El cohete a la Luna
La doble competencia de Estados Unidos, económica con China y militar con Rusia, y las elecciones de 2020 |
Con la caída del muro
de Berlín (1989) y la disolución de la Unión Soviética (1991), Estados
Unidos quedó en una posición absolutamente dominante a nivel mundial. Se
convirtió en una superpotencia solitaria sin competidores a la vista.
Sus dos más importantes sistemas de alianzas de ese entonces –el Grupo
de los 7 (G7) y la Organización del Atlántico Norte (OTAN)— acaparaban
una indiscutible supremacía.
El G7, que se había constituido en
1977, integrado por Estados Unidos, Alemania, Canadá, Francia, Italia,
Japón y el Reino Unido, pasó a tener un amplio predominio en el plano
económico, a comienzos de los años ’90. La OTAN replicó esa posición en
el campo militar y la aumentó. Abrió sus puertas para albergar, luego de
la desaparición del Pacto de Varsovia en 1991, a un considerable número
de países de Europa Central y del Este que habían funcionado otrora en
la órbita militar soviética. En 1999 se unieron a la alianza
nor-atlántica Hungría, Polonia y República Checa. Y en 2004 lo hicieron
Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia.
Más tarde –y como para remachar esta importante maniobra— se
incorporaron a la Unión Europea (UE), también en 2004, Eslovaquia,
Eslovenia, Estonia, Hungría, Letonia, Lituania y Polonia. Poco después
también lo hicieron Bulgaria, República Checa y Rumania.
La marcha
hacia el este impulsada básicamente por Estados Unidos y apoyada por
sus aliados, lo colocaron en una abrumadora posición de predominio a
escala mundial, en los planos económico y militar.
Veintiocho años
más tarde de aquel 1991, la situación es diferente. Tanto Estados
Unidos como la Unión Europea –en particular la Eurozona— pasaron por
sendas crisis financieras, en 2008 y 2010 respectivamente. Y si bien las
superaron, sus desempeños económicos posteriores quedaron menguados.
Por
otro lado, la respuesta norteamericana a los ataques al Pentágono y a
las Torres Gemelas de septiembre de 2001 fue estratégicamente incorrecta
y condujo a una notoria ausencia de resultados positivos. Las guerras
de Afganistán y de Libia no están aún terminadas, lo cual es todo un
síntoma. La participación norteamericana en Siria no tuvo hasta ahora
buenos resultados, más bien al contrario. En Irak la contienda terminó
pero es dudoso que Estados Unidos haya alcanzado réditos políticos allí.
Ni siquiera la librada en Yemen por aliados muy cercanos a aquel país
–y abastecidos por este— ha sido exitosa, hasta ahora, para los
agresores. No es exagerado sostener que lo ocurrido en este plano revela
una notoria insuficiencia estratégica que no ha conducido a la meta que
originariamente se había fijado Estados Unidos: reducir a los
terroristas, pacificar Medio Oriente y alrededores y disfrutar de los
beneficios de la victoria. Más bien al contrario, parece haber merodeado
el fracaso.
La UE, por su parte, tras su crisis económica, inició una deriva hacia lo que es hoy: un verdadero pandemónium.
Debe
agregarse que el ininterrumpido desenvolvimiento de China desde 1980
hasta el presente –con un crecimiento porcentual anual promedio del PBI
del orden del 7%— ha convertido a su economía en la más grande del
planeta. Se produjo, asimismo, una sorprendente recuperación política y
económica de Rusia, que volvió a reequilibrar la correlación de fuerzas
con los Estados Unidos en el plano militar.
De este modo, la gran
potencia del norte extravió su otrora indiscutible predominancia y el
mundo se ha reconfigurado. Al punto que es posible sostener en la
actualidad que en el orbe se ha instalado una doble polaridad:
- la que opone a la gran potencia del norte y a China en el plano económico; y
- la que la enfrenta con la Federación Rusa en el militar.
Estados
Unidos continúa teniendo un amplio poderío tanto económico como militar
pero se ha encontrado, por un lado, con esos dos países
competidores/contendientes de alto calibre que fueron ganando posiciones
la una (China) y recuperándolas la otra (Rusia). Y, por otro, paga el
precio de su fracaso estratégico en Medio Oriente y aledaños.
