Uruguay
Detonante
Como
era inevitable los reclamos planteados en Durazno alrededor de la
cuestión agropecuaria han disparado enfrentamientos ya conocidos y
rastreables a través de los partidos políticos.
Aunque sea con
otros enroques, es indudable que se ha manifestado la puja
interpartidaria. Hay incluso pasajes del documento final (“Un solo
Uruguay. Proclama y propuesta”) que la abona, como referirse a
“ideologías absurdas” o a “razones ideológicas de otros tiempos” en
obvia referencia al entramado ideológico del Frente Amplio Encuentro
Progresista Nueva Mayoría (en adelante FAEPNM). En ese aspecto, un
cierto apoyo de Unidad Popular al encuentro rompe tales simetrías porque
ese agrupamiento, escindido del FAEPNM, se reivindica aún más puro
heredero de esa “ideología de otros tiempos”…
Pero no es la puja ni la chicana político-partidaria lo que importa de lo acontecido el 23 de enero en Durazno.
A
mi modo de ver, lo sustantivo es en primer término el afloramiento
social de una crítica a la política del gobierno, algo sin precedentes,
socialmente hablando con el FAEPNM y –lo más relevante− no tanto la
crítica que ha salido a la luz sino el perfil de la crítica ausente.
Porque de los Reclamos solo queda claro que los movilizados del 23/1 han
percibido el achique de sus ingresos y ganancias. Los que “la hacían
con pala” advierten baja en la tasa de ganancias; los que pelechaban con
lo justo, están cada vez más ahorcados, pasándola insoportablemente
mal.
El documento final centra su crítica en el estado manirroto e
ineficiente con que cuenta el Uruguay, y cómo esos rasgos se habrían
acentuado, precisamente con el FAEPNM que se supone venía a no repetir
los desgobiernos blanquicolorados sino a ejercer un gobierno más
racional, técnico y más justiciero y con mejor tonicidad democrática.
Los
sucesivos gobiernos frenteamplistas han cometido demasiados errores
para no percibirlos como una política. Como sus aciertos. Ha habido, por
ejemplo, una persistente política de inclusión social, que ha permitido
mejorar niveles de vida de algún sector de la población; para lo que se
ha valido de blanquear ingresos, lo que ha permitido, con lo recaudado
extender prestaciones. Buena parte de los aciertos de esa política ha
sido fruto de una coyuntura de buenos precios para commodities producidas en el país.1
Pero esa bonanza que desde 2014 se ha ido haciendo cada vez más
precaria y reversible, ha sido acompañada por su contracara. Como todo
pacto con Mefistófeles, tenía un reverso: creciente satelización de la
economía del país, creciente contaminación, creciente extranjerización
de la tierra, creciente expulsión de población rural, aumento sostenido
de empleos públicos como reiteración de una trama cultural del país; la
de hacer “la fácil”. Por algo Benedetti designó a nuestro país como “la primera oficina pública elevada al rango de república.” En este aspecto, el FAEPNM apenas continuó al batllismo, en todo caso superando sus marcas.
Entendemos
que los grandes fiascos de SOYP-FRIPUR, PLUNA, la gasificadora,
Aratirí, para mencionar apenas las más recientes, más la hipoteca de
soberanía que significa la entrega de zonas francas o la concesión a
papeleras, no hacen sino proseguir una política que nos viene de
“afuera”, que no inició el FAEPNM, pero que continuó y acentuó. Una
política pautada desde el centro planetario ante el cual hemos sido
sumisos y sin chistar (algo que podría parecer paradójico pensando en el
origen del FAEPNM. Pero solo parecer).
Por algo el Financial Times hace pocos años designó al ministro Danilo Astori como el “mejor ministro de Hacienda del mundo entero”.
Más allá de lo llamativo que semejante designación se la lleve el
ministro de un estado con las dimensiones económicas mínimas del
Uruguay, lo cierto es que eso revela lo conforme que ha estado el gran
capital globalizador2 (en adelante, globocolonizador) con nuestro país y el papel modélico que le asigna.
