Las
elecciones presidenciales del 20 de octubre sumieron a Bolivia en una
crisis política. Ese día, el presidente Evo Morales buscó un cuarto
mandato en la contienda más abierta desde su llegada al Palacio Quemado
en enero de 2006, con 54% de los votos. Desde entonces, el «primer
presidente indígena» triunfó, elección tras elección, con más de 60% de
los votos y enormes distancias respecto de sus contrincantes, y conectó
como ninguno de sus antecesores con la Bolivia indígena y popular. Pero
en esta ocasión la coyuntura era diferente: por primera vez, existía la
posibilidad cierta de una segunda vuelta. Para evitarla, Morales debía
obtener más de 50% de los votos o 40% con diez puntos de diferencia
sobre el segundo.
La noche del 20 de octubre concluyó con el
balotaje como un resultado probable: la Transmisión de Resultados
Electorales Preliminares (TREP) fue cortada cuando el conteo alcanzaba
el 83% de las actas y la diferencia era de siete puntos. La encuesta en
boca de urna de la empresa Viaciencia –la única autorizada– dio
resultados similares. Al día siguiente, cuando se completó la TREP, ya
se anunciaba un ajustado triunfo en primera vuelta para Morales. Estos
guarismos fueron confirmados días después por el conteo oficial, que
culminó con Morales obteniendo 47,08% y Carlos Mesa, 36,51%; es decir,
una diferencia de 10,54 puntos porcentuales, 0,57 por encima de la
necesaria para ganar en primera vuelta.
¿Qué pasó entonces? Por
un lado, la oposición venía preparada para denunciar fraude en
cualquier escenario que no fuera de balotaje. Pero la suspensión de la
TREP y el significativo aumento del porcentaje de Morales, junto con el
margen exiguo para lograr la fórmula del «40 más 10», contribuyeron a
que, en un clima de fuerte polarización, la mitad de Bolivia quedara
convencida de que hubo una alteración de los resultados, más allá de la
posibilidad de confirmarlo revisando acta por acta (están en internet), y
de que el presidente buscaba quedarse en el poder a como diera lugar.
Que un conteo rápido como la TREP no llegue al 100% no es
necesariamente motivo de alarma. Pero, como mostró el periodista
Fernando Molina, en este caso el Tribunal Supremo Electoral (TSE) y el
Gobierno dieron al menos cuatro explicaciones diferentes para justificar
la suspensión del conteo: que no querían que se superpusiera el conteo
rápido con el oficial –que ya comenzaba a esa hora–; que hubo una alerta
de ataque cibernético y se paró por seguridad; que siempre se para en
alrededor de 80%; que no se incluyó el 17% de las actas porque esas
regiones alejadas que supuestamente faltaban no tienen internet para
poder enviar las fotos correspondientes.
Para peor, el
vicepresidente del TSE, Antonio Costas, renunció indicando que no fue
consultado ni informado sobre la orden de cortar la TREP y señaló que «
no fue una buena decisión» .
Su renuncia fue enigmática: dijo que lo hacía por una cuestión de
principios pero que no había habido una alteración de los resultados. Al
mismo tiempo, el Gobierno acusaba a la oposición «racista» de querer
invisibilizar el voto rural que, supuestamente, explicaba el salto del
candidato del Movimiento al Socialismo (MAS) en el último tramo del
conteo.
Más allá de la discusión «fina» sobre el escrutinio –el
Gobierno propuso una auditoría de la Organización de Estados Americanos
(OEA)–, hay tres problemas de fondo detrás de una crisis que está
provocando una profunda grieta entre la Bolivia rural y la urbana,
incluso con enfrentamientos físicos.
- Evo Morales llegó a esta
elección con su legitimidad erosionada por la derrota en el referéndum
del 21 de febrero de 2016 (21F), cuando su propuesta de cambio
constitucional para habilitar la reelección indefinida fue
derrotada por escaso margen .
Tras ese traspié, el oficialismo se dedicó durante meses a evaluar
«otras vías» para la reelección y lo consiguió a través de un fallo
del Tribunal Constitucional Plurinacional .
Por eso ahora la denuncia de fraude –que debe ser probada– se confunde
con la denuncia sobre la «ilegitimidad» de Morales para postularse, lo
que construye un enredo de difícil salida. Para «borrar» lo más posible
los resultados del referéndum, el presidente boliviano necesitaba un
triunfo contundente. Pero si bien obtuvo ventaja sobre Mesa, apenas pasó
la barrera mágica de los diez puntos de diferencia para evitar un
balotaje en el que podría perder. Es decir, este resultado no solo no
logró hacer olvidar el del 21F, sino que lo trajo explosivamente al
presente.
- El MAS no logra incorporar en su imaginario la
posibilidad de salida del poder como un acontecimiento no catastrófico.