En
el plano doméstico las cosas no le han ido mejor. En una nota publicada
en enero de 2012 en Project Syndicate, Joseph Stiglitz decía: “El 2011
será recordado como el año en que muchos estadounidenses que siempre
habían sido optimistas comenzaron a renunciar a la esperanza”. Este
reconocido economista se refería a que ese año, los ahorros de los
norteamericanos que se habían quedado sin empleo en 2008 y 2009 habían
ya desaparecido y el seguro de desempleo se había terminado. Muchas
personas de mediana edad habían debido clausurar la ilusión del volver a
conseguir trabajo. Y, en rigor, estaban en proceso de convertirse en
jubilados a la fuerza. Las y los jóvenes graduados también padecían: no
tenían cómo hacer frente a los créditos con los que habían financiado
sus estudios. Más de 7 millones de familias habían perdido sus hogares
debido, en buena medida, a la imposibilidad de pagar las hipotecas.
Barack
Obama era el Presidente en ese 2011 –gobernó dos períodos consecutivos
entre 2009 y 2017— y batallaba contra la dura crisis recesiva y
financiera que había estallado en el último trimestre de 2007.
Terminaría superándola pero con un costo social muy grande. Era un
convencido de que la economía globalizada y la libertad de mercado eran
positivas y defendía el multilateralismo que se había fortalecido bajo
el impulso de aquellas. Publicó incluso un artículo, en 2016, en
coautoría con Angela Merkel –ya en ese entonces primera ministra de
Alemania— en el que ambos sostenían que “no se volverá a un mundo
anterior a la globalización”. En consonancia con esto firmó, en febrero
de 2016, el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica —junto con
otros once jefes de Estado— y fue un entusiasta impulsor de la
Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión, que aún
estaba en desarrollo cuando terminó su mandato; (TTP y TTIP sus
respectivos acrónimos en inglés).
Pese a que ganó el Premio Nobel
de la Paz en 2009, incrementó la presencia militar de Estados Unidos en
Afganistán; ordenó la intervención militar en Libia; mantuvo la guerra
en Irak y fue un enconado opositor al régimen sirio encabezado por
Bashar al Assad.
Donald Trump es casi su contracara. No sin cierta
razonabilidad embistió sobre el globalismo de su predecesor. En su
discurso inaugural como Presidente convocó a un gran esfuerzo nacional
para reconstruir el país. Puso en jaque a las administraciones
anteriores y, entre otras cosas, enumeró: “Washington floreció pero el
pueblo no compartió esa riqueza. Los políticos prosperaron pero los
empleos se fueron y las fábricas cerraron. El establishment se
protegió a sí mismo pero no a los ciudadanos”. Criticó el apoyo al
enriquecimiento de industrias foráneas en detrimento de las propias,
también que se hubieran gastado miles de millones de dólares en el
exterior mientras la infraestructura propia decaía, y que se subsidiara a
ejércitos de otros países y se sobreexigiese al propio. Y remató: “De
ahora en adelante será América primero”.
Apenas tres días después
de haber asumido la presidencia, Trump retiró a Estados Unidos del TTP
que había quedado definitivamente constituido el 4 de febrero de 2016. Y
anunció que abandonaba el TTIP, que estaba en proceso de construcción.
Se desafilió del climático Acuerdo de París así como, más tarde, del
importante Acuerdo 5 +1 con Irán. Todo en línea con su propósito de
embestir contra el globalismo y el multilateralismo preexistentes, a los
que agredió también con diversas bravatas y descalificaciones. Debe
añadirse que sus excesos autoritarios, su desprecio por las formas
republicanas y las sospechas de corrupción que lo entornan se encuentran
también a la orden del día.
Es evidente que en el sistema
político norteamericano se ha instalado una profunda grieta, insalvable
por el momento. Los enfoques estratégico, de seguridad internacional,
económico y social, entre otros, de los demócratas y de los republicanos
tienen escasos –o casi nulos— puntos de contacto. De lo que se deriva
la falta de un mínimo sustrato consensual capaz de regular las
disidencias y de alimentar convergencias.
Campea así una doble insuficiencia. Una referida a la estrategia –quizá sería mejor decir a la grand strategy—
y la otra a la regulación hegemónica. Obviamente, la primera concierne a
la escena internacional y la otra al plano político doméstico. Ambas se
solapan y, en alguna medida, se retroalimentan.
En noviembre de 2020 habrá elecciones en Estados Unidos. Y está en curso un proyecto de impeachment del Presidente Trump. Habrá que ver cómo inciden los resultados de esos procesos sobre la cisura apuntada más arriba.
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