Sin
negar que la queja del 23/1 contra el estado despilfarrador sea
comprensible y correcta, lo que falta es la crítica, no a la
superestructura estatal sino a la política económica. Que sigue punto
por punto lo que decide e impulsa el consorcio globocolonizador.
Ese poder mundializado opera con redes transnacionales “asesoras” y “lazarillos” como el BM, la OMC, el FMI, la USAID.3
Y los estados nacionales más acordes o más integrados con esa
globocolonización y los que con su legislación la llevan adelante,
constituyen, a nuestro entender, un eje supracontinental; EE.UU., Reino
Unido e Israel. Todo ese conglomerado de fuerzas, estrictamente
organizadas, tiene diversas entidades operativas, como el USDA (Dpto. de
Agricultura de EE.UU.), la FDA y la EPA, entidades reguladoras de ese
mismo origen, y la red de laboratorios que han pasado a ser primordiales
en los nuevos modelos agrícolas, como Monsanto, Bayer, Syngenta, Nidera
y pocos más.
Las herramientas del enemigo no permiten hacer camino amigo
El
llamado del 23 de enero arrastra una dificultad originaria y es
elaborar un planteo, crítico, con las ideas contra las que precisamente,
al menos algunos, quieren rebelarse. Pensar con categorías prestadas
justamente del pensamiento globocolonizador. Algo que inevitablemente
embarulla (claro que eso puede responder a motivos muy diversos,
contradictorios entre sí: algunos bien pudieran querer seguir usando el
“diccionario” de la agroindustria rampante porque no tienen ningún
interés en abandonarla y toda la fricción proviene de ver menguada su
otrora altísima rentabilidad que reclaman recuperar; otros, en cambio
están movidos por el endeudamiento y la desesperación).
Vayamos a
ejemplos para evaluar estas escaramuzas semánticas. El uso del concepto
de "agricultura inteligente". Es una consigna acuñada por la
agroindustria y los emporios del "último grito tecnológico" con el que
se quiere significar, aunque no se lo diga expresamente, que la
agricultura, que lleva milenios, ha sido hecha por gente no inteligente.
Campesinos.
Como si el campesinado no hubiese tenido
inteligencia. Como si hubiera podido desarrollar la agricultura que
conocimos hasta mediados del siglo XX sin inteligencia. Como si los
injertos, las rotaciones, los cruzamientos, el control biológico de
plagas, el conocimiento de siembras, cultivos y cosechas, el de las
fases lunares, el ciclo de las estaciones, se pudiera haber hecho
tontamente, sin conocimiento, sin racionalidad, sin ciencia, en suma.
Hay
un desprecio tácito hacia el conocimiento campesino en las “cocinas
ideológicas” del actual centro planetario. Por eso prosigue una campaña y
un empeño campesinicida, en nuestro tiempo. Aterciopelado en la
modalidad uruguaya, mucho más rústico y militarizado en el Paraguay, y
en muchas regiones africanas o del sudeste asiático.4
Mencionar
algo tan atroz, como un campesinicidio merece una explicación. Aunque
no se diga la verdadera razón, el motivo del gran cambio en los usos y
costumbres agrícolas y ganaderos que caracteriza nuestra
contemporaneidad −que nos permite decir que hay más diferencias en su
ejercicio entre lo que se hacía un siglo atrás y hoy que lo que se hacía
en milenios anteriores hasta hace menos de cien años− obedece no tanto
al alegado progreso y superación de ignorancias que toda propaganda
institucional nos insufla, sino a la autonomía rural, ésa que permite
que un ser humano pueda alimentarse por sí mismo o con intercambios
locales. Una autonomía que conspira contra el mercado global a través de
las góndolas, articulado con los desarrollos tecnocientíficos.5
Otro
ejemplo: cuando se alcanza la capacidad tecnocientífica para reconocer y
operar e incidir en genes con diferentes agentes modificadores, se
habló, lógicamente, de "ingeniería genética". Es lo que fue prosperando
entre las décadas del '70 y del '90, cuando finalmente esta disciplina
arriba a los alimentos. Entonces, se advierte la resonancia seca,
rechazable, de lo ingenieril aplicado a alimentos, a vegetales o
animales que habrán de ser presentados, y embellecidos, en las góndolas.
