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lunes, 21 de diciembre de 2015

Brasil: intentar entender la crisis



Eric Nepomuceno
Para Brasil 2015 quedará en la memoria como un año con muchos más de 365 días, todos vacíos. Un año de crisis sin tregua ni sosiego, con un gobierno acosado e inerte, un Congreso –especialmente la Cámara de Diputados– saboteador y paralizante, un aumento asombroso en los índices negativos de la economía, en el crecimiento del desempleo, la corrosiva amenaza sobre las conquistas sociales de la última década y media.
Brasil tiene una importancia geopolítica indiscutible. Es el más poblado país de América Latina. Su economía, la mayor de la región, está –pese a todo– entre las ocho o nueve mayores del mundo.
Hasta hace un par de años, las conquistas alcanzadas, especialmente a raíz de los programas sociales implantados por el mismo PT, que sigue en el gobierno, eran mencionadas como ejemplo para todos.
¿Qué pasó? ¿Cómo se puso todo eso en riesgo? ¿Dónde se fracasó?
Aparte de las inepcias y la escasísima habilidad política de Dilma Rousseff, y los equívocos de la propuesta económica de los dos últimos años de su primer mandato (2011-2014), ¿cómo se llegó a semejante panorama de casi ruina?
¿Será todo por culpa de Dilma y del PT? ¿Ese océano de denuncias de corrupción que ahoga al país empezó con el PT? ¿Cómo gobernar un país dentro de tamaña confusión? ¿Por qué Dilma y su partido eligieron de manera tan desastrada sus aliados, que traicionan con la misma facilidad con que respiran?
Si para los brasileños esas son preguntas cuyas respuestas son difíciles de encontrar, para los lectores extranjeros mucho más complicado será.
Brasil vive un régimen presidencialista, acorde a su Constitución. Ocurre que solamente en el Congreso, mientras escribo, existen nada menos que 27 partidos. Y digo mientras escribo porque a cualquier momento puede surgir otro.
Hace poco, fue creado el PMB, Partido de la Mujer Brasileña. Su bancada cuenta con 20 diputados, de los cuales, 18 son hombres y dos mujeres.
O sea, gracias a la flexibilidad de las leyes para que cualquiera invente un partido político y llegue al Congreso, aunque sea con un solitario representante, será imposible que un presidente sea electo con una mayoría en el Congreso que le permita gobernar.
No le quedará otra que estructurar una alianza, que jamás será programática, sino siempre pragmática. Es decir, las alianzas se darán a cambio de cargos, puestos y presupuestos. Con semejante pulverización de partidos, será imposible armar una alianza con coincidencias ideológicas, políticas o programáticas.
Le pasó a Fernando Henrique Cardoso en sus dos presidencias (1995-2002), igual que a Lula da Silva (2003-2010), y le pasa ahora a Rousseff.
Tenemos, entonces, la primera puerta de entrada al caos. Mientras la legislación electoral sea tan blanda como es, aceptando una treintena de partidos sin ninguna barrera de reconocimiento de representatividad (un mínimo, por ejemplo, de 3 por ciento de votos en plan nacional), ningún presidente electo logrará armar alianzas confiables. Lo que significa que ningún mandatario estará inmune al chantaje.
La coalición de Rousseff cuenta con más de una decena de partidos. Entre ellos, bancadas ultraconservadoras, controladas por autonombrados pastores evangélicos, y también el Partido Comunista de Brasil. Y, lo más grave, integrada por el PMDB, que desde el retorno de la democracia jamás dejó de integrar un único y solitario gobierno: su lema no es aprovechar oportunidades, sino hacer imperar el oportunismo.
Esa es una de las raíces de toda turbulencia: lo que se llama presidencialismo de coalición, desde la elección del socialdemócrata devenido en neoliberal Fernando Henrique Cardoso, que en sus dos mandatos presidenciales (vale repetir: 1995-2002) hizo lo que pudo para controlar el Congreso.
En esa época hubo corrupción (compra de votos parlamentarios para cambiar la Constitución y poder relegirse, por no mencionar los procesos de privatización de paraestatales a precio de banana), y se estableció el esquema que, hoy por hoy, sofoca al país. Más que gobierno de coalición existe un presidencialismo de cooptación. No hay coincidencias, hay trueque.
La otra raíz del caos. Las campañas presidenciales en Brasil cuestan más que las de Estados Unidos. Ninguna de las que han ganado costó menos de cien millones de dólares.
Las campañas en Brasil no son exactamente políticas, son publicistas. No se dan a conocer al electorado las ideas y propuestas de los candidatos, se venden productos, como si los aspirantes fuesen jamón o jabón.
Aécio Neves, un playboy provinciano, mentía al hacerse pasar por un tipo del pueblo. Dilma Rousseff mentía al decir lo que no haría e hizo tan pronto fue declarada vencedora.
Las campañas son financiadas por las llamadas donaciones. ¿Los mayores donantes? Bancos, frigoríficos (Brasil es un gran exportador de carnes), y principalmente los gigantes de la construcción. ¿No sería más honesto decir inversiones en campañas?
No se elige un diputado nacional por menos de un millón de dólares. En sus cuatro años de mandato, él no ganará semejante suma. ¿Cómo pagará sus deudas electorales? Defendiendo los intereses de sus financiadores de campaña. Ni modo.
Ahí está la fuente de la corrupción. En la fragmentación absurda de la representación parlamentaria, la generación de alianzas espurias. Y en la financiación por empresas que prestan servicios a los gobiernos.
Hay, claro, otras raíces más para los males que mi país padece. Pero con esas dos ya nos bastaría…

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