“Andaré en la huella/siguiendo
una estrella/y aunque esté muy alta/yo sé que un día/la he de
alcanzar”, dice una hermosa zamba tucumana. Nadie –mucho menos los
viejos– alcanzará jamás la estrella de la esperanza o de la utopía, pero
ella le iluminará siempre la noche y le mostrará el camino permitiendo
llegar a muchas otras metas. Este es el valor principal de la utopía
positiva o posible, o sea, la que podría concretarse si se reuniesen
determinadas condiciones materiales y sociales que aún faltan. ¿O acaso
los utópicos viajes a la Luna de Cyrano de Bergerac (siglo XVII) o de
Julio Verne (siglo XVIII) no se concretaron en los experimentos de
estadunidenses, rusos y chinos en el siglo pasado?
Pero hay otro tipo de utopías no sólo imposibles, sino también
embrutecedoras, que, en vez de alentar la creatividad y la búsqueda,
desarrollan el conservadurismo y la pasividad de los conformistas.
Por ejemplo, es utópico creer que basta un no rotundo para que un
sistema mundial se derrumbe, como sugiere implícitamente John Holloway
cuando dice que la japonesa que en vez de ir a trabajar se sienta a leer
en un parque es anticapitalista y resiste al sistema.
En una novela histórica, el escritor paquistaní Tariq Ali relata que
durante el discurso del primer ministro de Ruggero, el rey normando de
Sicilia, del lugar donde estaban los emires árabes de Agrigento y de
Siracusa se escucharon sendos pedos muy sonoros pero los árabes
sicilianos, no obstante esa
resistencia, terminaron vencidos y asimilados. Un régimen, como los cerdos, en efecto, no muere herido por un insulto: lo hace de muerte natural o si alguien lo sacrifica.
Un sistema senil y maltrecho, como el capitalismo actual, vivirá de
crisis en crisis y de guerra en guerra a menos que la idea de una
alternativa creíble y más humana conquiste las mentes y el corazón de
las mayorías que con su lucha lo enterrarán.
Otra utopía conservadora y reaccionaria, emparentada con la anterior,
y que como aquella conduce a la pasividad, es que el capitalismo se
derrumbará por sí mismo, víctima de sus contradicciones. Eso es
imposible, porque el único límite a la explotación de los asalariados,
de la cual vive el capitalismo, es la organización de los explotados, su
lucha, su aspiración a un mundo mejor. Y el único límite a la
superexplotación de los recursos y a la destrucción del ambiente es un
colapso ecológico que haga imposible la supervivencia de la civilización
y de la especie humana, porque es utópico pedir conciencia
ambientalista a los servidores de un sistema que se basa en la ganancia
egoísta.
Por consiguiente, no es posible ser ecologista si no se es
anticapitalista, porque el sistema capitalista ha logrado ya
despilfarrar los recursos de todo tipo a un ritmo, según Naciones
Unidas, 50 por ciento superior a su tasa de reposición.
Probablemente la utopía más ciega y estúpida de todas sea la
de quienes (socialdemócratas o neodesarrollistas) intentan hacernos
creer que es posible un capitalismo
con rostro humano, y que la tarea de los gobiernos
progresistassea
ser los médicos de cabecera del capitalismo, como decía el socialista francés León Blum. El Estado no cambia porque tenga un gobierno
popular. Ese gobierno se identifica con el Estado, que sigue siendo capitalista y trabajando para el gran capital, el cual no es nacional, sino internacional, y subordina a las llamadas
burguesías nacionalesque, además, son prácticamente inexistentes.
Tenemos la prueba de eso en Argentina y Brasil –dos de los países que tantos ilusos llaman
emergentesy
nuevas potencias– con el hundimiento vergonzoso del kirchnerismo, después de que éste preparó el gobierno de ultraderecha de Macri, y el golpe institucional contra Dilma Rousseff.
Los gobiernos
progresistasno caen sólo por su corrupción (que en el caso de Dilma no existió), sino porque no modifican el funcionamiento del sistema capitalista, defienden al capital y lo admiran (el robo al Estado es un homenaje indirecto a la idea de la acumulación capitalista). Esos gobiernos trabajan para el gran capital y tratan de paralizar todos los movimientos sociales, aunque hayan nacido como resultado de las luchas de ellos. Son gobiernos capitalistas mentirosos, y sin base ni ideología propia, salvo los balbuceos
teóricossobre el
populismo.
Otra utopía reaccionaria quiere hacer creer que en este capitalismo
del siglo XXI y en países dependientes pueden tener vigencia las reglas
democráticas y con sólo colocar una boleta en la urna sea posible
expulsar del poder a las feroces oligarquías, cada vez más
fascistizantes. Los políticos capitalistas
buenosque quieren ocupar el gobierno de un Estado capitalista o son
buenejoso no son tan
buenos, porque desvían a sus bases de su tarea natural: construir desde abajo otro tipo de Estado, desarrollando los gérmenes de poder popular (rondas campesinas en Cajamarca, Perú, comunidades neozapatistas en Chiapas, policías comunitarias en Guerrero, autodefensas).
La independencia política de campesinos, obreros y otros trabajadores
manuales o intelectuales es la condición fundamental para construir un
movimiento de masas alternativo al capitalismo, con base en un programa
común de reivindicaciones y de propuestas de alcance nacional y
continental, que una a las diversas luchas con las que se identifican
esos sectores.
La participación o no en las elecciones es, por lo tanto, algo
secundario. Lo que cuenta son los objetivos programáticos y la
organización de base e independiente, como la organización política de
los trabajadores. Sin fuerza propia y sin una meta histórica precisa no
es posible conseguir nada.
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