Y con los debidos asesoramientos de Public Relations
se rebautiza la ingeniería genética como biotecnología. Aunque su
significado sea mucho menos exacto. Porque la humanidad se valía de
recursos biotecnológicos desde tiempo inmemorial: todos los fermentos,
los hongos, las levaduras, los mohos con que la humanidad aprendió a
hacer vinos, panes, cervezas, quesos, como el roquefort, emplean
procesos biotecnológicos. Pero no transgénicos, claro.
Pero el
USDA, Monsanto y demás piezas del conglomerado globocolonizador
usurparon esa denominación como propia, por cuestiones de imagen.
La agroindustria no nos lleva al paraíso sino al despeñadero planetario
Lo que hay que entender es que los titulares de la autoproclamada
"agricultura inteligente", los partidarios del uso de biotecnología
(biotech) son los titulares de la "agroindustria".
La
agroindustria pretende ser una forma de "modernizar" la agricultura.
Ostenta lo que brilla, no su contracara. Escamotea que hay una cierta
irreductibilidad entre lo industrial, fabricación de productos inertes, y
el cuidado de seres vivos. No es lo mismo atender ladrillos que peces o
tomates. Hay semejanzas, claro, pero la calidad de viviente es una
diferencia cualitativa para tener en cuenta.
Con la agroindustria se acentúa lo industrial y languidece lo agrícola o agricultural.
¿Sobre
qué basa su fuerza de persuasión lo agroindustrial? En los rendimientos
a gran escala. El primer diseño de ingeniería genética para alimentos
programada por el USDA (mediados de los ’90) fue “para las praderas norteamericanas y las pampas argentinas” (textual, en el Hudson Institute).6
La
agroindustria se basa en dos aspectos decisivos e íntimamente
relacionados: 1) ahorro de mano de obra y 2) uso irrestricto de
plaguicidas y de “fertilizantes” químicos (que justamente por su uso
intensivo devienen también agrotóxicos; las aguas de nuestros ríos son
el más claro aunque mudo testigo.)
En este punto se revela la
sabiduría de los tercos campesinos de la India de la década de los ’60
que reseñamos en la nota 1. Cuando Rachel Carson, bióloga
estadounidense, escribe Primavera silenciosa (1962), estaba
advirtiendo, finalmente, el resultado de soluciones sobre la base de
muertes generalizadas: la de los pájaros (y de la minifauna que los
nutría).
Luego de ese sucinto recorrido planetario, volvamos al Reclamo del 23 de enero.
Significado de la supresion “moderna” de la mano de obra
En
Uruguay se habla de “pequeños productores” agrarios como titulares de,
pongamos, 500 ha. Es la más feroz comprobación que más allá de las
chácharas campesinistas del FAEPNM (como las de la vicepresidenta Lucía
Topolansky), estamos inmersos en la agroindustria. Que se va “comiendo” a
los productores pequeños, a los campesinos. Que en el mejor de los
casos los renta y en el peor, los despoja y arrumba en los cordones
periféricos urbanos.
El proceso de agroindustrialización es un
proceso donde “el pez grande se come al chico”. Porque basa su
rentabilidad en los grandes números. Las grandes extensiones
uniformizables (el campo uruguayo, acuchillado, no se presta por cierto
tanto como las pampas argentinas, pero igual, algo se logra…).
Ese
aumento de escala y de aparente productividad externaliza los
verdaderos costos planetarios, ambientales: la contaminación, cada vez
más generalizada. El patético asunto de nuestras aguas debería ser un
buen punto de referencia. ¡Y eso que todavía no hemos entrado en la
espiral de contaminación progresiva e incontenible con la “tercera
celulosera”!
¿Por qué el Uruguay tiene los índices más altos de
cáncer en el continente americano? Junto con EE.UU. y Canadá (en ese
patético primer grupo están, fuera de las Tres Américas, prácticamente
toda Europa Occidental y Australia). Esa franja primera se constituye
con países que tienen más de 243 enfermos por cada cien mil habitantes
por año. Una segunda franja, constituida en América por Argentina y
Brasil y que tiene otros países como Rusia y Polonia, se establece con
quienes tienen una tasa de cánceres entre 172 y 243 casos por cada cien
mil hab.
