Hace
varias décadas que los movimientos sociales tienen en la mira a las
corporaciones transnacionales, su injerencia en la gobernanza global y
sus abusos de poder. Los sectores de la minería, petróleo,
agro-alimentación, farmacéutica, finanzas, están entre los grupos que
más son objetos de monitoreo, crítica y movilizaciones. Un logro
importante al respecto es la decisión del Consejo de Derechos Humanos de
la ONU de crear un instrumento internacional vinculante para las
corporaciones transnacionales y otras empresas con respecto a los
derechos humanos.
No obstante, la actuación en este plano suele
pasar por alto a las corporaciones globales de Internet, tal vez porque
se las ve como más “amigables”, por la utilidad de sus servicios en la
vida cotidiana. Toda vez, desde hace una década, este sector es uno de
los de mayor crecimiento y concentración monopólica, con nuevas
dinámicas capitalistas, cuyo epicentro se ubica en Silicon Valley
(California). Sus principales protagonistas, --Google, Facebook,
Amazon, Paypal, Uber, Microsoft y similares--, extienden sus operaciones
hacia cada vez más áreas de la economía y la sociedad, donde forman
alianzas con otros sectores transnacionales, como parte del rápido
proceso de transición hacia un nuevo paradigma tecnológico, que va a
revolucionar nuestras sociedades, para mejor o para peor.
En toda
la historia, la innovación tecnológica ha permitido a las sociedades
humanas mejorar sus condiciones de vida. Pero cuando el control de
estas tecnologías se concentra en pocas manos, ellas se suelen convertir
en herramientas para controlar a la sociedad misma, consolidando el
dominio de determinados grupos de poder. Es particularmente el caso
cuando se trata de tecnologías aptas para la organización social a gran
escala, como sucede con las tecnologías digitales. En manos de la
ciudadanía o de sistemas públicos bajo control democrático, podrían
traer grandes beneficios; pero la tendencia dominante es a la
privatización.
Por ejemplo, las actuales tecnologías de
vigilancia, con cámaras, sensores, etc., no solo sirven para precautelar
la seguridad de un lugar determinado. Al arrojar datos que permiten
identificar a las personas (lectura de iris, reconocimiento de caras), o
vehículos (lector de placas), otorgan a quienes almacenan estos datos
el poder de rastrear los movimientos y el comportamiento de las
personas. En ausencia de un marco adecuado de protección de derechos,
son susceptibles de ser utilizados para otros fines, como la publicidad
dirigida (según lo que uno mira en los almacenes), la discriminación
(por ejemplo para solicitar un empleo) e incluso el hostigamiento o el
chantaje[1].
Estas
redes digitales inteligentes cuentan con ciertas características que
las distinguen de tecnologías anteriores y que son justamente lo que
favorece la concentración de poder. Primero, el “efecto red” (o sea, la
concentración de usuarios en torno a las plataformas más populares)
favorece a las empresas más grandes que forman monopolios, absorbiendo o
eliminando la competencia.
En segundo lugar, la capacidad de
estas redes de obviar el tiempo y la distancia permite que sean
controladas en forma remota. El individuo que interactúa con su aparato
tal vez encuentra más variedad de opciones que con tecnologías
anteriores; pero solo puede escoger entre las que el centro de poder
remoto le permite. Cuando son comunidades que cedan poder de decisión a
estos centros remotos, el problema es mucho mayor. En todo caso, como
primera condición, implica entregar a estas empresas el conjunto de
datos generados, ya que constituyen su principal fuente de
enriquecimiento (especialmente con la venta a anunciantes), pero sobre
todo son la materia prima de los sistemas inteligentes que requieren
alimentarse de enormes cantidades de datos a procesar y analizar.
Un
tercer factor es que estas tecnologías inteligentes cada vez más llevan
controles activos incorporados en su sistema mismo, como los
algoritmos, que la mayoría de veces son opacos al usuario, y cuya
programación tiende a favorecer los intereses de sus dueños. Con la
diversificación vertiginosa de aparatos que contienen sistemas
inteligentes, cuya explosión veremos en la próxima década, este problema
se multiplicará casi infinitamente.
