Los
visitantes de todo el mundo que en estos días han llegado a El
Salvador, para participar hoy en la ceremonia de beatificación de
monseñor Romero, se han encontrado con la sorpresa de que el aeropuerto
internacional más importante de ese hermano país lleva ahora su nombre.
Se trata de un justo reconocimiento del pueblo salvadoreño y de un
oportuno acto de justicia a un personaje actual de talla internacional,
que tuvo la sensibilidad de conmoverse eficazmente frente a los
sufrimientos de los oprimidos y de abogar sin cortapisas por ellos
desde lo más auténtico de su fe cristiana. Al cumplirse los 34 años de
su martirio, los diputados de la Asamblea Legislativa aprobaron con 54
votos a favor un dictamen del presidente Mauricio Funes para cambiarle
el nombre a Aeropuerto Internacional de El Salvador Monseñor Óscar
Arnulfo Romero y Galdámez.
Haciendo memoria y recordando significativos momentos, comparto que
una de las últimas veces que me encontré con monseñor Romero fue
durante la tercera conferencia del Episcopado Latinoamericano y
Caribeño en Puebla, en febrero de 1979. Junto con algunos de mis más de
50 compañeros provenientes de todo el continente, todos proscritos por
las altas jerarquías de la Iglesia de participar como asesores en dicha
conferencia –entre los cuales se encontraba lo más granado de la
teología católica de América Latina en aquellos años–, lo encontramos
solo, sentado en un rincón, nomás traspasando el cancel que nos impedía
ingresar al seminario de la arquidiócesis de Puebla, donde tenía lugar
la reunión de los obispos. Allí nos aguardaba puntualmente para
conversar algunos minutos con nosotros, reconocernos, conocernos y
enterarse directamente sobre el trabajo particular que de todas maneras
hacíamos extramuros de aquel cercado lugar, para los religiosos y
obispos que participaban en la conferencia, como lo narra el teólogo
español Teófilo Cabestrero en su libro Los teólogos de la liberación en Puebla”.
No en la amplia sala donde se llevaban a cabo todos los días al
comienzo de la tarde las ruedas de prensa con participantes e invitados
oficiales de la conferencia, varios de ellos desde luego contrarios a
la teología de la liberación, pues a él nunca lo designaron para tomar
parte en ellas. Es más, ni siquiera como arzobispo había sido designado
por el resto de los obispos de El Salvador como su delegado con voz y
voto en la conferencia. Sin embargo, por ser miembro de la Comisión
Episcopal para América Latina del Vaticano, obediente y fiel, estaba
allí sólo con derecho a voz.
Fue en esos momentos cuando ya le dijimos que nos preocupaba su
seguridad, pues teníamos noticias de que por su compromiso insobornable
con los derechos del pueblo humilde salvadoreño, varios de sus
asistentes e instituciones de su arzobispado habían recibido graves
amenazas. Le hablamos de la necesidad de que no anduviera solo, pues
así andaba por todas partes, dentro y fuera de El Salvador, y de que
buscara alguien que lo acompañara. “No los necesito –nos respondió–,
porque ya lo tengo, es mi ángel de la guarda, y además, si el pueblo
anda solo e inerme y está expuesto a toda clase de amenazas, ¿por qué
yo voy a andar con privilegios?” Lamentablemente, el ángel de la guarda
permitió que un sicario, enviado por Roberto d’Aubuisson Arrieta,
fundador del partido derechista Arena, lo ultimara de un balazo que le
partió el corazón el 24 de marzo de 1980 por la tarde, cuando celebraba
una misa en la capilla del hospitalito de la Divina Providencia en San
Salvador –atendido por religiosas mexicanas y donde él tenía su modesta
vivienda– por el eterno descanso de la mamá de su entrañable amigo el
también indoblegable y valiente periodista Jorge Pinto, un tiempo
forzadamente exiliado en nuestro país. Desde entonces, en todo el mundo
ha venido siendo reconocido como
profeta y mártir.
D’Aubuisson
en efecto fue acusado por instituciones como la Comisión de la Verdad
para El Salvador de las Naciones Unidas (1992-1993) como responsable
del asesinato de monseñor Romero. Esa acusación fue estudiada en el
informe de la comisión, donde se lo describe como el autor intelectual.
La comisión concluyó que
existe evidencia de que el ex mayor dio la orden de asesinar al arzobispo e instrucciones a su entorno de seguridad de organizar y supervisar el asesinato. Aún se especula sobre quién fue el tirador contratado, pero algunas fuentes señalaron al subsargento de la Guardia Nacional Marino Samayoa Acosta, a quien le habrían pagado mil colones por tirar del gatillo. Un capitán llamado Eduardo Ávila murió luego en extrañas circunstancias.
Vale la pena recordar lo que algunos amigos me comentaron pocos años
después en El Salvador a propósito del homicida intelectual de monseñor
Romero. Se dice que su hermana se presentó en su habitación los
primeros días de febrero de 1992, cuando se estaba muriendo, para
conminarlo a que se arrepintiera de todos sus delitos, incluido el
homicidio de monseñor Romero, y que la corrió diciéndole sin
remordimientos que no tenía nada de qué arrepentirse. Hoy la historia
absuelve a quienes siempre sostuvieron que sí tenía de qué pedir
perdón. Hoy la historia hace justicia a quienes sostuvieron la
acusación contra el homicida.
Termino refiriéndome a lo que Ignacio Martín-Baró –otro mártir
salvadoreño– escribió en 1980: “Muchas fuerzas se opusieron a monseñor
en vida, muchas de ellas lo celebran hoy muerto distorsionando su
mensaje, manipulando su obra. Son muchos los que desde salones lujosos
o desde despachos oficiales donde se habla inglés o español quieren que
monseñor sea verdaderamente enterrado… Cualquier medio es bueno con tal
de sepultar para siempre aquello por lo que monseñor siempre luchó: la
semilla de liberación popular”. Hoy esa semilla germina en su
reconocimiento como beato. El pueblo salvadoreño está de fiesta, pero
también los pueblos del mundo que buscan los caminos de su liberación.
Ahora más que nunca monseñor sigue vivo en medio de su pueblo.
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