Sin embargo, en los índices de mortalidad por cáncer la
situación de Uruguay empeora: en el grupo con los índices más altos solo
queda un país americano: Uruguay (junto con Rusia, Polonia, Turquía y
otros, por encima de 116 muertos anuales por cada cien mil habitantes).
Los otros dos países americanos que señalábamos con la mayor tasa de
casos de cáncer, se sitúan un escalón más bajo, junto con Argentina y
Brasil; entre 100 y 116 muertos por cada cien mil habitantes. Hay otras
franjas con tasas de mortalidad menores: una con muertes entre 90 y 100,
donde se sitúa Bolivia, Suecia, Noruega, Australia, etcétera. Y otra
franja de menor tasa de mortalidad (entre 73 y 90) donde se sitúa
Venezuela y Finlandia, por ejemplo.7
Más
grave, si cabe: ¿Por qué Uruguay tiene la tasa de suicidios más alta de
las Américas (a la par de Cuba)? En tablas mundiales anda por el
vigésimo puesto entre los cien estados que declaran cifras al respecto.
Existen estudios que asocian suicidios con ciertos grados de
contaminación por agrotóxicos que afectan nuestros cerebros. Otra
hipótesis sombría: la plombemia, reconocida en un sector tan amplio de
la población uruguaya, también podría estar relacionada.
La escala y la disponiblidad territorial
Los commodities,
como eje productivo, necesitan de grandes extensiones. Así mirada,
Argentina o Brasil tienen potencialidades (aunque también en esos casos,
los costos y pasivos ambientales aumenten proporcionalmente).
Pero
no es el caso nuestro. En ese sentido, la apuesta a la agroindustria
tiene, para nuestro país, patas cortas. Porque no sólo se contaminan los
suelos y todos los seres vivos que sobre (o dentro de) él vivimos, y lo
hace con relativa velocidad, sino porque el suelo del Uruguay es
limitado… 16 millones de ha.
Por eso, una apuesta que procure ser realmente inteligente tendería a lo que en economía hoy se llaman specialities y no commodities.
Porque las specialities sí
tienen un mercado seguro, creciente y bien pago. Así como ha ido
entrando en crisis la comida chatarra, la comida rápida y demás
versiones gastronómicas made in USA, análoga y
correspondientemente crece un movimiento a favor de la comida saludable
(p. ej. búsqueda de dietas sanas, demanda por alimentos orgánicos, la
moda del slow food). Europa está ávida de esos alimentos. Y no sólo Europa (la salud, diríamos, está ávida).
Y
Uruguay tiene, al menos tenía, uno de los territorios mejor irrigados
del planeta. Con lo cual, si evitáramos descalabros y atrocidades como
las producidas por la contaminación agroindustrial, tendríamos
potencialidades óptimas.
Ya lo explicó el agrario orgánico César Vega, que plantando ajos en apenas una centésima del área que se usa para commodities
se podía obtener más dinero (y mejores cultivos). Pero, para ello, hay
que trabajar. Y ésa es una dificultad para un país adormecido con
dólares y electrodomésticos, reales o ilusorios.
Papel ausente del estado
Como
algo lacerante tenemos el episodio en la cuenca del Canelón Chico de
hace un año, en Sauce: un agroindustrial derramando ponzoña por toda la
región, arruinando cultivos para el consumo local. Y cómo esos
agroindustriales, que probablemente en su país de origen pudieran tener
alguna dificultad para seguir contaminando, aquí con “el estado bobo”
que deja y deja y deja hacer, no tienen problema en reincidir: acaba de
ser denunciado un segundo episodio con similares características, con
los mismos actores haciendo el daño, con los mismos agrotóxicos; sólo se
han renovado las víctimas y apenas el escenario; ahora en Mangangá,
Tala (informe de Tania Ferreira y Betania Nuñez).
El nervio motor
que une a la agroindustria con la contaminación y la difusión fuera de
control de enfermedades graves pasa por la difusión de agrotóxicos y por
la escala.