Control corporativo
Todo
ello está ocurriendo, a escala mundial, principalmente bajo iniciativa
de estas grandes corporaciones y en función de su propia visión del
futuro, y ello prácticamente sin aportes desde una óptica de defensa del
interés público, y mucho menos supeditado a mecanismos democráticos de
decisión o escrutinio. Podría ser un problema manejable si se tratara
de una función limitada, como la comercialización digital o los
servicios de chat. Pero va mucho más allá, a medida que se abarcan y
transforman sectores enteros –de transporte, educación, agricultura– o
incluso comunidades enteras, como es el caso de las llamadas “ciudades
inteligentes”.
En efecto, con la transformación de urbes en
“ciudades inteligentes”, se trata de construir enormes sistemas
cuasi-públicos, pero generalmente bajo control corporativo con fines de
lucro, para administrar los flujos de tráfico, los sistemas de salud y
de comunicaciones, la red eléctrica, el agua potable…. Un sinfín de
funciones antes administradas, o por lo menos reglamentadas, por las
autoridades públicas. Su ventaja sería mejorar la eficiencia y reducir
costos. Su peligro potencial: la falta de control democrático y de
garantías de derechos; además, los datos que se recopilan para optimizar
la operación muchas veces quedan como propiedad de la empresa, y no son
devueltos a la ciudad. Generan, además, vulnerabilidades cuando, para
ahorrar costos, la empresa no invierte lo suficiente en mecanismos de
seguridad de los sistemas y datos.
En distintos sectores de
intervención social surgen diferentes expresiones de esta problemática,
que será muy difícil de enfrentar en forma aislada. Para solo nombrar
brevemente algunas: en lo laboral, la automatización que se ha visto en
la industria se va a extender a sectores de servicios, con un impacto en
el empleo también de sectores medios; con la “agricultura
climáticamente inteligente”, los agricultores se volverán aun más
dependientes de las grandes empresas, como Monsanto (que ahora se
fusiona con Bayer) que está haciendo grandes inversiones en sistemas de
datos e inteligencia artificial (en alianza, entre otros, con la Bill
Gates Foundation). En transporte, los carros de auto-conducción ya
están en la fase de experimentación en calles y carreteras; pronto serán
los buses y camiones.
Si hasta ahora se destacan las tecnologías
digitales principalmente en la comunicación, dentro de poco abarcarán
casi todas las áreas del quehacer humano. De mantenerse bajo el
parámetro de control corporativo transnacional, será muy difícil
enfrentarlo en forma aislada desde cada sector. No es que estas
tecnologías sean malas en sí: al contrario, manejadas por las
comunidades humanas, podrían traer grandes beneficios. El reto es cómo
recuperar este control, algo que difícilmente se podrá lograr con luchas
dispersas o solo en el plano nacional. Requiere un abordaje global y
multisectorial, donde uno de los factores ineludibles es cambiar el
régimen global de gobernanza de Internet. Pero queda poco tiempo para
emprenderlo[2].
Sally Burch
es periodista de ALAI. El presente artículo se basa en aportes de los
debates en curso en el proceso del Foro Social de Internet y la
Coalición Just Net (justnetcoalition.org).
Artículo publicado en la edición 517 (septiembre 2016) de la revista América Latina en Movimiento de ALAI, titulada “El poder transnacional y los nuevos TLCs”. http://www.alainet.org/es/revistas/517
[1]
Se han reportado, por ejemplo, casos de hostigamiento utilizando
vigilancia tecnológica, por parte de Monsanto, contra agricultores en
EEUU que no quieren usar sus semillas y agrotóxicos. Ver por ejemplo:
BIN report, Farmer Who Defied Monsanto Mafia Beaten Down: Stalked, Terrorized, Ruined http://bit.ly/2cd5zKp
[2] Uno de los espacios que se propone abordarlo en forma amplia es la iniciativa del Foro Social de Internet (www.internetsocialforum.net).
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