Jorge Gómez Barata
Un extraterrestre que observe el maltrato de que son objeto los hombres y mujeres que en busca de sostén y futuro arriban a Europa y los Estados Unidos, quedaría perplejo al enterarse de que no hace mucho, otros emigrantes protagonizaron el suceso económico y social más espectacular de todos los tiempos: el nacimiento del Nuevo Mundo. La civilización humana debe más a los emigrantes de lo que ellos agradecen a cualquier gobierno o país.
A fines del siglo XV el mundo se expandió; América entró en la historia y comenzó una era conocida como Modernidad. Desde Europa llegaron cultura y audacia, aunque también injusticia, opresión y enfermedades. No obstante lo decisivo y lo que ha dejado la huella más profunda fueron los hombres y las mujeres que desde entonces y hasta nuestros días forman la magnífica noria de los que van y los que regresan; triunfadores unos fracasados otros.
Deslumbrados por las riquezas de América, los exploradores se convirtieron en conquistadores y las naciones europeas en metrópolis saqueadoras y tratantes de esclavos. Miles de toneladas de oro, plata y gemas fueron robadas de templos, palacios, hogares y tumbas incas, aztecas o mayas. A las riquezas convencionales se sumó una exuberante biodiversidad. El dinero financió el desarrollo europeo y la papa, el maíz, el tomate, los frijoles y el cacao alimentaron al Viejo Mundo.
No obstante, como parte de aquel proceso plagado de luces y sombras, nació la cultura americana y aparecieron cerca de cuarenta naciones y estados, entre los cuales sobresalieron los Estados Unidos, fruto de una revolución unitaria que convirtió en una sola entidad a las 13 Colonias de Norteamérica. Ningún país debe tanto a los emigrantes y para ninguno esa categoría representa hoy un reto mayor que para Estados Unidos que no tiene fuerzas ni razones para prescindir de ellos.
Mediante esfuerzos diversos, paulatinamente Estados Unidos ha logrado regular con razonable eficacia la emigración desde Europa, Canadá y otros países hacia su territorio; lo que no ha conseguido es administrar su relación migratoria con México. Tal vez lo que ocurre es que, en este caso, no se trata sólo de extranjeros que llegan de un modo u otro, sino de un fenómeno de profundas y complejas raíces en una escala desmesurada.
México uno de los dos países que comparten fronteras con los Estados Unidos, étnica, cultural y lingüísticamente diferente, es considerablemente menos desarrollado y el único en el mundo al que le asisten razones para reclamar consideraciones especiales. En el siglo XIX Estados Unidos se expandió adquiriendo inmensos territorios a expensas de México, sin asumir las consecuencias demográficas y humanas de un atraco semejante.
Quienes creen que la fórmula para detener la riada de emigrantes—legales e indocumentados— desde México hacía Estados Unidos puede ser unilateral o se resuelve con muros o represión, no tienen en cuenta los registros históricos que muestran como, mucho antes de que México y Centroamérica debutaran como emisores de masas de emigrantes hacía Estados Unidos, lo hicieron Alemania, Irlanda, Italia, Grecia, China y otros países.
La reducción de la emisión de emigrantes europeos y asiáticos hacía los Estados Unidos no fue resultado de legislaciones más severas ni de la construcción de cercas o muros, sino del desarrollo económico y social de esos países. En la medida en que las personas encuentran en sus países modos de realizar sus proyectos de vida, la emigración se desvaloriza como opción. En ese orden de cosas, no existen excepciones.
Sin embargo, en las últimas décadas, aunque no haya sido esa la intención, en el ámbito de las relaciones bilaterales las cosas han marchado en sentido contrario a realizaciones que pudieran haber aflojado las tensiones migratorias. El Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, lejos de propiciar el progreso económico del país azteca, crear puestos de trabajo y ofrecer mejores oportunidades para sus trabajadores, campesinos y clases medias, lo ha obstaculizado, haciendo de la emigración una opción privilegiada. El TLC ha incentivado lo que debió haber limitado.
Es cierto que entre las personas que en los siglos XVIII, XIX y la primera mitad del XX entre los que llegaron a Norteamérica los hubo con talentos y habilidades excepcionales, no fueron ellos quienes más aportaron al despegue y esplendor de los Estados Unidos; sino los obreros y campesinos, predominantemente jóvenes que echaron los cimientos. La expresión “robo de cerebros” no aplica para una época en la cual los brazos y los deseos de triunfar era la manera en que el talento se expresaba.
En realidad, la reforma migratoria integral para la cual la sociedad norteamericana parece estar madura, no será posible sin una concertación y un componente mexicano; para lo cual tal vez en México deban ocurrir cambios políticos suficientemente sustantivos. En definitiva, para solucionar un problema bilateral, lo mismo que para bailar tango, se necesitan dos.
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