Con la gran escala, se pierden los cuidados, se
pierde la noción de los tachos con agrotóxicos (o con restos de), por
ejemplo, se hace muy difícil “cuidar los desechos con respeto” (Mae-Wan Ho), reabsorberlos cuando son reabsorbibles, hacerse cargo de lo irrecuperable y darle un destino aceptable.
La
gran escala constituye una escuela de irresponsabilidad, de pagadiós;
que la naturaleza se haga cargo. Sabemos que no es cierto. Que eso
significa lisa y llanamente contaminarnos.
¿Cómo afrontar los mensajes masivos que nos invitan al consumo inmediato y permanente, como si el dinero fuera maná?
Apostar a las specialities
significa trabajar. Trabajar con las manos, con empeño. Pero, sobre
todo, con conocimiento. Reemprender el cuidado de los suelos implica
recuperar los estudios agronómicos que muestran qué plaga es espantada
por cuál aroma, qué especie es predador benéfico de plagas nuestras…
Sobre todo eso hay mucha cultura acumulada (hoy en día en vías de
desaparición, porque los laboratorios resuelven “todos” los problemas
con agentes químicos, salvo los problemas que ellos han generado:
enfermedades nuevas, debilitamiento de la riqueza biológica de los
suelos, extinción masiva de especies, pérdida de biodiversidad,
alteraciones climáticas, malformaciones congénitas.
Nuestra
apuesta, pensamos, debería ser, contar con menos dólares y aprender a
vivir con menos enfermedades. Preparados –como sociedad− no estamos.
¿Dispuestos?
Notas
1
Pese al rechazo terminante de todo parentesco entre kirchnerismo y
vazque-mujiquismo que se observa en Uruguay, los recientes gobiernos
simultáneos del Plata han aprovechado la misma coyuntura de buenos
precios internacionales de commodities, impulsados desde el centro planetario, para sus respectivas políticas distribucionistas… coincidentes.
2 En francés a la modalidad económica actual, dominante, se la denomina mondialisation. Entendemos que el ajuste semántico de Frei Betto mejora la comprensión del fenómeno: globocolonización.
3
En la periferia los análisis suelen distinguir organizaciones
supranacionales como la OMC o el BM de organizaciones directamente
estadounidenses como USAID. Pero los manuales del centro planetario no
hacen tan “innecesarios” distingos.
4
En la década del ’60, cuando irrumpen los plaguicidas químicos, los
grandes laboratorios líderes enfilaron sus baterías hacia la India, uno
de los países con mayor cantidad de campesinos de todo el mundo. Y se
tropezaron con inesperada dificultad para colocar sus soluciones
“maravillosas”: que los campesinos, se negaban a querer matar a los
insectos que predaban sus cultivos. “Un 10% de lo que producimos es
para ellos”, alegaban. Los promotores de la solución tóxica a la
presencia de insectos y plagas en general trataban de persuadir que lo
mejor era quedarse también con ese 10%. Claro que no tomaban en cuenta
para esa ganancia extra, el costo que habría de salirle a los
campesinos la compra y la administración de tales venenos. Ni hablar
del costo social, sanitario, ambiental, que hace medio siglo no
estimaban ni los laboratorios ni el estado ni los políticos… (cit. p.
Frances Moore Lappé y Joseph Collins, L’industrie de la faim, 1977).
5
Que tiene por cierto su contracara; el consabido y opresivo peso de
lo tradicional. Esa difícil dialéctica que nos permite ver a la vez lo
progresivo y lo regresivo en una misma situación.
6
Al capital mundializado le importa poco diferencias nacionales,
fronteras de soberanía y esa batería de leyes nacionales “obsoletas”…
Por eso diseñaron un modelo agrícola para –simultáneamente− EE.UU. y
Argentina. Que entonces hubiera un presidente argentino partidario de
“las relaciones carnales” facilitaba, claro, el ensamble…
7 http://www.bbc.com/mundo/noticias/2016/02/160203_cancer_graficos_impacto_men
No hay comentarios:
Publicar un comentario