Ilán Semo
Donald Trump comenzó su
campaña para obtener la candidatura del Partido Republicano como una
suerte de convidado de piedra en una galería de Washington. Rodeado de
un mundo que desconocía –el de los políticos profesionales– su rating
al principio no superaba 5 por ciento, y ninguna de sus intervenciones
parecía hacerlo avanzar. Desde el comienzo su estrategia devino incluso
predecible: mostrar que la distancia entre el lenguaje de lo
políticamente correcto y las relaciones de poder que surcan la vida
cotidiana estadunidense están separados, al menos para la población
conservadora, por un abismo infranqueable.
Si en la fachada de lo políticamente correcto lo que se evita es
estigmatizar al otro, la lógica de la vida real camina frecuentemente en
el sentido opuesto. Trump decidió hacer estallar estas fachadas.
Volatilizar la
normalidadtras ellas.
Su retórica parte de uno de los principios más inflamables (y
desestabilizadores) de la tradición occidental: el discurso de la
decadencia. Estados Unidos estaría en decadencia por la
pérdida de valores cristianos, la incapacidad de ganar sus guerras, el declive de su productividad y la emigración de millones de puestos de trabajo, su supuesta
moderaciónfrente al terrorismo y el empobrecimiento de su clase media.
El segundo paso de todo discurso de este tipo es localizar a sus
chivos expiatorios: en principio, la migración mexicana ilegal y la
invasión desde el Sur; la crisis de la familia provocada por los nuevos derechos y las nuevas permisibilidades y, recientemente, una andanada no contra el terrorismo de inspiración islámica, sino contra el islam en general; pero sobre todo, la corrupción y la ineptitud del sistema político estadunidense.
Si algo ha llevado a Trump a encabezar la lista del rating
republicano es sin duda su ataque a las reglas de la política
convencional de Washington. En particular, un racismo que se podría
llamar de tercera generación: el mismo que denuesta a los emigrantes del
Sur y del mundo del Islam como portadores de la violencia y la zozobra.
No es casual que la prensa liberal de Estados Unidos haya comparado
su campaña desde el principio con las que en los años 20 llevaron al
poder a Mussolini en Italia y al nacionalsocialismo en Alemania. Ambas
hicieron del discurso de la decadencia el mecanismo central para
transformar el malestar social interno en una cacería (que nunca se
detuvo) de opositores políticos, así como de judíos, gays y gitanos.
Uno espera que esta comparación se límite a los intentos por frenar
el ascenso del propio Trump. Un figura como la de Mussolini dotada de un
poder tecnológico militar como el de Estados Unidos sería simplemente
una escena de terror en una novela de política ficción.
Las semejanzas de Trump parecen alinearse, por ahora, con esa
extrema (y extensa) derecha europea que ya ha alcanzado el poder en
varios países: Berlusconi en Italia, Sarkozy en Francia, Rajoy en España
y los Hermanos Finlandeses en Finlandia, lo cual representa un panorama
de por sí dramático.
Ted Koppel, un liberal de centro, lo describió hace poco como
político en estado de delirio. La descripción no es del todo incorrecta. El delirio es precisamente cuando alguien pierde la capacidad de metaforizar. Una anécdota lo ilustra: un esposo pide a su compañera que
le eche un ojoa los frijoles que se están cociendo sobre la estufa. La compañera llega a la estufa, toma un cuchillo, se saca un ojo y lo echa sobre los frijoles. Ha pasado de la metáfora a lo real.
El dilema es que la historia de occidente en el siglo XX muestra que
en ciertos momentos de crisis, sociedades enteras (Alemania, Italia,
Hungría etc.) pueden perder esta capacidad. Lo que sigue es el desastre.
La prensa conservadora del establishment de Washington, que al
principio impugnó a Trump, se ha dejado seducir por su figura de una
manera inquietante: “Una cosa es lo que dice –afirma un O’Reily–, pero
ya en el cargo la historia será otra.” Y bien, frente a un político que
nunca ha ocupado un cargo, sin compromisos en su historia, sólo las
palabras dicen de quién se trata.
La pregunta es, por supuesto, si podrá hacerse de la candidatura
republicana y, después, cómo habrá de enfrentarse a Hillary Clinton.
Imposible predecirlo. Por lo pronto, Hillary tendrá que esforzarse mucho
más de lo que se creía, pues la distancia inicial se ha acortado. No
sobra recordar que en la sociedad del espectáculo la gente no vota con
la cabeza (la reflexividad) ni con los bolsillos (los intereses), sino
desde la parte más oscura de su estructura emocional (los miedos, los
odios, la seducción).
Hay una diferencia esencial entre Trump y la actual derecha europea.
Estados Unidos sigue siendo la mayor potencia militar actual, y su
discurso hace siempre notar algo que a ninguna potencia que ha perdurado
en ese lugar durante décadas, le resulta fácil aceptar: el momento en
que se percata de que ya no es la única en la escena internacional. Ese
país ha perdido posiciones financieras frente a Europa, comerciales y de
productividad frente a China y militares frente a Rusia.
¿Podrá adaptarse sin reaccionar de manera extrema a un mundo multipolar?
Seguramente que Trump no es el camino para que esto suceda.
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