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domingo, 28 de agosto de 2016

Las diversas utopías



Guillermo Almeyra
“Andaré en la huella/siguiendo una estrella/y aunque esté muy alta/yo sé que un día/la he de alcanzar”, dice una hermosa zamba tucumana. Nadie –mucho menos los viejos– alcanzará jamás la estrella de la esperanza o de la utopía, pero ella le iluminará siempre la noche y le mostrará el camino permitiendo llegar a muchas otras metas. Este es el valor principal de la utopía positiva o posible, o sea, la que podría concretarse si se reuniesen determinadas condiciones materiales y sociales que aún faltan. ¿O acaso los utópicos viajes a la Luna de Cyrano de Bergerac (siglo XVII) o de Julio Verne (siglo XVIII) no se concretaron en los experimentos de estadunidenses, rusos y chinos en el siglo pasado?
Pero hay otro tipo de utopías no sólo imposibles, sino también embrutecedoras, que, en vez de alentar la creatividad y la búsqueda, desarrollan el conservadurismo y la pasividad de los conformistas.
Por ejemplo, es utópico creer que basta un no rotundo para que un sistema mundial se derrumbe, como sugiere implícitamente John Holloway cuando dice que la japonesa que en vez de ir a trabajar se sienta a leer en un parque es anticapitalista y resiste al sistema.
En una novela histórica, el escritor paquistaní Tariq Ali relata que durante el discurso del primer ministro de Ruggero, el rey normando de Sicilia, del lugar donde estaban los emires árabes de Agrigento y de Siracusa se escucharon sendos pedos muy sonoros pero los árabes sicilianos, no obstante esa resistencia, terminaron vencidos y asimilados. Un régimen, como los cerdos, en efecto, no muere herido por un insulto: lo hace de muerte natural o si alguien lo sacrifica.
Un sistema senil y maltrecho, como el capitalismo actual, vivirá de crisis en crisis y de guerra en guerra a menos que la idea de una alternativa creíble y más humana conquiste las mentes y el corazón de las mayorías que con su lucha lo enterrarán.
Otra utopía conservadora y reaccionaria, emparentada con la anterior, y que como aquella conduce a la pasividad, es que el capitalismo se derrumbará por sí mismo, víctima de sus contradicciones. Eso es imposible, porque el único límite a la explotación de los asalariados, de la cual vive el capitalismo, es la organización de los explotados, su lucha, su aspiración a un mundo mejor. Y el único límite a la superexplotación de los recursos y a la destrucción del ambiente es un colapso ecológico que haga imposible la supervivencia de la civilización y de la especie humana, porque es utópico pedir conciencia ambientalista a los servidores de un sistema que se basa en la ganancia egoísta.
Por consiguiente, no es posible ser ecologista si no se es anticapitalista, porque el sistema capitalista ha logrado ya despilfarrar los recursos de todo tipo a un ritmo, según Naciones Unidas, 50 por ciento superior a su tasa de reposición.
Probablemente la utopía más ciega y estúpida de todas sea la de quienes (socialdemócratas o neodesarrollistas) intentan hacernos creer que es posible un capitalismo con rostro humano, y que la tarea de los gobiernos progresistas sea ser los médicos de cabecera del capitalismo, como decía el socialista francés León Blum. El Estado no cambia porque tenga un gobierno popular. Ese gobierno se identifica con el Estado, que sigue siendo capitalista y trabajando para el gran capital, el cual no es nacional, sino internacional, y subordina a las llamadas burguesías nacionales que, además, son prácticamente inexistentes.
Tenemos la prueba de eso en Argentina y Brasil –dos de los países que tantos ilusos llaman emergentes y nuevas potencias– con el hundimiento vergonzoso del kirchnerismo, después de que éste preparó el gobierno de ultraderecha de Macri, y el golpe institucional contra Dilma Rousseff.
Los gobiernos progresistas no caen sólo por su corrupción (que en el caso de Dilma no existió), sino porque no modifican el funcionamiento del sistema capitalista, defienden al capital y lo admiran (el robo al Estado es un homenaje indirecto a la idea de la acumulación capitalista). Esos gobiernos trabajan para el gran capital y tratan de paralizar todos los movimientos sociales, aunque hayan nacido como resultado de las luchas de ellos. Son gobiernos capitalistas mentirosos, y sin base ni ideología propia, salvo los balbuceos teóricos sobre el populismo.
Otra utopía reaccionaria quiere hacer creer que en este capitalismo del siglo XXI y en países dependientes pueden tener vigencia las reglas democráticas y con sólo colocar una boleta en la urna sea posible expulsar del poder a las feroces oligarquías, cada vez más fascistizantes. Los políticos capitalistas buenos que quieren ocupar el gobierno de un Estado capitalista o son buenejos o no son tan buenos, porque desvían a sus bases de su tarea natural: construir desde abajo otro tipo de Estado, desarrollando los gérmenes de poder popular (rondas campesinas en Cajamarca, Perú, comunidades neozapatistas en Chiapas, policías comunitarias en Guerrero, autodefensas).
La independencia política de campesinos, obreros y otros trabajadores manuales o intelectuales es la condición fundamental para construir un movimiento de masas alternativo al capitalismo, con base en un programa común de reivindicaciones y de propuestas de alcance nacional y continental, que una a las diversas luchas con las que se identifican esos sectores.
La participación o no en las elecciones es, por lo tanto, algo secundario. Lo que cuenta son los objetivos programáticos y la organización de base e independiente, como la organización política de los trabajadores. Sin fuerza propia y sin una meta histórica precisa no es posible conseguir nada.

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