El
vicepresidente Joe Biden es un hombre con una misión. Durante las
últimas semanas, el encomendado por la Casa Blanca para América Latina
ha empeñado todos sus esfuerzos en persuadir al Congreso a que apruebe
una solicitud de mil millones de dólares para Centroamérica. En dos
artículos de opinión, en el New York Times y en The Hill,
Biden ha sostenido que dicho dinero podría ayudar a catapultar a la
región en lo económico, y abrirle el camino a la “próxima historia de
éxitos del hemisferio occidental”. Sin embargo, el plan de los mil
millones de dólares de Biden ya se ha enfrentado a resistencia en el
Congreso, no menos por parte de sus copartidarios demócratas. “Hemos
gastado miles de millones de dólares [en Centroamérica] durante las
últimas dos décadas”, destacó
recientemente el senador Patrick Leahy (D-VT); “…y hemos visto cómo las
condiciones se han deteriorado en Honduras, Guatemala, y El Salvador”.
No
cabe duda de que a esta triada de países – conocida como “Triángulo
norte”– la vendría bien un poco de ayuda externa. Los aterradores
niveles de violencia y las condiciones económicas sensibles han motivado
a una cantidad cada vez mayor de guatemaltecos, hondureños y
salvadoreños, incluyendo a decenas de miles de niños, a huir a países
vecinos y a los EE.UU. El aparente propósito del plan de Biden es de
prevenir que estos países se sumerjan en una espiral cada vez mayor de
caos económico y social. Pero, ¿habrá algo que indique que el paquete
de ayuda propuesto funcionará, cuando evidentemente ese no ha sido el
caso de la asistencia anterior?
Se prevé que el
financiamiento en materia de ayuda al desarrollo para Centroamérica se
incrementará en 400% en el marco del plan de Biden, con la mayor parte
de los fondos destinada al Triángulo del Norte. La solicitud de presupuesto
[PDF] por parte de la Casa Blanca señala que buena parte de ese dinero
se orienta a “apoyar los objetivos prioritarios” identificados en el plan de la Alianza para la Prosperidad”
que el Banco Interamericano de Desarrollo le ayudó a redactar a los
tres gobiernos el año pasado. Entre estos objetivos, se mencionan
inversiones muy necesarias en educación, salud y vivienda.
No
obstante, el plan de la “Alianza” parece enfocarse en gran parte en
atraer formas de inversión extranjera que, se puede decir, han empeorado
la vida de muchos centroamericanos, con muy poco impacto positivo sobre
la situación económica en general. Esto incluye inversiones en llamados
“sectores estratégicos” – la industria textil, la agroindustria y el
turismo – que, con demasiada frecuencia, ofrecen sueldos de miseria a
los trabajadores y provocan el desplazamiento de pequeños agricultores y
de comunidades enteras, cuyos derechos y reivindicaciones históricas en
torno a la tierra rara vez reciben el respaldo de las autoridades.
La
asistencia en materia de seguridad también aumentaría de forma
significativa bajo la propuesta presupuestaria de la Casa Blanca para
Centroamérica. Los fondos destinados a la ayuda para el Control
Internacional de Narcóticos y la Ejecución de la Ley (INCLE, por sus
siglas en inglés) en Centroamérica se duplicarían, al pasar de $100
millones en el año fiscal 2014 a $205 millones para el año fiscal 2016.
Dicha asistencia, basada fundamentalmente en la “guerra contra el
narcotráfico” por parte de EE.UU., incluye un extenso apoyo a las
fuerzas policiales y militares de la región, pese a abundantes informes
que señalan su participación en matanzas extrajudiciales y otras violaciones serias a los derechos humanos.
Todos los fondos INCLE serían canalizados mediante la Iniciativa de
Seguridad Regional Centroamericana (CARSI, por sus siglas en inglés), un
mecanismo notoriamente opaco de cooperación multilateral, dejando así
al público y a los miembros del Congreso con escasa idea de dónde y cómo
se utilizarán dichos fondos.
