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"La justicia es el pan del pueblo; siempre está hambriento de ella".
René de Chateaubriand, diplomático y escritor francés
El castigo por mano propia y a espaldas de la ley es un fenómeno de vieja data en la memoria colectiva de México. En los tiempos de la Revolución no pocas veces las diferencias ideológicas y de credos, que en esencia son lo mismo, se dirimieron por vía extrajudicial. Más cercano en el tiempo, el 14 de septiembre de 1968, cinco jóvenes fueron linchados en San Miguel Canoa, Puebla, al ser considerados comunistas que iban a perturbar la tranquilidad vecinal en los convulsos días del movimiento estudiantil del 68 —en 1975, Felipe Cazals recreó el hecho en la película 'Canoa'—. En estos casos, las razones fueron diferentes, pero de igual raíz: el odio exacerbado hacia lo que se percibe como una amenaza.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
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René de Chateaubriand, diplomático y escritor francés
El castigo por mano propia y a espaldas de la ley es un fenómeno de vieja data en la memoria colectiva de México. En los tiempos de la Revolución no pocas veces las diferencias ideológicas y de credos, que en esencia son lo mismo, se dirimieron por vía extrajudicial. Más cercano en el tiempo, el 14 de septiembre de 1968, cinco jóvenes fueron linchados en San Miguel Canoa, Puebla, al ser considerados comunistas que iban a perturbar la tranquilidad vecinal en los convulsos días del movimiento estudiantil del 68 —en 1975, Felipe Cazals recreó el hecho en la película 'Canoa'—. En estos casos, las razones fueron diferentes, pero de igual raíz: el odio exacerbado hacia lo que se percibe como una amenaza.
A la
fecha, el linchamiento es el corolario espurio y trágico de fenómenos
legítimos como las autodefensas o los 'vecinos vigilantes',
manifestaciones del hartazgo ciudadano ante la ineficiencia de las
autoridades para garantizar la seguridad y condenar a quienes delinquen;
de ahí que sea el linchamiento un producto al alza en el mercado negro
de la justicia mexicana: por carestía o inexistencia de la misma, la
gente se ve obligada a procurarse sucedáneos que la suplanten.
Pero
el linchamiento no puede verse solo como evidencia de la crisis que
atraviesa el país en materia de seguridad, de la debilidad del Estado de
derecho tantas veces exhibida. En tanto forma de violencia social, el
linchamiento es evidencia, por un lado, de la asimilación del actuar
colectivo como procedimiento válido para la disconformidad aun cuando se
eclipse a la ley; del otro, evidencia de la preocupante falta de esos
valores que la familia y la escuela inculcan, carencia que lleva a las
personas a obrar irreflexivamente y a convertirse, en ocasiones, en
marionetas cuyos hilos son incapaces de distinguir.
©
AFP 2016/ Johan Ordonez
Un
triste ejemplo de ello fue lo ocurrido en la tarde del 3 de noviembre
de 2004 en la Ciudad de México, cuando unos trescientos habitantes de
San Juan Ixtayopan, en la delegación Tláhuac, quemaron a dos agentes de
la hoy desaparecida Policía Federal Preventiva (PFP) a los que tomaron
por secuestradores. Las investigaciones del hecho permitieron establecer
que los integrantes de una familia de narcomenudistas de la zona fueron
los que iniciaron el falso rumor sobre la identidad de los
policías —quienes iban tras ellos— e incitaron a la muchedumbre a hacer
justicia por mano propia.
Cercano cariz tuvieron los hechos
ocurridos en octubre de 2015 en Ajalpan, Puebla, donde los hermanos José
Abraham y Rey David Copado Molina fueron confundidos también con
secuestradores y linchados por una muchedumbre de unas mil personas que
los golpearon e incineraron a pesar de las credenciales de encuestadores
que portaban y a pesar de los esfuerzos de la policía por protegerlos.
Si
a la dama de la Justicia la representan con una venda sobre los ojos
como signo de imparcialidad, en el caso del linchamiento es más bien
signo de la ceguera provocada por un resentimiento desbordado.
Independientemente de su tipología —ya sea resultado de una cierta
organización que lo convierte en un acto con mensajes hacia las
autoridades y potenciales delincuentes o le deba su existencia a un
brote espontáneo de violencia colectiva—, la práctica del linchamiento
debe rechazarse con el mismo criterio con que se impugna la pena de
muerte, también negada en el artículo 22 de la Constitución mexicana
junto a las "penas de mutilación, de infamia, la marca, los azotes, los
palos, el tormento de cualquier especie", pues a la 'justicia' por mano
propia no le son ajenos los errores y arbitrariedades en que a veces
incurre la ley.
De
nada sirve, entonces, apelar a su carácter defensivo, de respuesta a un
agravio primario real o conjeturado. El artículo 17 de la Constitución
política de los Estados Unidos Mexicanos es tajante al respecto:
"Ninguna persona podrá hacerse justicia por sí misma, ni ejercer
violencia para reclamar su derecho" —una regla seguida incluso en el
México precolombino, donde estaba prohibida la venganza privada—. Querer
remediar vacíos legales y de poder con veredictos públicos y sumarios
de culpa y ejecución es una afrenta al marco jurídico existente, afrenta
que ni siquiera puede excusarse con el alegato de justicia retributiva
que un pasaje bíblico (Levítico 24:20) sanciona con el "ojo por ojo,
diente por diente" —también conocida como Ley del Talión— en el que se
establece la equivalencia entre el castigo y el daño ocasionado. No se
puede hablar de justicia, por más que el Estado no la procure, cuando la
presunción de inocencia, base de cualquier ordenamiento legal, es
sustituida en los casos de linchamientos por una perturbadora
certidumbre de culpabilidad.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
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