrupción han dinamitado trayectorias partidarias o han provocado la caída de algunos puntos de algunos candidatos.
La corrupción política es una práctica de recaudación y construcción de poder pero también entraña una gran debilidad y desgaste cuando se introduce en el escenario público y mediático. Se ha transformado en un lenguaje de la construcción de poder, como un lenguaje en las campañas electorales y en los debates, que tiene poder performativo. Construye sospechas, reorienta las atenciones y reconfigura las expectativas. En un mundo frágil, sometido a la incertidumbre y con grandes crisis económicas, la noticia de corrupción se incorpora a la vida cotidiana como un fracaso del universo político, como un desengaño y como una ruptura de esa expectativa que los ciudadanos y ciudadanas colocan en sus representantes. La corrupción se introduce en un vínculo representativo sospechado, asediado y convulsionado por electores volátiles que ponen más atención a sus vidas cotidianas que al espacio público. La política se presenta a estos individuos como ese ‘servicio’ que falló. Cada acto de corrupción conocido funciona como un “estado fallido” (micro) y va minando expectativas individuales, que en determinadas coyunturas sus reclamos son orientados por diversos partidos.
En América Latina han surgido partidos anti corrupción, regeneracionistas y otros que han incorporado como un eje clave el combate de la corrupción. Han interpelado flujos subjetivos que son parte del proceso de individuación posmoderno, por los que cualquier acto de corrupción desde el Estado o desde los partidos reactualiza imaginarios y culturas políticas relevantes en nuestro continente, como las liberales. La corrupción gubernamental es percibida en su capacidad de daño al individuo, de robo o de ruptura de confianza.
Los partidos están ante grandes dilemas en esta época posmoderna: por un lado, dotar de confianza a la política y, por otro, nutrirse de referencias simbólicas para que los individuos se acerquen todo lo posible a las propuestas partidarias. Si la corrupción prospera esos dilemas se expresarán en catástrofes vinculares, por lo que ni las izquierdas ni las derechas, ninguna, está a salvo de la posmodernidad.