El pasado viernes
Michel Temer cumplió tres meses como presidente interino del país más
poblado y económicamente más poderoso de América Latina. A lo largo de
cada minuto de cada hora de esos noventa días se portó como si desde el
primer instante supiese con plena certeza que el interinato se
transformaría, como seguramente ocurrirá, en un mandato efectivo que
terminará el 31 de diciembre de 2018. Actuó con prepotencia imperial,
imponiendo una política de tierra arrasada que tuvo un solo precedente
en los últimos cincuenta años: la impuesta luego del golpe militar de
1964, que inauguró la dictadura que sofocó al país durante 21 largos
años.
El balance de esos tres meses no es exactamente favorable al
interino. Su popularidad sigue bajísima (14 por ciento de aprobación, en
la media de los resultados de los sondeos más recientes), pese al
respaldo unánime de los grandes conglomerados de comunicación. Ni
siquiera las organizaciones Globo (diarios, radios, revistas y la
mayoría aplastante de la audiencia de televisión) ha sido capaz de
convencer a los brasileños de que el interino instalado en el sillón
presidencial gracias a un golpe institucional que se consumará
formalmente a fines de este mes es la maravilla de las maravillas. La
economía sigue produciendo resultados alarmantes, el mercado laboral
encoge a cada día, el tan anunciado y esperado respaldo concreto del
empresariado y del mercado financiero sigue anunciado y esperado. De
concreto, nada.
Por si fuera poco, se reforzaron claramente, pese a los intentos de
una justicia viciada y viciosa, las acusaciones contra no sólo
prácticamente todo su círculo más cercano, sino también contra el mismo
Temer. Casos antiguos, tratados por la prensa con beneplácito, vuelven a
la superficie con fuerza, gracias a las delaciones de los grandes
empresarios detenidos por orden del juez de primera instancia Sergio
Moro.
Por más que Moro siga en su paranoica obsesión contra el ex
presidente Lula da Silva –mucho más que juzgar lo que hace es condenar
de antemano– quedó claro que la operación Lavado rápido,
inicialmente dedicada a investigar el esquema de corrupción instalado en
la estatal Petrobras, podrá escapar de su control y destrozar casi todo
el sistema político brasileño. Las últimas y sonorísimas revelaciones,
tratadas con mano floja por la prensa cómplice del golpe institucional
(invariablemente durísima frente a cualquier susurro contra Lula y el
PT), indican lo sabido, pero jamás dicho de manera tan clara: Temer
pidió contribuciones ilegales de por lo menos tres millones de dólares. Y
su grosero y torpe ministro de Relaciones Exteriores, José Serra, de
diez millones de dólares.
De los 81 senadores que juzgarán a la presidente apartada,
Dilma Rousseff, 35 responden juicios o son investigados por corrupción.
Que el jefe de gabinete Eliseu Padilha sea conocido por Eliseu Pandilla
aclara su muy justificada fama. Su ministro de Salud, el ingeniero
Ricardo Barros, sigue luciendo una extraordinaria capacidad de decir
idioteces. Luego de anunciar, hace pocos días, que consultaría a líderes
religiosos (en especial los vinculados a sectas electrónicas
evangélicas que disputan entre sí cuál es la más estúpidamente
retrógrada) para ‘revaluar’ la muy retrasada ley del aborto, y
justificar así su intención de recortar drásticamente el servicio
público de salud, aseguró que los hombres recurren menos a los
hospitales públicos porque trabajan más que las mujeres.
Barros no es solamente un idiota más en un gobierno de esperpentos:
lo que él defiende –la creación de planes privados de salud para los
pobres y, al mismo tiempo, un recorte profundo en la salud pública–
tiene plena justificación. Al fin y al cabo, son precisamente las
empresas privadas de salud las financiadoras de sus campañas
electorales. Para Temer y su peculiar sentido de la ética, no hay
ninguna anormalidad en tenerlo al frente de la cartera responsable de la
salud de los más de 130 millones de brasileños que no disponen de un
plan médico privado.
Ésa es solamente una de las muestras de lo que hizo el gobierno
interino de Temer a lo largo de tres meses. Llueven ejemplos semejantes,
y tan asustadores, por donde quiera que uno mire el escenario.
Ninguna de las medidas anunciadas fue llevada al Congreso: Temer
prefirió esperar hasta asumir como presidente efectivo. Mientras, sigue
fielmente la cartilla del fétido sistema político brasileño,
distribuyendo cargos, puestos y presupuestos a cambio de respaldo.
El mismo jueves 25 de agosto, cuando el Senado empieza la votación
que sellará la ya sellada suerte de Dilma Rousseff y sus 54 millones de
votos obtenidos en 2014, Temer dará a conocer oficialmente a las
empresas públicas que serán privatizadas. Luego anunciará cambios
profundos en las leyes laborales, la reforma en el sistema de
jubilaciones, el fin de una serie de programas sociales surgidos desde
2003, cuando Lula da Silva llegó al poder.
Un nuevo país nacerá de sus manos avaras y traicioneras. Exactamente
el país rechazado claramente por el electorado a lo largo de los últimos
trece años y medio. Pero para él y sus cómplices, ése es un dato sin
relevancia.
Copyright © 1996-2013 DEMOS, Desarrollo de Medios, S.A. de C.V.
Todos los Derechos Reservados.
Derechos de Autor 04-2005-011817321500-203.
No hay comentarios:
Publicar un comentario