Por Hamlet Hermann*
Al
inicio de marzo de 2015, el Presidente estadounidense, Barack Obama,
emitió una Orden Ejecutiva declarando la emergencia nacional de ese país
en relación con "la inusual y extraordinaria amenaza que constituye
la situación de Venezuela sobre la seguridad nacional y la política
exterior de Estados Unidos."
Tan exagerado y fuera de lugar estuvo ese planteamiento que ha sido
rechazado universalmente y considerado por muchos como una burla a la
inteligencia de los ciudadanos del mundo.
Para tratar de extraer
alguna racionalidad de esta Orden Ejecutiva de la Casa Blanca, habría
que remitirse a situaciones similares protagonizadas por pasados
presidentes de Estados Unidos.
El 1 de mayo de 1985, casi
treinta años atrás, el presidente Ronald Reagan declaró el bloqueo
contra Nicaragua sandinista mientras que, a escondidas, en una
desesperada forma de evadir el control del Congreso estadounidense, que
lo prohibía, comerciaba armas y drogas que financiarían a la
contrarrevolución. Ese día dijo:
"Yo, Ronald Reagan, Presidente
de Estados Unidos de América, encuentro que las políticas y acciones
del gobierno de Nicaragua constituyen una inusual y extraordinaria
amenaza a la seguridad nacional y a la política exterior de Estados
Unidos, y aquí declaro una emergencia nacional para enfrentar esa
amenaza."
Ayer con Nicaragua como ahora en relación con
Venezuela, habría que ser tarado mental para imaginar que uno cualquiera
de los países del continente americano tuviera capacidad de poner en
peligro la seguridad nacional y la política exterior de Estados Unidos.
Obama se evidencia con esto como falto de creatividad e inteligencia al
no tomarse la molestia de evitar el calco del texto de aquella
declaración de Reagan.
Ya no debíamos sorprendernos de que, uno
tras otro, los presidentes de Estados Unidos hayan tenido un
comportamiento semejante desde que Harry Truman emitió la National
Security Act en julio de 1947.
Mediante esa orden ejecutiva a
raíz del final de la Segunda Guerra Mundial, abrió las puertas para que
el estamento militar y de espionaje tuviera participación preponderante
en el diseño y la aplicación de la política exterior de Estados Unidos,
al tiempo que disminuía la autoridad constitucional del Presidente y del
Secretario de Estado.
El dislate de Obama también parece
corresponder a la denuncia que hiciera en su discurso de despedida de la
presidencia de Estados Unidos el general Dwight Eisenhower en enero de
1960. Con todo el cinismo de que era capaz aquel militar presidente, en
un aparente acto de contrición, alertó sobre lo que su gestión
presidencial había multiplicado:
"Esta conjunción del inmenso
establishment militar y una enorme industria armamentista es nueva en la
experiencia estadounidense. La total influencia económica, política y
hasta espiritual, se siente en cada ciudad, cada Estado, cada hogar,
cada oficina del gobierno federal� no podemos dejar de comprender esta
grave implicación.
"En los consejos de gobierno debemos
cuidarnos de aceptar las influencias no garantizadas, buscadas o no, de
parte del complejo militar-industrial. Nunca debemos permitir que el
peso de esta combinación (militar-industrial) ponga en peligro nuestras
libertades ni el proceso democrático. Sólo una ciudadanía alerta y
conocedora puede constituir el adecuado cedazo de la inmensa maquinaria
industrial y militar de defensa con nuestros métodos y objetivos
pacíficos, de manera que la seguridad y a libertad puedan juntas
prosperar."
El error de muchos que nos consideramos insultados
por el cinismo de Obama es que en nuestros análisis consideramos a
Estados Unidos como un Estado democrático. Debemos admitir que ese no es
un Estado democrático ni lo ha sido desde que en 1898, 117 años atrás,
decidió expandirse por el mundo y asumir el rol imperial.
Los
gobernantes estadounidenses debían revisar el contenido de un momento de
reflexión que tuvo uno de sus grandes culpables: Henry Kissinger,
cuando declaró a James Reston, del New York Times:
"Como
historiador tiene uno que estar consciente del hecho de que cada
civilización que ha existido, al final, siempre colapsa. La Historia es
una narración de esfuerzos que fracasan, aspiraciones que no se logran,
deseos que se cumplen y luego resultan ser diferentes a lo que se había
supuesto. Así que, como historiadores, uno tiene que vivir con el
sentido de la inevitabilidad de la tragedia."
Kissinger tenía
razón, sólo que la arrogancia de quienes encabezan los imperios les
impide darse cuenta cuándo se están desmoronando, y entonces se
comportan más agresivos y brutales.
Como ahora, por ejemplo, cuando la fiera lanza zarpazos hacia todo aquel que reclame ser libre y soberano.
* Colaborador de Prensa Latin
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