Tras una sesión de 15
horas, la madrugada de ayer el pleno del Senado brasileño decidió dar
luz verde al juicio definitivo de destitución de la presidenta Dilma
Rousseff, lo que se traduce, por lo pronto, en la remoción del cargo dos
años y medio antes de que concluya su mandato. Con 59 votos a favor y
21 en contra, la decisión prefigura un escenario adverso cuando a
finales de mes tenga lugar la última fase del procedimiento de impeachment
que mantiene a Rousseff suspendida desde el pasado 12 de mayo, y que
pondría fin a 13 años de gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT).
Tal procedimiento se encuentra montado en un andamiaje de legalidad e
institucionalidad que en otras circunstancias podría resultar
meritorio. En efecto, la rendición de cuentas por el titular del
Ejecutivo, el escrutinio constante y la función de contrapeso ejercida
por los poderes Legislativo y Judicial, o el procesamiento expedito de
los funcionarios que incurren en faltas graves al mandato popular,
constituyen todos elementos imprescindibles para el funcionamiento de un
régimen verdaderamente democrático.
Sin embargo, en las circunstancias actuales de Brasil, la destitución
de Rousseff es una simulación dirigida a encubrir el golpe de Estado
orquestado por los sectores más corruptos de la clase política en contra
de la mandataria. Lo anterior puede afirmarse no sólo por la ausencia
de cualquier sustento jurídico para destituir a la presidenta a partir
de los cargos que se le imputan, sino por el hecho de que la parte
acusadora está integrada por un Congreso donde dos de cada tres
legisladores tienen causas abiertas por todo tipo de escándalos que
ameritan legalmente su destitución y procesamiento. De tal suerte, la
connivencia entre este sector mayoritario del Legislativo y el poder
Judicial para administrar los tiempos procesales de los legisladores
imputados, a la vez que se acelera el trámite para la destitución de la
jefa de Estado, constituye una manipulación de los procedimientos
institucionales, por lo que puede definirse como delincuencia
organizada.
Se abre, pues, un panorama de incertidumbre e ingobernabilidad
por la irrupción de un grupo falto de respaldo popular y social, con
una mayoría de sus miembros desacreditados, e ilegítimo por impulsar un
proyecto contrario al elegido en las urnas por 54 millones de
brasileños. El gobierno de Michel Temer es desaprobado por una
abrumadora mayoría de los brasileños, como muestran de manera
consistente las encuestas y como quedó claro a ojos del público mundial
en la inauguración de los Juegos Olímpicos de Río el pasado viernes,
durante la cual el jefe del Ejecutivo fue sonoramente abucheado por los
ciudadanos presentes.
A la amañada remoción de Rousseff debe agregarse el afán de los
políticos golpistas por inhabilitar al ex presidente Luis Inazio Lula da
Silva por medio de un juicio igualmente tramposo, a fin de impedir que
pueda presentarse a los próximos comicios presidenciales.
Con todo, las derrotas experimentadas por el gobierno del PT no
necesariamente garantizan que el golpismo corrupto sea capaz de
consolidar un gobierno estable, no sólo por las diferencias que pueden
estallar en lo sucesivo en las filas de una coalición opositora unida,
hasta ahora, por la determinación de poner fin a la presidencia de
Rousseff, sino también por la resistencia y la movilización de sectores
populares organizados que se oponen al golpe –y que trascienden con
mucho al instituto político
que
detentó hasta ayer la jefatura del Estado– y por el aislamiento
internacional de los nuevos gobernantes. En tales circunstancias, la
ingobernabilidad parece un escenario probable en el mayor país de
Latinoamérica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario