El Salvador
El acto oficial de beatificación de Monseñor Romero parece estar casi
listo. La trascendencia de dicho acto es notable en el país y tanto
sectores cercanos a la Iglesia católica como cercanos a Monseñor Romero
-no solo desde el aspecto religioso sino desde su aspecto político y
social- estamos expectantes y entusiasmados por ese reconocimiento
oficial de Monseñor Romero como mártir.
Por otra parte,
también estamos preocupados. El resalte de la figura de Monseñor Romero
se va escapando lenta pero definitivamente de su verdadero contenido y
significado. Ya no es ese Romero que está del lado de los pobres y que
aboga por un sistema político, económico, cultural y social más justo,
digno e igualitario en el aquí, en el ahora y entre todos y todas, sino
que es un Monseñor Romero menos terrenal, más espiritual y si bien más
eterno, es también más vacío.
El Romero terrenal –por decirlo
de alguna manera- significó y significa algo: la necesidad de impulsar
transformaciones en todos los aspectos para tener un mundo más justo,
donde todas las personas podamos vivir –no solo sobrevivir- y
desarrollarnos plenamente tanto individual como socialmente. Para ello
hemos de tomar conciencia de valores como la justicia, la solidaridad,
la dignidad y el amor por las otras personas, permitiéndonos
desobedecer mandatos hechos por las personas y que lesionan gravemente
derechos humanos y libertades fundamentales. El impulso de estas ideas,
le costaron a Monseñor nada menos que la vida y una imagen
distorsionada tanto dentro de la Iglesia como fuera de ella.
La imagen de Monseñor Romero a partir de sus denuncias y peticiones de
racionalidad en tiempos totalmente irracionales de dictadura militar,
fue explotada a nivel político y social, considerándolo, como
subversivo, enemigo del gobierno y aliado de grupos terroristas, aunque
también fue considerado como uno. Esa imagen distorsionada, utilizada
en el aspecto político, no permitió ni avanzar la causa de Romero en el
Vaticano –conocida es la posición política de la Iglesia católica
tradicional y sus enraizadas, variadas y enérgicas formas de dominación
ideológicas- ni mucho menos tomarlo en cuenta dentro de la sociedad
salvadoreña como lo que realmente fue. Monseñor Romero ha sido negado
por muchos y si no ha logrado ser invisibilizado totalmente -gracias a
la reivindicación de su memoria por grupos sociales- sí ha sido atacado
y ridiculizado por grupos de poder de toda índole.
Esa lucha
sobre la imagen de Romero y su significado para la sociedad había
transcurrido sin mayores sobresaltos: un grupo contrario a él se
encargaban de destruirlo y de omitir las observaciones realizadas al
país por parte de organismos de derechos humanos que se habían
pronunciado sobre el tema [1]
y otro grupo, el de religiosos y laicos de rescatar, por los medios
posibles, la memoria de Romero y el significado de su asesinato,
relacionándolo con sus causas y el contexto del grave patrón de
violencia y de vulneración de derechos humanos en El Salvador durante
el conflicto armado.
Eso fue así hasta el mes de febrero.
Francisco, el Papa, decretó que Monseñor Romero es un Mártir, lo que
significa lo que ya muchas personas sabíamos: que fue asesinado por
odio. Aunque en la Iglesia se dice odio específicamente contra la fe,
sabemos también que fue otra clase de odio lo que motivó su asesinato.
En todo caso es un Mártir, para el dolor de algunos y regocijo de
muchos.
El reconocimiento plantea entonces otro escenario: El
Salvador, con sus sectores, no puede ser ajeno a esa declaración del
Papa Francisco, hacerlo sería negar las bases de la cultura salvadoreña
y renegar de la religión católica. La Iglesia y sus sectores, aún los
más conservadores deben acatar lo que el Máximo Pontífice ha decretado
y aceptar, por lo menos religiosamente, a Oscar Romero como un beato,
en camino de ser santo a causa de su labor cristiana de amor al
prójimo.
Lo anterior no estaría del todo mal, de hecho, si de
justicia se trata, en tanto los tribunales de justicia en derechos
humanos o de jurisdicción penal no han querido adoptar medidas para la
reparación y el establecimiento de la verdad como garantía de no
impunidad y no repetición de hechos igualmente atroces en la historia
venidera de los pueblos y en particular, del nuestro, lo cierto es que
a raíz de dicho reconocimiento, Romero es cada vez menos verdad y por
tanto, menos memoria.
Monseñor Romero está siendo convertido
cada vez en un algo que no es, o mejor dicho: de Monseñor Romero se va
construyendo otra verdad que no es la suya, que no es nuestra. Es una
verdad ajena, una verdad que no nos representa, una verdad para
nosotros vacía y en esa vacuidad de contenido, de memoria y de sentido
se va fundando un Romero más mítico, mas escindido de lo que fue y ha
sido, más para ellos –quienes nos dominan en todos los ámbitos- y menos
para nosotros.
Las 50 pantallas LED, las dispositivos de
seguridad, las canciones preparadas para el evento del 23 de mayo, los
artistas, las consignas, las personas convocadas –Monseñor Urioste, uno
de las grandes figuras en pro de la causa de Romero ni siquiera ha sido
convocado al magno evento-, las personas que organizan, las personas
que celebran y el papel que juegan los medios de “comunicación” –y que
de hecho, los juegan muy bien- son todas y cada una ajenas a él.
Monseñor no gustó nunca de pompa y fiesta, estamos seguras por tanto,
que esto que pasa, simplemente no es él y tampoco lo será.
Con acciones hipócritas de muchos sectores a partir de la calificación
de mártir y del evento oficial a realizarse en el país, tienden a
generar, para las generaciones venideras la posibilidad del olvido, el
vaciamiento de la memoria y por supuesto, una imagen más que servirá
para el dominio ideológico.
Pero que no se nos malinterprete,
no queremos hacer ver la beatificación como algo que no nos alegra o
que carece de sentido para El Salvador y todos aquellos países con
historias de dictaduras militares, de desapariciones forzadas, de
ajusticiamientos arbitrarios y de crímenes de lesa humanidad, pero esa
alegría no nos debe silenciar; por el contrario, debemos pronunciarnos
por nuestra negativa a la banalización de una imagen que para nosotras
y nosotros ha tenido significado real, que nos ha representado, que nos
ha posicionado y que nos ha reconocido como seres existentes,
víctimizados por los abusos de poder de nuestros grandes dictadores.
Óscar Romero, el primer beato de Centroamérica no está ahí para
adorarlo superficialmente, sino para recordar que está en el grupo de
beatos de la Iglesia, por oponerse al sistema que nos niega, nos
exprime, nos explota y nos anula.
Romero está ahí para
reivindicar a los que como él ya no están, para vindicar a la justicia
sobre la injusticia, denunciar el abuso de poder, posicionar los
problemas de nosotros, de esos “otros” negados por la historia y sobre
todo, para garantizar que la memoria, no puede estar, enajenada de la
historia.
Nota:
[1] Ver: Informe N° 37/00,
Caso 11.481, Monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez, El Salvador, 13
de abril de 2000. Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Disponible en: https://www.cidh.oas.org/ annualrep/99span/De%20Fondo/ ElSalvador11481.htm
Tatiana Sibrián. Abogada y estudiante de la Maestría en Derechos Humanos y Educación para la Paz, Universidad de El Salvador.
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