Por: Leonardo Boff
Innegablemente estamos viviendo una crisis de los fundamentos que sustentan nuestra forma de habitar y organizar el planeta Tierra
y de tratar los bienes y servicios de la naturaleza. En la perspectiva
actual están totalmente equivocados, son peligrosos y amenazadores del
sistema-vida y del sistema-Tierra. Tenemos que ir más lejos.
Dos de los padres fundadores de nuestro modo de ver el mundo, René
Descartes (1596-1650) y Francis Bacon (1561-1626) son sus principales
formuladores. Veían la materia como algo totalmente pasivo e inerte. La
mente existía exclusivamente en los seres humanos. Estos podían sentir
y pensar mientras que los demás animales y seres actuaban como
máquinas, desposeídas de cualquier subjetividad y propósito.
Lógicamente, esta comprensión creó la ocasión para que se tratase a
la Tierra, a la naturaleza y a los seres vivos como cosas de las cuales
podíamos disponer a nuestro gusto. En la base del proceso
industrialista salvaje está esta comprensión que persiste aún hoy,
incluso dentro de las universidades llamadas progresistas, pero rehenes
del viejo paradigma.
Las cosas, sin embargo, no es que sean así. Todo cambió cuando A.
Einstein mostró que la materia es un campo densísimo de interacciones,
y más aún, que ella en realidad no existe en el sentido común de la
palabra: es energía altamente condensada. Basta un centímetro cúbico de
materia, como le oí decir en 1967 en su último semestre de clases en la
Universidad de Munich a Werner Heisenberg, uno de los fundadores de la
física de las partículas subatómicas, la mecánica cuántica, que si ese
poco de materia fuese transformado en pura energía podría
desestabilizar todo nuestro sistema solar.
En 1924 Edwin Hubble (1889-1953) con su telescopio en el Monte
Wilson en el sur de California, descubrió que no solamente existía
nuestra galaxia, la Vía Láctea, sino cientos de ellas (hoy cien mil
millones). Notó, curiosamente, que se están expandiendo y alejándose
unas de otras a velocidades inimaginables. Tal verificación llevó a los
científicos a suponer que el universo observable había sido mucho
menor, un puntito ínfimo que después se inflacionó y explotó, dando
origen al universo en expansión. Un eco ínfimo de esa explosión puede
ser identificado todavía, lo cual permite datar el evento como algo
ocurrido hace 13.700 millones de años.
Una de las mayores contribuciones que están desmantelando la antigua
mirada sobre la Tierra y la naturaleza proceden del premio Nobel de
química el ruso-belga Ilya Prigogine (1917-2003). El dejó atrás la
concepción de materia como inerte y pasiva y demostró experimentalmente
que elementos químicos colocados bajo determinadas condiciones pueden
organizarse a sí mismos bajo modelos complejos que requieren la
coordinación de billones de moléculas. Estas no necesitan instrucciones
ni los seres humanos entran en su organización. Ni siquiera existen
códigos genéticos que guíen sus acciones. La dinámica de su
autoorganización es intrínseca, como la del universo, y articula todas
las interacciones.
El universo está penetrado de un dinamismo autocreativo y
autoorganizativo que estructura las galaxias, las estrellas y los
planetas. De vez en cuando a partir de la Energía de Fondo se producen
afloraciones de nuevas complejidades que hacen aparecer, por ejemplo,
la vida y la vida consciente y humana.
Toda esa dinámica cósmica tiene tiempos propios: tiempo de las
galaxias, de las estrellas, de la Tierra, de los distintos ecosistemas
con sus representantes, cada uno también con su propio tiempo, de las
flores, de las mariposas, etc. Los organismos vivos especialmente
tienen sus tiempos biológicos propios, uno para los microorganismos,
otro para los bosques y las selvas, otro para los animales, otro para
los océanos, otro para cada ser humano.
¿Qué hemos hecho nosotros modernamente para gestar la crisis actual?
Inventamos el tiempo mecánico y siempre igual de los relojes. El
dirige la vida y todo el proceso productivo, no tomando en cuenta los
demás tiempos. Somete el tiempo de la naturaleza al tiempo tecnológico.
Un árbol, por ejemplo, necesita 40 años para crecer y una motosierra lo
derriba en dos minutos. No cultivamos ningún respeto hacia los tiempos
de cada cosa. Así no les damos tiempo de rehacerse de nuestras
devastaciones: contaminamos los aires, envenenamos los suelos y
quimicalizamos casi todos nuestros alimentos. La máquina vale más que
el ser humano.
Al no concedernos un sábado, bíblicamente hablando, para que la
Tierra descanse, la extenuamos, la mutilamos y dejamos que enferme casi
mortalmente, destruyendo las condiciones de nuestra propia subsistencia.
En este momento estamos viviendo un tiempo en el que la propia
Tierra está tomando conciencia de su enfermedad. El calentamiento
global indica que ella va a entrar en otro tiempo. Si seguimos
maltratándola y no la ayudamos a estabilizarse en ese otro tiempo,
podemos contar las décadas que faltan para la tribulación de la
desolación. Por causa de nuestros equívocos no concientizados y
formulados hace siglos que no hemos corregido y obstinadamente
reafirmamos.
Con Mark Hathaway escribí El Tao de la Liberación, premiado en Estados Unidos con medalla de oro en nueva ciencia y cosmología.
(Tomado de Alainet)
No hay comentarios:
Publicar un comentario