El viernes por la
mañana, por órdenes del juez de primera instancia Vallisney Oliveira,
de Brasilia, fueron detenidos en la capital cuatro integrantes de la
Policía del Senado. Se trata del órgano encargado de la seguridad y
servicio de inteligencia, inclusive, de los legisladores. Entre los
arrestados está el jefe de la corporación, Pedro Ricardo Carvalho.
Terminó así la semana que devolvió a su apogeo la turbulencia desenfrenada de un país a la deriva y que se llama Brasil.
Si el miércoles la prisión del ex diputado Eduardo Cunha, cuyo
potencial de denuncias hizo cundir el pánico en el gobierno –al punto de
que Michel Temer anticipara el regreso de su viaje a Japón–, el viernes
lo que se vio ha sido el encontronazo entre los poderes Judicial y
Legislativo.
El juez Oliveira acusó a la Policía del Senado de obstaculizar la Operación lavado rápido
porque integrantes de la corporación realizan periódicamente barreduras
en oficinas y residencias de senadores, tratando de detectar micrófonos
secretos.
Para el precipitado magistrado, buscar micrófonos secretos sería una
evidente acción para perjudicar investigaciones contra sus Excelencias.
Existe un detalle que el juez olvidó: los senadores sólo pueden ser
monitoreados por órdenes expresas del Supremo Tribunal Federal, que
únicamente autoriza a las operadoras de telefonía realizar grabaciones
en líneas fijas y móviles de los investigados que tienen foro
privilegiado asegurado por la Constitución, como es el caso de los
miembros del Congreso.
Por lo tanto, eventuales micrófonos secretos son ilegales, y es
precisamente para impedir su uso que la Policía del Senado realiza
barreduras periódicas, rutinarias y legales.
La reacción del presidente del Congreso, el senador Renan Calheiros,
del mismo PMDB de Michel Temer, fue vehemente: recordó al juez que
las instituciones están obligadas a guardar los límites de sus atribuciones legales, lo que no ocurrió.
Como parte de la obsesión del Judicial contra el PT, rápidamente se
mencionó a la prensa a la senadora Gleisi Hoffman entre quienes serían
beneficiados por las acciones ilegales. De inmediato, ella aclaró que la
barredura en su residencia y en sus oficinas en el Senado fue realizada
a pedido suyo, y que no se encontró ningún micrófono clandestino.
Es fácil constatar que nada de lo que pasa en Brasil es casual. Y lo
ocurrido el viernes pone en evidencia dos cuestiones preocupantes.
La primera: es cada vez más avasallador el protagonismo de jueces de
primera instancia que, junto a fiscales de idéntica jerarquía,
atropellan preceptos legales, violan la ley y exacerban sus funciones
mientras buscan fama inmediata. Hay una especie de espíritu mesiánico
que parece asegurarles el derecho divino de hacer lo que les dé la gana,
sin que importen las consecuencias. Además, resulta cada vez más
alarmante la inercia de la Corte Suprema frente a la prepotencia
ilimitada de esas figuras, cuyo ejemplo más concreto es el juez
responsable por la Operación Lavado rápido, Sergio Moro.
La segunda: consumado el golpe institucional que destituyó a
Dilma Rousseff, para sus artífices y beneficiarios el paso siguiente es
reducir el PT a guijarros y eliminar Lula da Silva de la vida política.
Por tanto, la acción del Poder Judicial, aliado (cuando no
directamente manejado) por los grandes conglomerados de comunicación es
esencial. Ocurre que hay renovados indicios de que la cosa está a punto
de escapar del control de los golpistas instalados en el gobierno.
La detención de Eduardo Cunha era inevitable, gracias al océano de
denuncias y pruebas en su contra. En la cabeza de Moro y sus pares,
detenerlo sería una forma de intentar desmentir su obsesión por Lula.
Sin embargo, las consecuencias de la iniciativa podrán herir de
muerte al gobierno, a menos de que algo inesperado ocurra para impedir
que él abra la caja de Pandora de sus denuncias. Qué, nadie sabe.
Mientras, el país sigue a la deriva. La economía insiste en oscilar
entre la parálisis y el retroceso, pese a las patéticas declaraciones
del equipo económico. La opinión pública insiste en demostrar que no
confía en el gobierno, y Temer sigue buscando, en vano, una legitimidad
inalcanzable.
La busca dentro del país, donde enfrenta el descrédito popular. La
busca afuera, donde enfrenta un aislamiento cuya mejor imagen está en la
foto oficial de la reunión del BRICS (grupo que reúne a Brasil, Rusia,
China, India y Sudáfrica): los cuatro legítimos jefes de Estado se dan
las manos, mientras que la de Temer cuelga, intocada, en el aire.
Hay, por fin, otro peligro que acecha: el retorno de los tiempos de
bruma en que la Constitución era objeto decorativo y el incentivo al
atropello de las bases del estado de derecho estaba al orden del día.
Esta semana, por ejemplo, el ministro de Educación, Mendonça Filho,
determinó que todos los directores de colegios públicos denuncien a los
alumnos de secundaria que se manifiesten contra la medida que pretende
llevar a cabo un recorte drástico de recursos a la salud y a la
educación.
Así actúa, en las sombras, el gobierno que se dice
de salvación y unión nacional.
Habría que ver cómo sería el de traición, destrucción y desunión.
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