Son pocas las pruebas de que
la asistencia estadounidense en materia de seguridad haya funcionado en
Centroamérica; cuando en realidad muchos defensores de derechos humanos
[PDF] señalan la monumental impunidad en torno a las violaciones a los
derechos humanos por parte de la policía y del ejército, al mismo tiempo
que consideran que EE.UU. simplemente le ha estado añadiendo leña al
fuego. Docenas de miembros del Congreso también han alzado su voz de
preocupación y han solicitado, por ejemplo, que se suspenda
toda ayuda al gobierno de Honduras por parte de EE.UU. en materia de
seguridad, mientras que las autoridades se nieguen a investigar y
encausar los abusos a los derechos humanos.
Como lo ha
reconocido Biden: sin voluntad política, el plan de la Casa Blanca para
Centroamérica no tiene posibilidad alguna de éxito. Él expresa confianza
en que los líderes del Triángulo del Norte estén comprometidos en
llevar a cabo “las difíciles reformas e inversiones que se requieren
para abordar los desafíos entrelazados de la región en materia de
seguridad, gobernanza y economía”.
Existen razones para
cuestionar seriamente el análisis del Vicepresidente. Puede que el
gobierno de Honduras se haya comprometido a extender el acceso a la
salud y la educación en el marco de la “Alianza para la Prosperidad”,
pero en la práctica ha anunciado miles de despidos en el sector público
y ha lanzado una sostenida ofensiva contra los sindicatos de
educadores. Según el Departamento del Trabajo de EE.UU., las
autoridades hondureñas y guatemaltecas
han fracasado a la hora de proteger los derechos laborales más básicos,
como lo son el derecho a organizarse y a la negociación colectiva, al
igual que el derecho a un sueldo mínimo. ¿Querrá el gobierno de Obama
de veras invertir en gobiernos que pisotean los derechos de los
trabajadores?
También son pocas las razones para creer
que los gobiernos de Honduras y Guatemala estén preparados a enfrentar
de forma seria la corrupción y los abusos institucionalizados, o luchar
contra una impunidad desenfrenada. El partido de gobierno en Honduras disolvió
una comisión de reforma policial respetada e independiente y se negó a
aplicar alguna de las medidas recomendadas por dicha comisión para
remendar el aparato corrupto y destrozado de seguridad pública en el
país. Retrocesos similares se han vivido en Guatemala, con la anulación
de la sentencia por genocidio al ex dictador Efraín Ríos Montt y la
decisión por parte de la Corte Constitucional de acortarle el mandato de
forma prematura a la ampliamente reconocida procuradora general
independiente, Claudia Paz y Paz.
Bienvenido sea que, como
resultado de la irrupción sin precedentes de migrantes menores de edad
el verano pasado, el gobierno de Obama finalmente le esté prestando
atención a una crisis que ha estado ardiendo durante muchos años en el
Triángulo del Norte. Pero, en vez de simplemente echarle más dinero a un
sistema en pedazos, debería en primer lugar tratar de examinar por qué
la asistencia estadounidense no ha estado funcionando en estos países.
Biden,
al igual que otros altos cargos de EE.UU., ha tomado partido por
mejorar la transparencia y la rendición de cuentas en torno a los
programas de ayuda de EE.UU., lo cual representaría un fructuoso primer
paso. Un segundo paso sería escuchar a las organizaciones de derechos
humanos y a los trabajadores en los mencionados países. Su mensaje
ha sido inequívoco: “dejen de alimentar a la bestia”. No más
asistencia en seguridad a gobiernos que no exigen que sus cuerpos
policiales y militares rindan cuentas por actos criminales. De igual
modo: no más ayuda al desarrollo que se canalice primordialmente hacia
élites nacionales enquistadas e intereses multinacionales, sin
consideración por los derechos de los trabajadores o de las
comunidades. Es hora de repensar la ayuda externa a Centroamérica.
Alexander Main
es Socio Principal para Política Internacional en el Center for
Economic and Policy Research (CEPR), con un enfoque en la política
externa de EEUU hacia Latinoamérica y el Caribe.
The Hill, March 19, 2015
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