Primero, este proceso lo anima la inquebrantable decisión de asegurar la irreversibilidad de la revolución socialista en Cuba y de sus conquistas emblemáticas mediante la aplicación de un máximo de racionalidad en todos los sectores de la economía, rectificando los errores y prácticas que entorpecen ese objetivo, particularmente aquellos que conspiran contra el poder estimulador del salario. Se busca detonar un gran proceso de acumulación de capital que dé sustento material a aquel objetivo crucial, comenzando por la forma más simple de lograrlo, que es el ahorro de recursos de todo tipo en lugar del gasto injustificado que ha existido.
Segundo, es de estratégica importancia avanzar a paso seguro en la elevación de la producción agropecuaria y de la industria a ella asociada, de modo que en el plazo más corto posible –acaso en 10 años– se pueda llegar a producir en la isla el grueso de las verduras, tubérculos y cárnicos que requiere el consumo nacional, así como disminuir sustancialmente la onerosa importación de alimentos que pueden producirse en el país, a la vez que aumentar las exportaciones tradicionales y no tradicionales del sector. En suma, conseguir la soberanía alimentaria sin desconocer que la agricultura requiere de un grado de subsidio estatal, pero éste debe dedicarse a facilitar precios más estimulantes al productor y no a subvencionar deficiencias. En apoyo de esta línea de acción se impulsa la agricultura urbana, surge y toma cuerpo la suburbana, se emplea la tracción animal para ahorrar combustible, continúa la entrega de tierras estatales en usufructo a particulares y cooperativas que ya sobrepasa el millón de hectáreas, se estudian con urgencia formas de simplificar la cadena entre productor y consumidor y se avanza en la descentralización de las decisiones, entre otras medidas, aunque con gran resistencia de la burocracia y de los viejos conceptos.
Tercero, se desprende de la documentación citada el justo equilibrio concedido a los factores objetivos y subjetivos, sin cuya aplicación estratégica no habría sido posible el triunfo de la lucha armada de liberación, la resistencia contra las agresiones sistemáticas de Estados Unidos, las conquistas revolucionarias singulares de Cuba ni su permanente solidaridad con los pueblos del mundo, pero que no ha sido observado con igual precisión en la dirección de la economía. Este concepto está asociado con otro igualmente vivo en la mente de los dirigentes cubanos y es que el socialismo, a diferencia de todas las sociedades anteriores, se construye conscientemente, por lo que no se debe confiar a la espontaneidad del paso del tiempo o a la acción de los mecanismos de mercado, sino a una previsora planificación que no deseche la utilización regulada de aquellos mecanismos como parte de las leyes y regularidades objetivas del desarrollo social. Llegados aquí, expongo mi criterio de que en rigor, en Cuba revolucionaria nunca ha existido un modelo económico delineado a largo plazo pues la hostilidad del imperialismo forzó a constantes y traumáticos virajes tácticos para garantizar la pura supervivencia y no el desarrollo pleno de las fuerzas productivas.
Lo que permite y exige diseñar ahora un modelo económico a largo plazo es la cantidad y calidad de capital humano formado por la revolución; la complejidad y diversidad alcanzada por la sociedad cubana; el análisis crítico de la propia experiencia y de las causas del derrumbe soviético; la nueva situación de independencia e integración en América Latina y la declinación de la hegemonía de Estados Unidos, pese a que en medio de su crisis conserve el mayor poder militar del planeta, enormes recursos económicos y políticos y no haya cambiado su política hostil hacia Cuba.
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