Evo Morales nunca abandonó fácilmente los cargos que ocupó: fue el único
diputado del MAS que internamente tenía la posibilidad de reelección
indefinida y tras ganar la Presidencia se mantuvo como máximo ejecutivo
de la Federación Especial de Trabajadores Campesinos del Trópico de
Cochabamba (organización matriz de los cultivadores de coca). En ese
sentido, pese al discurso oficialista, Morales nunca fue «un campesino
más». Y más recientemente, su imagen fue construida incluso como la de
un líder excepcional («Hay un solo Fidel, un solo Gandhi, un solo
Mandela y un solo Evo»,
dijo en una oportunidad
el ahora ex-canciller David Choquehuanca). Esto, sumado a una idea
clásica de revolución, aunque construida en un marco democrático,
dificulta la idea básica de alternancia democrática, con el MAS como eje
potencial de una oposición, que en caso de derrota luche contra
cualquier intento de debilitar las conquistas sociales, materiales y
simbólicas indudables de estos 14 años de «Revolución Democrática y
Cultural». La democracia seguiría así la metáfora del tranvía, en el que
alguien se sube, llega a su destino (el Estado) y luego se baja.
- Dentro de una oposición que en líneas generales es democrática (el
propio Mesa es un centrista moderado) y hoy más numerosa que en el
pasado, aparecen grupos radicales con discursos revanchistas, racistas y
violentos. La aparición de cuestionadas figuras del pasado, como el
ex-ministro
Carlos Sánchez Berzaín ,
prófugo en Estados Unidos por su responsabilidad en la masacre de
civiles durante la Guerra del Gas, no ayuda a la oposición y refuerza el
discurso oficialista contra la «vuelta al pasado». La decisión del
flamante Comité de Defensa de la Democracia (Conade), que agrupa a las
principales fuerzas opositoras, de rechazar la auditoría internacional y
luchar por la anulación de las elecciones puede contribuir, también, a
radicalizar la situación, posiblemente con escasas posibilidades de
victoria opositora. (Extrañamente, Bolivia es el único país de la región
en el cual el secretario general de la OEA, Luis Almagro, es visto por
muchos como un «populista», casi chavista, por
haber avalado la postulación de Morales).
En este marco, Bolivia puede avanzar hacia una versión
soft de
lo ocurrido en Venezuela: una situación en la que el Gobierno se
impone, pero con fuertes déficits de legitimidad, en el marco de un
desconocimiento mutuo entre oficialismo y oposición y con una
radicalización de esta última. No obstante, como escribió Fernando
Molina, es cierto que el nivel de violencia en Bolivia es mucho menor,
no hay crisis económica (por el contrario, la macroeconomía es uno de
los
puntos fuertes de Morales) y la clase política es más pragmática y menos ideológica que la venezolana.
No obstante, existe el riesgo de una mayor polarización y
enfrentamientos
callejeros entre oficialistas y opositores, así como un excesivo uso
estatal de los movimientos sociales como fuerza de choque contra quienes
protestan; de hecho ya hubo varios heridos. Morales respondió usando la
misma expresión que Lenín Moreno o Sebastián Piñera –golpe,
desestabilización–, llamó «delincuente» a Mesa, acusó a los jóvenes de
protestar por plata o por «notas» (un supuesto y no comprobado beneficio
de los estudiantes universitarios por ir a las marchas) y llevó su
discurso al terreno de la dicotomía «
Patria o muerte» .
Todo esto ocurre tras una campaña electoral estadocéntrica, en la que
los movimientos sociales, sin la épica de antaño, se limitaron a seguir
las iniciativas trazadas desde el aparato estatal, con sus inercias y
formas tradicionales de conservación del poder. La oposición, por su
parte, rechaza la auditoría y llama a «radicalizar» los bloqueos y paros
en las ciudades para «asfixiar al Estado» (de hecho, ya fueron quemadas
algunas sedes locales del tribunal electoral).
Es
significativo que referentes como el argentino Juan Grabois argumenten
que hay que desechar cualquier observación sobre la elección en nombre
de la «
estabilidad de Sudamérica»
(curiosa figura en la pluma de un líder social). Esta es la otra cara
de la moneda de quienes comenzaron a denunciar fraude antes de que se
comenzaran a contar los votos. Lo cierto es que Morales tuvo durante sus
14 años de gobierno elevadísimos niveles de legitimidad (hasta el punto
de ganar en 2014 en la región de Santa Cruz) y que su erosión se debe,
en gran medida, a la decisión de no respetar los resultados de un
referéndum.
Esta es, sin duda, una mala noticia, en un contexto en el que la crisis del
«oasis» chileno
(con su combinación desigualitaria de colonización mercantil de todos
las dimensiones de la vida social y jerarquías de vieja data) y el
triunfo del Frente de Todos en Argentina parecen estar dándoles una
nueva oportunidad a los progresismos latinoamericanos.